lunes, 3 de mayo de 2010

The Assassination of John Dillinger by the coward Melvin Purvis



La historia de John Dillinger, así como la de otros tantos compañeros generacionales del ambiente criminal, ha sido tan trastornada y edulcorada con el paso de los años que cuesta por tanto diferenciar leyenda de realidad, a modo de western. Así comienza la desmitificadora cinta de Max Nosseck, cargada de tantas virtudes como errores, sobre todo la ausencia de un personaje con un drama que le motive y la plana puesta en escena del cineasta. Mientras se proyectan unas imágenes en un cine narrando las fechorías del romántico ladrón, el público contempla estas con expectación, puesto que el plato estrella de la noche está por aparecer: el propio padre de la estrella, quien comienza a narrar ante la atónita platea cómo fue la vida de su hijo. Se puede apreciar una clara intención del realizador y del guionista en esta ubicación espacial: enlazar un documental con la palabra de alguien que, en condiciones normales, no podría mentir sobre la vida de Dillinger, es decir, la pretensión de la cinta es la de trazar un retrato lo más verista (casi objetivo, a la manera de Zodiac) sobre una figura que arroja tantas luces como sombras a los historiadores y mitómanos. Pero del mismo modo tenemos que volver a fijarnos en la ubicación del personaje, el centro de atención de una sala de cine: la pantalla. Contradiciendo a Godard, el cine son 24 mentiras por segundo, y si no mentiras, si engaños o medias verdades, y esta película no es otra cosa que una gran media verdad que coge muchos de los célebres acontecimientos de la vida de este criminal pero a la que se le cae su pretensión de realidad al terminar siendo una mediocre cinta de acción que olvida pronto a sus personajes.

Dillinger es presentado como un sanguinolento psicópata de gatillo fácil pero no se justifica, únicamente porque sí. No es por tanto una versión mitificadora y dulcificada de la leyenda, todo lo contrario, algo sorprendente en la época, puesto que no nos propone la clásica visión de un moderno Robin Hood carismático, si no la desglamourizada vida de un enfermo vengativo que es capaz de matar a sangre fría después de jugar con la víctima, e incluso como un cobarde que le tiene miedo a la silla del dentista. Pero todo ello son meros esbozos que se intuyen y que nunca se llegan a mostrar. La interpretación de Tierney se reduce a poner cara de enfado, aunque salva el papel logrando que, durante algunos momentos muy contados, pasemos por la mente del ladrón, especialmente en los minutos anteriores a su muerte, agazapado como un animal herido en su madriguera. Por tanto, tenemos muchos secundarios que únicamente actúan como peleles de Dillinger pero que no tienen vocación de personaje, únicamente quedan convertidos en actantes cuya función es morir o traicionar al protagonista. Especialmente curioso es el caso de Specs, el que le introduce en el mundo del crimen profesional (antes era un torpe ladrón que robaba para pagarle copas a las mujeres, su auténtica debilidad y la causa de sus males, otro punto que tampoco se explota). Su relación es quizás la mejor establecida en el libreto (siendo muy generosos), y sin embargo se forja de una manera rápida e inexplicable, y de una manera fugar tenemos al protagonista en el grupo de cacos. Nosseck narra, narra y narra y no se para en ningún momento a analizar el por qué de lo que está contando, por ejemplo, con el caso sangrante de la importantísima (y casi obviada) relación del antihéroe con su amante, del mismo modo que tampoco sabemos por qué esta decide salir con el tipo que le ha robado. Por tanto, nos encontramos con una contextualización totalmente difusa y compleja de seguir.

Saber manejar el tempo narrativo de una película es la prueba de fuego de un director. Casualmente, este Dillinger de serie B (incluso diría serie Z) se estrenó el mismo año que la magistral Detour, de Ulmer. En ella, el cineasta sueco demostraba un talento descomunal a la hora de dilatar y contraer el tiempo a su antojo. El juego psicológico en el que sumía a Tom Neal terminaba convirtiendo una pequeña producción sin importancia en un thriller estudiado e imitado por su sobresaliente puesta en escena y su acertado guión. En Dillinger, el constante uso de elipsis hace que la noción temporal sea confusa y que de la sensación de que en las escenas realmente nunca pasa nada de relevancia, puesto que algunas de ellas no llegan ni a los 30 segundos. En los primeros cinco minutos ya hemos visto como el protagonista ha robado por primera vez, ha entrado en la cárcel y ha salido de ella. La historia termina convirtiéndose en un encadenado de secuencias de robos y asesinatos sin ton ni son que no aburren en exceso debido al celerísimo montaje y a la brevedad del relato, puesto que seguir dos horas a este ritmo habría convertido al mediocre realizador alemán en el claro precursor de Michael Bay. Únicamente podemos destacar algún momento notable donde el director deja escapar una idea brillante, como ingenioso el gag donde parece que va a robar y, con el inteligente uso del fuera de campo, terminamos viendo que es un billete (curiosamente, esto a título personal, fue una idea que rodé en primero de carrera para una práctica, así que me lanzaré flores), o la transición inteligente de la escapada de la cárcel de los compinches del protagonista encadenada con un robo al banco. Por contra, algunos momentos que deberían ser cumbres están resueltos de manera apresurada, probablemente por la falta de fondos económicos, especialmente los robos. Si ya vimos que Melville utilizaba un estilo pausado para mostrar las acciones delictivas como un ritual, tomándose todo el tiempo del mundo (así lo atestiguan los 15 minutos dedicados al robo en El círculo rojo), Nosseck parece estar incómodo con estos momentos y se carga de un plumazo cualquier épica o suspense posible, convirtiendo Dillinger en una colección de escenas carentes de importancia alguna.

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