sábado, 22 de septiembre de 2012

Esperanza y Gloria: Amarcord


Hay un cliché en el diccionario cinéfilo que se utiliza cuando uno no sabe en qué categoría encuadrar a ciertos directores. Lo más fácil es echar mano del término inclasificable y quizás no darle más vueltas al tema. Porque es obvio meter a Raoul Walsh o Howard Hawks en el terreno de los cineastas clásicos, narradores potentísimos alejados de cualquier pretensión, del mismo modo que no se corre el riesgo de equivocarse al colocar a Rossellini o Nicholas Ray como cineastas modernos y transgresores, renovadores del cine a pesar de parecerse el uno al otro lo que un huevo a una castaña: ambos estrenaron con apenas un año de diferencia dos películas capitales en la forma de relacionar al director y al espectador con la película: Te querré siempre, en 1954, y Rebelde sin causa en 1955. No es tampoco demasiado arduo ubicar a a Ken Loach o a Ermanno Olmi como cineastas con un gran compromiso social, aunque el primero caiga demasiadas veces en el maniqueísmo. Y no cometemos locura alguna al hablar de Tarantino como el gran (y vacío) referente de la posmodernidad, del cine hecho a trozos de otras películas, extraído de la memoria cinéfila y no personal del creador, utilizando formas ya utilizadas pero que adquieren una nueva dimensión vistas a través de los ojos del nuevo cineasta. Lo complicado viene a la hora de etiquetar a gente como Kubrick, los Coen. Cineastas que nunca han parado por modas, que han ido casi siempre por libre, se han enfrentado a casi todos los géneros habidos y por haber y han salido triunfadores en la gran mayoría de sus envites, renovando incluso en muchos casos las propias bases sobre las que se asentaban los géneros que habían decidido a atacar. John Boorman es uno de esos cineastas a los que cuesta ceñir a un estilo, un hombre que ha nacido para llevar el calificativo de inclasificable por toda la extensión de su larga obra, un hombre que se ha enfrentado a multitud de retos audiovisuales y que, aún con una tremenda irregularidad en el global de su carrera, nunca ha dejado indiferente a nadie. Y es que, quizás, habría que hablar de él como del hombre cuyo estilo era el no tener un estilo, sino ser cambiante (no en un modo despectivo) y poder elegir de qué forma encarar una nueva producción.

Con un comienzo espectacular con la potentísima (aunque irregular) Point Blank, deconstrucción del cine de género en la que reducía el guión al mínimo y se atrevía a mezclar secuencias de claras influencias del cine más agresivo de Europa con otras de un ascetismo visual absorbidas de las propuestas más tradicionales del género en América, Boorman ha ido saltando sin detenerse buscando nuevas formas de contar historias: el brutal choque cultural en la desasosegante Deliverance, que entronca con otras películas de fondo parecido como Infierno en el pacífico o La selva esmeralda; la épica psicodélica, excesiva y desmitificadora de Excálibur, donde el cineasta daba rienda suelta a todo su torrente visual, pasando por las muy mediocres Zardoz o El Exorcista II; y, cuando su carrera estaba en su punto más bajo tras enlazar un par de películas de escasa entidad, sorprendió marcándose uno de los mejores thrillers dramáticos de los años 90 con la soberbia El General, donde se contaba la vida y obra, en clave casi cómica en ciertos puntos, del legendario ladrón irlandés Martin Cahill, quien no solo se enfrentó a la policía, sino que osó combatir al IRA (pero que no se me malinterprete: no por su justicia antiviolencia, sino por el control del crimen en Irlanda). Y, como director inclasificable que es, quizás la rareza dentro de su filmografía sea una de las películas más sencillas en apariencia: Esperanza y Gloria, basada en las memorias del propio realizador inglés durante su infancia a través de la Segunda Guerra Mundial. Y, como casi todas sus películas, marcada casi inevitablemente por la irregularidad, porque nos encontramos con una película llena de momentos admirables, pero también con otros fragmentos ciertamente poco llamativos y a los que, quizás, les faltaba un punto de maduración en el guión. 


