domingo, 17 de julio de 2011

I... como Ícaro: El Estado del Estado


En los años 60 y 70 se hizo el mejor cine político que jamás se ha visto. Pero ojo, que no se me malinterprete, porque con cine político no me refiero a Boinas verdes (The Green Berets, 1968), la segunda y fascistoide película como director del maravilloso John Wayne, ni a ese cine de espías intercambiando maletines en la Plaza Roja de Moscú tras haber matado sutilmente a un enemigo o haberse zumbado a cualquier chavalita de buen ver. Es decir, no pretendo enmarcar dentro del contexto de cine político aquel usado para poner en jaque al rival, demonizarle y sacar una conclusión más o menos triunfante del régimen (generalmente) occidental y, más concretamente, norteamericano. Nada más lejos de la realidad. Mi intención al hablar de cine político es la de referirme a esos numerosos thrillers y dramas que surgieron, aproximadamente, a raíz del mandato y posterior muerte de JFK, cuando el mundo comenzaba a abrir los ojos y a intentar penar por sí mismo, porque si la Guerra de Corea estuvo requetebién para detener a los rojos enemigos del estado de bienestar, lo mismo ahora con Vietnam ya no estaba tan bien la cosa ni la amenaza comunista en un país subdesarrollado era tan importante como se había vendido.

¿Y si pusimos el punto de mira en el lugar equivocado? ¿Y si, antes que a nuestro enemigo, tenemos que empezar a cuestionar a nuestro "protector"? Porque quizás el Estado, el guardián del bienestar público, ya no era ese ente amigable y protector que se encargaba de proveer al ciudadano de a pie de los servicios y la seguridad necesarios para que su vida, tan insignificante como rutinaria, siguiera su curso invariablemente. Porque antes ya hubo películas que se plantearon el (sin ánimo de sonar redundante) poder de los poderes, ya fueran la prensa o la clase política, como El político (All the king's men, 1949), Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, 1939) o El último hurra (The last hurrah, 1958). Pero es a raíz de la aparición de un presidente renovado, tendente al entendimiento con la Unión Soviética, el que dispara las suspicacias y, posteriormente, es asesinado. Ello generó una gran cantidad de controversias y teorías conspiranoicas que, analizando todas las vertientes, datos y opiniones, es la más plausible y probable. Y también fue el pistoletazo de salida para un gran reguero de cine político crítico y poco amigo de la clase dirigente: cineastas como Preminguer con Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962), el conspiranoico Frankenheimer con El mensajero del miedo (The manchurian candidate, 1962) y Siete días de mayo (Seven days in may, 1964), o en los 70 con los Pakula, Pollack o Schaefer pusieron el dedo en la llaga del sistema perfecto del capitalismo.

Pero, como era previsible, también llego el movimiento a Europa. Generalmente se consideran los dos pilares del movimiento europeo a Pontecorvo y Costa Gavras, quienes denunciaron con un estilo seco y directo el colonialismo europeo y americano en el resto de continentes, sin ambages, y le dieron voz a quien hasta ahora no la tenía: Europa también estaba dirigida por los mismos hombres que decidían el destino del mundo. Y a esa clase de películas pertenece la tremendamente actual I... como Ícaro (I... comme Icarus, 1979), del comercial cineasta francés Henri Verneuil. Una de las cabezas visibles del polar francés, habitualmente centrado en el género del thriller policíaco y la acción, decidió acometer la película más madura, contundente y áspera de su filmografía con un thriller político de corte sobrio en el que lo importante es el guión y no la caligrafía, en el que analizaría las teorías que hablan del asesinato de Kennedy ordenado por la CIA, situando la trama en un país ficticio con una bandera parecida a la de Estados Unidos y en donde se habla francés. Y para ello contó con uno de los musos de Costa-Gavras, el siempre excelente Yves montand, quien interpreta a un fiscal que ve demasiadas irregularidades en el informe que determina cómo murió el presidente y decirle no darlo por válido ante las quejas de sus compañeros del comité.

