sábado, 29 de mayo de 2010

Lucía y el sexo: Un cuento esquizofrénico-moral



TÍTULO ORIGINAL Lucía y el sexo
AÑO 2001
DURACIÓN 129 min.
PAÍS España
DIRECTOR Julio Medem
GUIÓN Julio Medem
MÚSICA Alberto Iglesias
FOTOGRAFÍA Kiko de la Rica
REPARTO Paz Vega, Tristán Ulloa, Najwa Nimri, Daniel Freire, Javier Cámara, Silvia Llanos, Elena Anaya, Diana Suárez, Juan Fernández, Arsenio León, Javier Coromina
PRODUCTORA Sogecine


Julio Médem supuso un soplo de aire fresco dentro del trillado cine español de comienzos de los 90. Parecía (y lo sigue pareciendo) que no habíamos superado la transición artísticamente, un cine en constante recuerdo de períodos pasados, ya fuese la República o la Guerra Civil, pero nuestros cineastas optaron por un camino muy sobado, probablemente por la necesidad de expresarse tras años de dictadura. Por eso, el toque lynchiano de Médem, su surrealismo, la fuerza de sus imágenes y la capacidad ensoñadora de sus historias marcaron un antes y un después en el territorio patrio. El desborde de imaginación que desprendían sus películas le colocó rápidamente en el disparadero, tanto para lo bueno y para lo malo. Y es que quien ve una película de Médem elige un modo de entender el cine, casi un modo de vida. Un cineasta al que se ama o se odia, un cineasta al que, según sus fans, no hay que entender, o un cineasta al que, según sus detractores, hay que entender. Médem nunca ha sido un tipo de términos medios, de grises, siempre ha optado por el negro o el blanco, y por ello resulta totalmente inclasificable.

El sexo como alfa y omega

Resultaría altamente complicado, por no decir imposible, tratar de extraer conclusiones racionales y demostrables científicamente de una película como Lucía y el sexo, la cual se mueve constantemente entre los terrenos de lo real y lo imaginario con una facilidad absoluta. Y es que Médem plantea un cuento a todas luces, difícil de seguir si se le pretende aportar una linealidad y una coherencia del llamémoslo cine serio, convencional creando la sensación de que estamos ante una sesión de psicoanálisis del verdadero protagonista del relato. Este es Lorenzo, cuya dualidad identitaria bifurca la narración en dos estratos diferentes, uno más luminoso y otro más oscuro y cercano a la pesadilla. ¿Por qué hablamos de un cuento? Porque, como fábula, las intenciones quedan bien claras desde el principio, llegando Lucía a la isla y viendo como una paella se hace únicamente para dos personas, sintiéndose desplazada al ver algo tan tópico y aparentemente tonto, rasgo narrativo inequívoco del género. Con un aire casi desenfadado y construido a base de clichés como una heroína bastante inocente y, en cierto modo, risueña e infantil que busca a su príncipe azul, el director vasco plantea un acercamiento nada sexy o visceral al complemento directo del título, el sexo, y a la doble identidad que tenemos todos y la imposibilidad de mantenerlas. Arranca con una escena idílica y pomposa, romántica hasta el extremo, y desgrana poco a poco la relación entre las personas como uniones establecidas a través del sexo, el cual, ni más ni menos, es el origen de todo, así como el final, aludiendo a la eterna cercanía y necesaria relación entre el eros y el tanatos. Las prácticas sexuales son mostradas casi como un juego, una diversión que sirve como comunión, un intercambio de sentimientos y emociones entre dos personas y que termina convirtiéndose en motor de todo, tanto de una nueva vida como de la propia novela de Lorenzo, el punto sobre el que parece estructurarse toda la trama y que, como su hija Luna, surge a raíz del encuentro con una mujer, abriendo un nuevo camino para la confusión.