Y es que al hablar de Esperanza y Gloria hay que hacerlo desde dos perspectivas bien diferentes, tal y como se divide la película: enfrentándonos a escenas de costumbrismo, con las actividades de los adultos, quizás la parte menos interesante (aunque no deja de ser necesaria), y aquellas en las que el joven Billy, Alter Ego de Boorman, nos muestra su visión de la guerra como un patio de recreo, con el disfrute de los pequeños detalles aunque también hay que puntualizar que el relato está basado enteramente en el punto de vista de nuestro joven protagonista. ¿Por qué? Porque desde la situación más inocente (quizás el escuchar a una pareja mantener relaciones sexuales entre los escombros y que el hombre grite FUUUUCK!) a la más dramática (la muerte de la madre de la joven Pauline, que luego simbolizará brevemente el despertar sexual del joven Billy) están intrínsecamente relacionadas, dependiendo única y exclusivamente del mundo casi fantasioso que se ha ideado el pequeño personaje y su grupo de pequeños gamberretes que campan a sus anchas por las desoladas calles del suburbio donde vive la familia. Por ejemplo, en la mencionada muerte de la madre de la chica, mientras los adultos intentan consolarla, los niños se acercan a ella y le preguntan si su madre ha muerto para poder echarle en cara a los amigos que no les creen al grito de “¿Lo ves?”. Y es que la película se desliza suavemente de un mundo al otro, con dureza y ternura, intentando introducirnos en la complejidad de la guerra sin olvidar que, en definitiva, estamos presenciando casi una comedia. Un poco lo que intentó, con escasa fortuna, Roberto Benigni en La vida es bella.  Por suerte, el realizador de El sastre de Panamá está más afortunado y es infinitamente más sutil que el italiano.

Porque no había otra forma de acercarse a una historia así, donde se toma la guerra casi como un hecho mágico, que la sutileza. Por ejemplo, en una de las escenas más bellas de toda la cinta, la cámara recorre las casas destrozadas en un travelling lateral, mostrando en primer plano cómo los adultos intentan buscar cosas entre los escombros, sus enseres personales y cosas aún utilizables, mientras al fondo del plano, recortados en silueta por el horizonte, un grupo de los amigos de Billy recorren los escombros buscando (y  festejando al encontrarlo) su preciado botín de guerra: la metralla, algo así como los cromos de fútbol para los niños, que compiten entre ellos a ver quién tiene más y mejor. Ese contraste es constantemente el que batalla en la cinta, el intento de adentrarnos en un mundo mágico, de aventuras y donde cada hecho es sorprendentemente espectacular, con un intento costumbrista cercano al que nos ha mostrado, aunque con más acierto, Terence Davies en películas como Voces distantes.



Porque los adultos de Esperanza y Gloria sirven como contrapunto, como motor para los niños (sobre todo la enseñanza del padre con el cricket, que posteriormente retomará con el abuelo cascarrabias) pero, cuando han de servir para que la acción gire en torno a ellos las cosas no terminan por ser todo lo consistentes que deberían: la relación entre los padres de la familia, con una Sarah Miles que no está todo lo bien a los que nos tiene acostumbrados, queda algo desdibujada, demasiado cómica; y la relación de la propia madre con Mac, el mejor amigo de la familia, no va a más, quizás por el miedo de Boorman a ser demasiado oscuro y desesperanzador. No se intuye ni un atisbo de que eso pueda ir a más, y termina siendo una subtrama redundante y poco profunda, aunque nos depare momentos magníficos como la vuelta de la playa en el tren donde el joven protagonista contempla a su madre y al viejo Mac hablar del desamor y las cosas perdidas, y ahí se comprueba lo que digo: Boorman parece temer que el melodrama se dispare, y coloca un gag en forma de señor dormido al lado del pequeño Billy, que se derrumba sobre él. Sí es más exitosa la de la hermana mayor de Billy, enamorada de un soldado canadiense destinado a Inglaterra. Quizás por seguir siendo una niña (no deja de tener 15 años, por muy enamorada que esté), el guión da más presencia a su historia de amor y desamor, que sí se puede considerar un fragmento más completo, pero no del todo satisfactorio por no dejar de ser el cliché de la típica historia de amor de película. No obstante, quizás para recalcar ese “tono cliché”, el director nos muestra, exactamente al dejar a la pareja terminando de hacer el amor, a la familia al completo viendo una película de temática similar, donde un soldado debe abandonar a su amada para ir al frente: parece querer decirnos que, aunque sea un tema trillado y peliculero, era verdad.