Resulta inevitable acordarse de la barroca y complejísima obra periodística de Oliver Stone JFK (JFK, 1991), puesto que la trama que desgrana es la misma. Pero mientras el realizador norteamericano ponía mucho énfasis en el detallismo minucioso y puntillista con cada aspecto de la investigación llevada a cabo por el personaje de Kevin Costner, con una narración asfixiante y con un (extraordinario, por otra parte) montaje marcadísimo, Verneuil opta por simplificar conceptos y alejarse de cualquier intención verista como haría años después el realizador de Platoon (Platoon, 1986). Verneuil, aun siendo obvio que habla de Kennedy, utiliza las ideas, su arma más poderosa, y para llegar a ellas se sirve del ejemplo del magnicidio más famoso del siglo XX, por lo cual el caso importa realmente poco o nada. Eso sí, no busca tomar por tonto al espectador, y esa simplificación de detalles no va unida a una simplificación de conceptos, puesto que todo es expuesto con claridad gracias a un guión hábil, con sus minúsculas trampas, pero que funciona como un reloj. Es decir, elige el fondo antes que la forma. Y es una forma inteligente, ya que no queda nada en el tintero al final de esas dos brevísimas horas de metraje. Verneuil nunca fue un esteta, muy alejado de la capacidad de jugar con el montaje y con los encuadres, como sí fue Melville, así que optar por dejar hablar a los actores y al guión es la mejor opción posible.

No obstante, al hablar de este mundo consumido por el poder, de esta sociedad distante, fría e impersonal, utiliza con inteligencia los decorados. Oficinas, edificios, lugares públicos... todos ellos son rectilíneos, perfectos, grises. No hay una mácula de vida en estos "no lugares" en los que (sobre)vive el hombre, ajeno a lo que se cuece en las altas esferas, crédulo en su felicidad de ignorar y ser ignorado. Una verdadera jungla de asfalto en la que el ciudadano es una hormiga en manos de un gigante al que no puede ver. Así, por ejemplo, desde el despacho de Montand se divisa un amenazante skyline de pequeñas casitas presidido por un uniforme rascacielos, tenebroso y amenazante, vigilante de lo que sucede en el despacho del fiscal. El mundo que pensó Bradbury en Farenheit 451, el mundo en el que el hombre no se cuestiona su realidad y en el que todo aquel que osa hacerlo recibe un castigo. Ejemplo perfecto de esto es el listado de testigos marcados en rojo en es foto extraída del vídeo de un videoaficionado. El Estado del Estado se ha ido encargando de todo pequeño resquicio de pensamieno libre que haya, y se ha ido deshaciendo uno por uno de los testigos que fueron por su propia voluntad a testificar, de formas más o menos ortodoxas, pero con absoluto éxito. Eso sí con una pequeña salvedad: el único testigo que queda en pie es el que no se atrevió a ir a confesar que había visto algo. La felicidad del cobarde, del mediocre, del que no levanta la cabeza no vaya a ser que me den un golpe. El habitante medio del mundo global, ése al que el Estado premia dejándole seguir con su inane existencia.


Porque ahí está el otro punto sobre el que se cimenta este Estado dentro del Estado que gobierna en la sombra: la mezquindad del hombre. El videoaficionado que comentamos antes busca, a toda costa, sacar beneficio de su grabación, pidiéndole al fiscal que done 2000 dólares a caridad... y 25000 a su bolsillo. Nosotros como masa somos tan culpables de la situación como los gobiernos, y las acciones desinteresadas no existen. Y es el principal punto de separación con el JFK de Stone: si aquél se centraba exclusivamente en el caso, Verneuil decide ampliar el punto de mira y estudiar las consecuencias y los porqués de la situación actual desde una visión humanista. Y esto se ve muy bien en una secuencia tan magnífica como larga. En ella, el fiscal interpretado por Montand acude a un científico que lleva a cabo unos experimentos basado en la Experiencia Milgram, según la cual un hombre debía someter a una descarga eléctrica a un semejante cada vez que este cometiese un error en la prueba, y no podían parar salvo orden del científico al cargo. Evidentemente, a cada error la descarga aumentaba de potencia. La intención es demostrar quién, en caso de necesidad, se opondría a sus superiores si ven que su comportamiento se ha ido de las manos. Y el científico le da a Montand un dato terrorífico: 2 de cada 3 ciudadanos no pararon y le administraron cargas mortales a su compañero de experiencia. La única razón para detener este comportamiento sádico es la orden de la autoridad, esa autoridad que piensa por nosotros y que no quiere ponernos en la tesitura de pensar. La misma autoridad que permite que haya dictadores, holocaustos y crímenes de guerra. El que no se preocupa de que los servicios secretos, llámesen CIA, MI5 o Gestapo, hagan y deshagan a su antojo con el terrorismo de Estado. Porque son los que mandan y hacen lo correcto. porque no se pueden equivocar. Porque quieren lo mejor para nosotros. Y en ese caso, las conclusiones fluyen con total naturalidad sin resultar forzadas (a pesar de cierto didactismo), y como parece decirnos Verneuil en su escalofriante epílogo: ¿Realmente marca la diferencia saber la verdad?