¿Estamos ante algo real con personajes de carne y hueso o sale todo de la mente del accidentado escritor, el cual parece que vive por y para plasmar con letras un mundo nuevo? Para resaltar eso, Médem juega hábilmente con la fotografía creando mundos casi abstractos, donde la luz sobreexpuesta y la oscuridad son los que rellenan la imagen, creando un mundo a la medida del relato, especialmente en la isla, centro neurálgico del cuento y lugar que plantea realmente todo el debate cuando Lucía cae por el agujero al comienzo de su viaje cuasi iniciático, a modo de Alicia en el país de las maravillas o la Dorothy de El mago de Oz, el agujero que, según Lorenzo, te permite regresar al punto de la historia que a ti te apetezca, estableciéndose pues un juego cercano a la metaliteratura y una reflexión sobre el propio mundo ilusorio. El hecho de que todos los personajes coincidan ahí, en esa isla que únicamente parece conocer él, le da a todo un aire absolutamente fantasioso, eliminando totalmente los límites entre ficción y realidad y dejando la acción en manos del azar sin más justificación que la credibilidad del propio espectador. En ese juego de verdad o mentira nos encontramos con la compleja relación entre Lorenzo, Lucía y Elena, madre de Luna y que puede llevar a pensar que la heroína es la hija del novelista debido a una secuencia en la que, mientras Lucía y Lorenzo mantienen una relación sexual, Elena da a luz, de ahí que la relación entre ambos entre en crisis en el momento en que el perro sesga la vida de la niña. Esta es representada como algo inalcanzable para el protagonista, la estabilidad que da tener una vida en tus manos, debido a la inestabilidad personal, la cual se le termina de ir de las manos cuando el personaje de Belén, o lo que es lo mismo, el sexo malo, visceral, pasional, se pone frente a él, ya que la película establece dos tipos diferentes de sexualidad, la romántica, que se usa para establecer un vínculo emocional, que siempre aporta algo (Lorenzo-Lucía-Elena) de la eminentemente gozosa y, a la manera de Cronenberg, casi enfermiza (Lorenzo-Belén) que descentra el alma y da como resultado un hundimiento moral y vital para ambos. También el joven escritor cuenta con una representación en su propia historia, al que sólo ven los tres personajes femeninos, Carlos/Antonio.



Como si de un enfermo mental, de un esquizofrénico se tratase, a través de él saca a la luz su lado más animal y primario, ese que está reprimido y que nunca dejamos salir, este misterioso alter ego únicamente aparece para desatar las pasiones más bajas de las mujeres, quienes casi acaban peleadas entre ellas por él, y que termina por destruir al personaje de Belén y a su madre y, finalmente, decide viajar a la isla donde se encuentran todos para despejarse, donde conocerá a Lucía y Elena, hasta que el ego, Lorenzo, llegue poner un poco de orden pero, justo cuando este aparece acompañado por Pepe, desaparece por el agujero para ser sustituido por un faro, el símbolo de Lorenzo cuando hablaba con Alsi, la ciberidentidad de Elena, y, casualmente, nos encontramos con un final típicamente cuentista (en el buen sentido), donde Lorenzo y Lucía terminan juntos y Elena parece darse cuenta de que la chica del padre de su hija no es ni más ni menos que Luna, quien volverá a la vida mientras la heroína se abraza a su príncipe azul una vez que todo ha dejado de tener esa luz blanca tan inexistente y abstracta y el indefinido mundo ha adquirido forma.



Película intensa, totalmente recomendable, a diferencia del cine de Médem, no envejece ni palidece en segundos visionados. Sin llegar al tono pasteloso que alcanzó en la muy repelente Caótica Ana, Lucía y el sexo supone el cénit artístico y visual de un orfebre de la imagen que posteriormente ha sido incapaz de repetir semejante logro. Sutil rompecabezas en el que intentar encajar las piezas hace que pierda parte de su encanto, pudiendo disfrutarse como una historia de amor de esas llamadas inmortales, con unas interpretaciones sobresalientes (Elena Anaya poniendo toda la carne en el asador, casi literalmente) y un uso del digital impactante a pesar de ser pionera en este aspecto.

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