Otra elección curiosa es el espacio en el que se desarrolla la película. Casi unos No Lugares, alejados del bullicio de la guerra, pero donde ésta también se deja sentir. Porque, al hablar de cine bélico (aunque Esperanza y Gloria no sea estrictamente un “film de guerra”), un director suele plantear movimiento, escenarios cambiantes, para mostrar cómo el horror afecta a todos. Pero Boorman no pretende darnos un muestrario completo de cómo fue la guerra en Inglaterra. Es consciente de que su propuesta se focaliza en un grupo concreto de personas y la cámara, salvo en un par de excepciones y en la parte final, donde la acción se desplaza a otro lugar, no sale de esa pequeña calle en la que vive la familia protagonista. En ella, acontecen hechos de variado pelaje: desde la búsqueda de metralla de los jóvenes y la constitución de ese pequeño grupo de pequeñas bestias que quedan en su club social para reunir munición que no ha explotado y destrozar bidés, armarios y demás mobiliario ya inservible por la guerra, a las reuniones de las madres de familia para ir a recoger ropa de racionamiento, donde se nos muestra que, a pesar de la guerra, la vida sigue, y los chismorreos, marujeos y líos de faldas siguen vigentes como en cualquier otro momento del año. El bullicio, las precauciones, el miedo a los soldados alemanes (impagable la escena en la que un aviador alemán cae en mitad de la calle y asusta a todos los vecinos) son mostrados con total calma, sin enaltecerlos ni exagerarlos, con total sobriedad visual.


Y es que el espíritu de la película obliga a ese tono: es imposible querer mostrar todos los sucesos que transcurren a lo largo de la película sin dejar claro que es el plan de cada día, que esos sucesos que el joven Billy y sus amigos ven como algo extraordinario son algo plausible y normal. El director es consciente de ello y la mayor parte de la cinta es de una sencillez casi apabullante. No obstante, deja escapar ramalazos visuales del hombre que hizo Excalibur en algunos momentos impagables: en el primer bombardeo, la hija mayor sale del refugio y empieza a bailar con las casas en llamas al fondo mientras grita “¡Ven, Billy, vamos a ver los fuegos artificiales!”. Y esta sencillez se multiplica en el último tramo de la película: el viaje a casa de los abuelos maternos, donde un conscientemente sobreactuadísimo Ian Bannen se adueña de la función con su personaje machista y cascarrabias. En esta parte, la película transcurre como el río por el que navegan sus protagonistas: tranquila y liviana. Más comedia que nunca, con el abuelo enseñando a su nieto a manejar una canoa, a jugar al cricket, y con el punto de comedia romántica de la relación de la hermana mayor con el joven militar canadiense. Lo que podríamos denominar los pequeños placeres de la vida: las comidas familiares, los momentos de paz junto al río, la tranquilidad alejado del peor conflicto bélico que ha sufrido la humanidad. Pequeñas joyas casi renoirianas. Pero, si bien estas secuencias son altamente disfrutables por el carisma de sus protagonistas, no menos cierto es que hay ciertos momentos excesivamente alargados, como la partida de cricket entre abuelo y nieto, que se extiende sin aportar nada. De aquí hasta el final, todo son imágenes sencillas, pura comedia, que terminan con la explosión simbólica de lo que es toda la película: en el día de la vuelta al colegio tras el verano, éste está en llamas por los bombardeos, mientras una masa enfervorizada de niños pequeños gritan y rompen cosas, histéricos, felices, porque este gran patio de recreo llamado guerra continúa.