viernes, 8 de julio de 2011

Jinetes eternos




TÍTULO ORIGINAL The Long Riders
DURACIÓN 100 min.
DIRECTOR Walter Hill
GUIÓN Bill Bryden, Steven Philip Smith, Stacy Keach, James Keach
MÚSICA Ry Cooder
FOTOGRAFÍA Ric Waite
REPARTO Keith Carradine, David Carradine, Dennis Quaid, James Keach, Stacy Keach, James Carradine, Robert Carradine, Randy Quaid, Christopher Guest, Nicholas Guest

SINOPSIS La Guera Civil americana ha terminado, pero muchos en el Sur se resisten a admitir la derrota. Algunos de los héroes que cabalgaron junto a Lee se han convertido ahora en unos facinerosos. Entre ellos, y dominando las praderas de Missouri, se encuentran los hermanos James, ladrones de bancos y asaltadores de trenes que viven al margen de la ley. (FILMAFFINITY)

Aproximadamente desde los años 70, cuando un director enfocaba a un género de los llamados clásicos (es decir, cada día más en desuso), esta mirada solía tener cierto tono melancólico y centrado en la perspectiva que el cineasta tenía de sí mismo viendo en el cine del barrio una película. Lo comentaba Scorsese en su portentoso documental sobre el cine americano haciendo referencia a cómo recordaba él haber visto una película tan violenta y sensual como fue Duelo al sol (Duel in the sun, 1946) del maestro King Vidor, en el que se tapaba la cara para no ver las cosas "prohibidas" que le sucedían a la mestiza Perla, interpretada por Jennifer Jones, y a ese par de hermanos incorporados por Gregory Peck y por Joseph Cotten. Es decir, la visión de ese mundo marcado por unas pautas reconocibles era filtrado por la visión de un realizador, añadiendo el factor subjetivo puramente nostálgico, en el que se contemplaba el género con cierto tono de respeto y veneración, y no se utilizaba de forma casi mecánica, industrial, como se llevaban a cabo antes las películas consideradas de género: mero producto hecho por hombres y nombres intercambiables. Así, donde John Ford veía en Monument Valley un decorado mastodóntico para sus westerns, los Hill, Kasdan, Scorsese o Bogdanovich lo observaban con total respeto y admiración, de forma cuasi religiosa. El western reescribía sus historias para hablar del paso del tiempo, de la pérdida de los valores, reflexionando sobre el propio cine a través de las películas, en lucha con una nueva forma de entender el audiovisual cada vez más descompuesto y en el que las historias desaparecian en beneficio de los efectos especiales y la parafernalia. A ello ayudaba, de manera indudable, la mezcolanza conseguida mediante el toque cabrón del western crepuscular que practicaron los cineastas desde los 60, reflejo de una época convulsa y en el que los héroes a caballo desaparecían para dejar sitio a borrachos, puteros y hombres cansados de vivir que seguían combatiendo y cabalgando por pura inercia.

Ahí pone el punto de mira Walter Hill en Forajidos de leyenda (The long riders, 1980), irregular intento de mirar al pasado con nostalgia pero, al mismo tiempo, tratando de realizar una eficaz película de acción siguiendo los códigos canónicos del western crepuscular más marcado, ese que realizan con acierto, Peckinpah y Clint Eastwood. En un momento en el que el western estaba dando sus últimos coletazos tras el sonado fracaso de La puerta del cielo (Heaven's Gate, 1980), Hill buscó realizar un ejercicio de morriña y respeto por un género que parte de la mítica como base de su estructura. Y si antes hablábamos de Monument Valley como un lugar clave e icónico de las películas del oeste, no es menos importante la historia que los bandidos y su leyenda han tenido en ella, y de esa mitificada raza trata precisamente este acercamiento: Jesse James y su banda, compuesta por él y su hermano (losh ermanos Keach), los Younger (interpretada por los hermanos Carradine) y los Miller (los hermanos Quaid), además de la aparición de Charlie y Bob Ford (los Guest), en un intento de dotar de verosimilitud las relaciones fraternales entre los protagonistas. Esto es algo que, posteriormente, descubrimos que es un detalle insignificante, ya que, salvo David Carradine, ningún actor parece estar cómodo con su personaje, con trabajos anodinos que aprueban la tarea, pero no dejan momento alguno para enmarcar en el imaginario. Porque no encontramos buenos personajes en Forajidos de leyenda, todo lo contrario: meras marionetas que giran en torno a la trama en función de la necesidad de ésta, con la pequeña excepción de Cole Younger (David Carradine) y mínimamente Jesse James, aunque la interpretación que James Keach hace del mítico ladrón de bancos sea bastante plana y que no le aporte matiz alguno, como el resto del reparto, que no logran elevar los actantes a la categoría de personaje. Por tanto, el primer error de la película es del cásting de la banda, ya que las interpretaciones necesitaban ser carismáticas y con garra, y nos encontramos ante una sosa corrección. En su intento de construir un western coral, el autor de Driver (ídem, 1977) fracasa por lo erróneo de sus elecciones y por el baldío tratamiento de ciertos temas que comentaremos más adelante.

No obstante, y en beneficio del trabajo de Hill como director y del equipo de guionistas (del que también forman parte la dupla de hermanos Keach) y quizás también al grupo de intérpretes, hay que decir que la película fue masacrada en la sala de montaje, y se nota constantemente, especialmente en los últimos tramos de la película. La historia que se nos narra no transcurre con fluidez, hay demasiadas lagunas y los personajes no alcanzan en momento alguno un arco dramático satisfactorio y pleno, dando la sensación de que el productor, en una errónea decisión, eligió la vía de la acción desenfrenada para tener mayor éxito comercial, y destrozando el intento de crear ese híbrido nostálgico-crepuscular que busca el realizador. Junto al ya nombrado tratamiento de personajes, la subtrama que más se resiente de este corte es el conflicto surgido entre el norte y el sur contado a través de los ojos de ese policía yanki (Prentiss Rowe) encargado de detener a la banda de los James. Desde el primer momento se ha presentado a la banda como una panda de recalcitrantes sureños que combatieron en la guerra civil (y se atisba que, en gran parte, este conflicto es el que les llevó a vivir la vida disoluta y criminal que todos tomaron) y que odian al norte por encima de todo. ¿Por qué digo esto? Habría sido una opción interesante comprobar la confrontación de ambos modos de ver el mundo a la manera de John Ford en, por ejemplo, Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959), en la que el maestro, en medio de la Guerra Civil, daba una visión bastante acertada: una nación que se desgarra y desangra por dos formas radicalmente opuestas de entender el mismo mundo, cuando hombres iguales pelean y destrozan lo creado por ellos mismos. Porque hay pequeños momentos interesantes, cuando se habla de la imposibilidad de los profesionales de la ley venidos del norte de localizar a los miembros de la banda por el fuerte sentimiento de comunidad que tienen los sureños, que se protegen unos a otros, pero no va más allá del entierro de un personaje secundario y poco más. De hecho, el autor toma parte descaradamente por los forajidos y coloca a los justicieros como meros asesinos que matan a inocentes, como auténticos patanes. Fracasa mostrando la destrucción del grupo (particularmente, la desaprovechada relación de rivalidad por el liderazgo entre Cole y Jesse, que nunca llega a consumarse), demasiado repentina, y a sus perseguidores, algo que conseguía John Milius en su Dillinger (ídem, 1973), cambiando el western por los gangsters, y en donde la sensación de película de acción con personajes estaba mucho mejor conseguida.

Del mismo modo, personajes con aparente importancia en un montaje más completo, como el periodista que interroga la madre de los Younger o el pequeño de los Miller, interpretado por Dennis Quaid, pasan de puntillas por una historia en la que, por su primera aparición, son parte importante, pero que luego aparecen lastrados y, de hecho, la cinta habría ganado en dinamismo con su eliminación absoluta y no sólo parcial. Amén de un excesivo respeto hacia la figura de Jesse James, demasiado correcta y poco interesante y carismática (y más aún tras la excelsa adaptación de su vida que hizo Andrew Dominik en 2007), como la del niño que teme acercarse al futbolista a pedirle un autógrafo por temor a que se deshaga la ilusión. Los mejores momentos de la película, al haber quedado reducida a una action movie con momentos de desarrollo íntimo, son aquellos en los que se ensalza la masculinidad y la virilidad de los protagonistas. Hill es un cineasta experto en ello, y como muestra la que es su película más redonda: The Warriors (ídem, 1979). En la adaptación de la novela de Sol Yurick, el cineasta enarbolaba la bandera de la hombría más potente a través de la pesadilla en forma de persecución de unos pandilleros durante una noche en una ciudad futurista donde la ética y las reglas han dejado paso a la ley del más fuerte. Y aquí encontramos el referente más claro en el que es, con casi total seguridad, el personaje más redondo: Cole Younger. La interpretación de David Carradine eleva un poco el apartado actoral, y la relación de su personaje con la prostituta Belle es la única parte verdaderamente humana en todo el metraje. Porque si tenemos las acartonadas relaciones de Jesse James y el mediano de los Younger (Keith Carradine) con sus respectivas mujeres, la que realmente respira es la de Cole con la puta que quiere ser respetable. Porque ambos saben lo que son, los dos al margen de las personas "normales", y la relación entre ellos nunca podrá llegar a buen puerto y, aunque la rechaza, no obstante va a buscarla a su nueva casa y pelea con su marido (James Remar) a cuchillo en una de las escenas más vibrantes y conseguidas, con un montaje de primeros planos en tensión durante todo el duelo. Tras vencerle, abandona a la puta con su marido, habiendo dejado claro que, en el oeste, los que mandan son los hombres. A la manera de Peckinpah, aunque para acercarse al magnífico autor de La huida (The getaway, 1972), de la que el propio Hill fue guionista, debería haber menos violencia física y más psicológica.

martes, 5 de abril de 2011

The Way Back: El eterno retorno


Resulta bastante complicado encontrarle un lugar en la cartelera actual a una película como The Way Back. Como ese oasis que los protagonistas encuentran en mitad de la nada, "un milagro" en boca de uno de ellos, la nueva película de Peter Weir es uno de esos trabajos a los que, fácilmente, se les coloca el cartelito de rara avis por encontrarse en el lugar erróneo en la etapa equivocada. Y es que, en los tiempos actuales, lo entendido como cine de aventuras está en las antípodas de lo que siempre se ha contado, especialmente en el cine de los estudios norteamericano. Uno de los géneros supremos, ya fuese en sus vertientes de espadas, de aventuras coloniales, de piratas o tirando más al bildungsroman, la temática aventurera siempre se utilizaba para contar algo. Huston hacía El tesoro de Sierra Madre para hablarnos sobre la ambición desmedida; William Wellman nos contaba en Beau Geste el destino de tres hermanos que deciden permanecer juntos por el honor familiar y Victor Fleming adaptaba a Kipling en Capitanes intrépidos para hablarnos de un niño que lo tenía todo menos un padre.

Es decir, como el gran género que es, junto al western o el noire, su estética, sus clichés, sus reglas, han estado siempre al servicio de un fondo, de un subtexto presente en la historia, ya fuese sobre piratas o sobre dos aventureros que se dirigen al lugar más recóndito de la tierra para ser reyes de Kafiristán. Y ahí es donde radica la anacronía de este magnífico producto con sabor añejo. Por aventura entendemos hoy ver a un pirata amanerado, gracioso en un principio pero cargante al final, hacer todo tipo de niñerías; o la variante de ver a actores florero como Penélope Cruz, Matthew Maconagiu (o cómo coño se escriba) o Kate Hudson recorrer el mundo sin más motivo que sacarles en un par de escenas mojados por el mar o quitándose la camiseta, acompañados de un par de explosiones y tiroteos, para que el público sienta que le ha cundido pagar por la entrada. Pero Weir, como el sabio y veterano cineasta que es, vuelve a arriesgar y a hacer un producto alejado de complacencias, de un ritmo farragoso y una historia nada amable.

Y es que, como ya hizo hace 7 años con su última obra maestra, Master & Commander, el cineasta australiano elige abordar una historia clásica desde un punto de vista convencional, si por convencional entendemos una narración sobria, donde la historia se relata con honestidad, y se insufla grandeza vía anamórfico. Weir no trata en ningún momento de innovar ni de sentar las nuevas bases de una rama del cine bastante sobada y usada. Al contrario, reafirmándose como uno de los últimos clásicos vivos, parece querer dinamitar la concepción moderna de este tipo de cine volviendo al estilo que murió allá por los 80, cuando David Lean realizó su ultimo trabajo. Alejándolo del videoclip palomitero y los montajes vertiginosos, e introduciendo vida en unos personajes que, aun pudiendo considerarse arquetípicos por su construcción casi simbólica y su temática algo anticomunista, se elevan por encima de los muñecos sin vida que estamos acostumbrados a ver en los últimos tiempos. Porque, y volviendo a usar al director de Breve encuentro como referente, Weir se zambulle de lleno en la psique de sus personajes, abordando, de forma sutil, diferentes puntos de vista sobre una época del mundo ya extinta, y utilizando el montaje para dilatar el tiempo y provocar el tedio a la vez en espectadores y personajes.

Porque, como el genio Fincher en Zodiac, que utilizaba la ausencia de destino en la segunda parte de su magistral fresco sobre los 70 para llevar deambulando a los personajes de un lado a otro durante hora y cuarto de metraje en el que la cosa no avanzaba, el realizador de Gallipoli parece querer seguir sus pasos. Decisión que puede causar revuelo, y más teniendo en cuenta que en una película de aventuras debe primar, casi siempre, el ritmo de la narración. Pero, como él mismo dice en una entrevista, para llevar a cabo una película como The Way back hay que tener mucha experiencia, y donde cualquier novato contratado por los estudios hubiera tropezado, Weir triunfa haciendo clara su propuesta: los espectadores han de sentirse tan desolados y faltos de rumbo como los protagonistas que recorren medio mundo buscando la libertad. Porque sí, estos tienen un destino, todos y cada uno de ellos pretenden huir de ese gulag y volver a casa (si es que, parias todos ellos, aún la conservan), pero el camino consiste en andar y andar y andar sin más descanso que las paradas obligatorias para buscar comida, en la mayor parte de los casos inexistentes. Elige la épica de la antiépica, mostrando lo que cualquier otra película eliminaría por la elipsis, recordando a la notabilísima y hoy olvidada película de Andre de Toth Play Dirty, en el que narraba cada pequeño paso de unos mercenarios por los desiertos del norte de África en la Segunda Guerra Mundial, jugando con el tiempo y el espacio como elementos primordiales en el retraro de las protagonistas, todo ello de forma ascética y minuciosa. Por tanto, la total ausencia de espectacularidad elimina cualquier atisbo de acción, y resolviendo las escenas más "comerciales" (entiéndase por comercial una escena de "acción") a la manera en que Lean resolvía la batalla de Akaba con una panorámica hacia el cañón inútil: una tormenta de arena es resuelta con apenas tres planos.

Para ello, el autor no teme, con la clara inspiración de David Lean, en pasar de ampulosos y bellos planos generales mostrando los paisajes naturales más bellos que se han visto en el cine en años, a angostos y violentos primeros planos donde se muestran las marcas del camino en forma de heridas y costras. Suaves panorámicas y travellings sirven para describirnos las localizaciones, ubicándonos en la monstruosidad del espacio y jugando con los escenarios narrativamente con un lenguaje portentoso. Como Lawrence de Arabia, como Doctor Zhivago, como El puente sobre el río Kwai. El paisaje, el lugar en el que transcurre la acción, es un personaje más, y así lo muestra el director. Por contra, y haciendo una especie de división dentro de la cinta, en el gulag el estilo de la realización se vuelve casi más psicológico, cerrando el ambiente de forma opresiva y jugando constantemente con primeros planos, y describiendo a todos y cada uno de sus personajes con un par de pinceladas, siempre visuales: el bondadoso Janusz, el pragmático "Mister", el criminal Valka asesinando por un chaleco, el gracioso Zoran. Así nos muestra, perfectamente, lo que les dice el alguacil al llegar a todos los prisioneros: el que quiera huir encontrará la muerte, pero la cárcel no son los barrotes, ni los alambres de espinos, nisiquiera los guardias. Es la naturaleza, los diminutos barracones donde se encuentran hacinados decenas de presos, la mina de estrechos pasillos... el gulag de Siberia es peor que la muerte. A destacar, por tanto, una maravillosa fotografía de Russell Boyd, ajeno a las modas actuales del azul y el naranja, y optando por colores ocres y crudos para ilustrar el eterno retorno de los protagonistas.

El otro gran aspecto, además de la granciosidad de la puesta en escena, es el estudio psicológico llevado a cabo a través de los personajes. Y aquí es donde la radicalidad de la aventura vuelve a mostrarse a tumba abierta. Cada uno de ellos representan a una nación diferente, y cada uno de ellos tiene una ideología y un ideario diferente. Pero ojo, no nos enfrentamos a la clásica película donde se recogen todos los tópicos de la población (el religioso fanático, el negro gracioso, el rico sin corazón, la puta bondadosa...) porque a Weir no le interesan los blancos y los negros, no quiere mostrar la visión básica. En su idea de mostrar toda la gama de grises posibles, cada personaje tiene dos caras: Janusz fue traicionado injustamente por su mujer, pero su bondad le hace querer volver a casa y perdonarla; "Mister", interpretado por un sobresaliente Ed Harris, es un americano que jamás se perdona la muerte de su hijo, de la que se culpa por haberlo traido a Rusia; Irena quiere ocultar su origen humilde y finge ser una aristócrata para que sus compañeros de viaje crean que es de fiar, presuponiendo que los nobles son buenos y honrados; y luego está Valka, la contradicción en sí misma, un ladrón y asesino que no duda en llevar Stalin y Lenin tatuados en el pecho y decir que son grandes hombres. La incultura es el caldo de cultivo de las dictaduras, y Peter Weir da un brochazo sobre esta cuestión con el personaje del criminal, incapaz de abandonar la URSS porque no sabe estar en libertad, ama la represión. Es el único de los protagonistas que ya está en casa, porque el resto sigue su odisea a través del infierno convertido en desierto, una especie de purgatorio donde han de pagar injustamente sus pecados.

Y, por continuar con la reflexión política de la película, hay que hablar sobre cierto toque anticomunista del cineasta. Pero que no se me malinterprete. Weir no busca realizar un panfleto ultraderechista ni nada por el estilo. Su película es un canto a la libertad y, como tal, sería estúpido caer en tal maniqueísmo. Como en El Show de Truman, el realizador australiano muestra a un personaje a mercer de un mundo que no entiende, y que ni mucho menos puede controlar, presa de un demiurgo que mueve los hilos. Seres desubicados en un sitio que parece rechazarlos. Porque, cuando llegan a Mongolia confiando en que están a salvo, se dan cuenta de que el comunismo soviético ha llegado también a Asia mientras ellos estaban en una cárcel en el culo del mundo. Son personas casi de otra época, perdidas en un maremágnum. Y el comunismo que muestra Weir es un partido corrupto, sucio, desconfiado, violento, que hizo y deshizo en varios países a su antojo, ya fuese Letonia, Polonia o Yugoslavia. Como muestra de ello, la escalofriante escena en que Voss e Irene entran en un monasterio budista e éste, al ver los cráneos agujereados por las balas de los monjes, le cuenta su oscuro secreto fruto de la entrada de los soviéticos en su país. Es decir, Weir ataca directamente al comunismo no por sus ideas políticas, sino por sus atrocidades y brutalidades cometidas durante décadas, tanto matar como encarcelar a alguien por algo tan inofensivo como sacar una foto de la Plaza Roja.