domingo, 30 de mayo de 2010

C.R.A.Z.Y., el nacimiento del mesías pop



TÍTULO ORIGINAL C.R.A.Z.Y. (CRAZY)
AÑO 2005
DURACIÓN 127 min.
PAÍS Canadá
DIRECTOR Jean-Marc Vallée
GUIÓN Jean-Marc Vallée, François Boulay
MÚSICA Varios
FOTOGRAFÍA Pierre Mignot
REPARTO Michel Côté, Danielle Proulx, Marc-André Grondin, Émile Vallée
PRODUCTORA Cirrus Communications / Crazy Films

Jean Marc Vallée, cineasta debutante, sorprendió a propios y a extraños realizando una de las películas más renombradas del año 2005 con C.R.A.Z.Y. Arrasó en las entregas de premios del cine canadiense y obtuvo suculentos ingresos en el mercado internacional además de ser unánimemente alabada por la crítica especializada, llegando a ser considerada como la película revelación de la temporada. En ella se nos narra la relación de Zac, un niño especial desde su nacimiento, que posée una especie de don curativo y una sensibilidad especial, con su familia, especialmente con su padre, un homófobo asustado ante la idea de que su hijo pueda ser homosexual. Como curiosidad, y haciendo juego con el título de la canción que marca la relación del protagonista con su padre (Crazy, de Patsy Cline), el nombre de la película es un acrónimo que recoge la primera letra del nombre del propio Zac y de sus hermanos en el orden respectivo de su nacimiento: Christian, Raymond, Antonine, Zac e Yvan.

El cambio generacional

Desde que Nicholas Ray revolucionase el cine en 1955 (junto al Rossellini de Viaggio en Italia que plasmaba su vida en la pantalla interpretado por el siempre magnífico George Sanders) con el estreno de Rebelde sin causa, envejecidísima película que narraba las vivencias de un outsider incapaz de adaptarse al American way of life de los años 50, hemos visto miles de veces en el cine el eterno conflicto paterno-filial, esa destrucción de los lazos afectivos que conlleva pertenecer a dos mundos diferentes marcados simplemente por la diferencia de edad. Siempre, obviamente, ubicado en la adolescencia, quizás la etapa más conflictiva en la vida de una persona, donde se decide qué clase de miembro social seremos. En C.R.A.Z.Y., Vallée nos presenta un interesantísimo aunque irregular fresco de la sociedad canadiense de la llamada Revolución Tranquila, cuando en Quebec se llevó a cabo un descenso drástico de la influencia religiosa en la sociedad. Un país que cambió a marchas forzadas y que se cuestinó a si mismo su identidad social, cultural y religiosa. La familia Beaulieu, una figura un tanto fordiana del grupo por su función social (y metonímica) con respecto a Canadá, está siempre presente y nos va sirviendo de guía y de introducción en ese mundo aparentemente desconocido para el espectador no canadiense. De forma sutil, utilizando la navidad como leitmotiv, ubicando el nacimiento del joven Zac ese día tan importante en Occidente como es el 24 de diciembre, nos han colado el primer gol. Desde ese mismo instante, el protagonista simbolizará a todo un país, o mejor dicho, a toda una generación que necesitaba (y traía) el cambio.



La música es el alma de ese cambio generacional. La potente banda sonora es utilizada de manera ejemplar para narrar un período de 20 años en la vida de esta peculiar familia. Un poco a la manera de Martin Scorsese, quien siempre ha utilizado la música para proponernos elipsis y saltos temporales de forma sobresaliente. Nos encontramos con tres fases bien diferentes: la infancia, la seguridad, bajo el mando y el control paterno, en el que escuchamos a Patsy Cline, a Buddy Rich, a Charles Aznavour, música que, a día de hoy (y en los 60 en plena revolución pop también), podría ser considerada "antigua". Una época llena de momentos poéticos como esos paseos en coche con la cabeza fuera, las patatas fritas, los regalos navideños, y otros menos agradables, como los pequeños reproches o las aburridas misas. Pero la casa es un lugar seguro (cuando para ti, ser mariquita es simplemente algo que no hay que ser, sin conocer la realidad del termino), por eso cuando, de niño, orina en la cama, su madre corre en su auxilio pronto, y cuando va al campamento, los niños le ahogan por ser incapaz de controlarse. El patriarcado está siempre presente sobre los protagonistas, la fuerte presencia del pater familias sale a relucir desde que Zac tiene palabra. Las preocupaciones de este por la sexualidad de su hijo, el favoritismo de este hasta que empieza a aflorar la "sensibilidad" de Zac, esas fiestas navideñas marcadas por los karaokes que se monta el padre con Aznavour sonando (siempre a petición popular, como bromea Gervais). Especialmente significativo es ese "sacrificio" del protagonista al romper el disco de Patsy Cline que provocará un cisma con el padre. Él, pensando que lo solucionará, le regala a su padre el mismo disco pero en la edición canadiense, intentando subsanar el error, pero para el padre, aún teniendo las mismas canciones, las mismas letras, "no suena igual". Zac es ese disco que su padre no quiere escuchar.



Después, ya en los setenta, cuando el hijo ha decidido destronar a dios de sus creencias para colocar a las estrellas del rock en el altar, Bowie, Pink Floyd o los Stones ocupan la banda sonora. Se resquebraja la iconografía tradicional y se sustituye por deidades laicas, del mismo modo que en la misa, Zac no escucha salmos, si no una versión coral de Sympathy for the Devil. Nace la contracultura, muere lo convencional. Esta versión adolescente decora su dormitorio (que ahora comparte con su nuevo hermano pequeño) como su universo particular, con motivos que recuerdan a la portada del magistral Dark side of the moon de Pink Floyd y fotos de David Bowie, ese nuevo dios al que antes hacía referencia. Un mundo aparte dentro de su misma casa, y para remarcar esto, en un momento concreto vemos cómo canta Space Oddity, cuya letra tiene cierta semejanza con sus sentimientos adolescentes. Y una vez que el personaje de Zac parece haber madurado, haber dejado atrás su homosexualidad, aunque a la vez roto con su familia, el punk y la música electrónica son mostradas como símbolo de esa madurez rupturista, como lo fue dicho movimiento dentro del rock. Aunque como todo en esa época, ilustran la época de la confusión y la autodestrucción del personaje principal, su identidad perdida en un cambio constante de gustos musicales, sociales e incluso de su propia estética. El rechazo total de la familia y de las normas impuestas. Ahora Zac parece una especie de Sid Vicious que pasa de todo y va a su bola. Aunque aquí tenemos un pequeño momento Magdalena de Proust en la boda del mayor de los hermanos. Cuando la prima de Zac aparece con su novio, el bailarín que atrae a Zac, escuchamos Brother Louie, de Stories, antes de que, como en los 70, todo se rompa y los problemas adolescentes sobre la homosexualidad vuelvan a salir.



El reverso en el espejo

C.R.A.Z.Y.
habla sobre la identidad, ya sea de un país o de una persona. Y es el punto en torno al que gira todo, utilizando, como ya hemos dicho, la música. Pero el aspecto definitivo que ayuda a conformar (y a destruir, todo al mismo tiempo) la personalidad de Zac es la presencia religiosa en su vida, la asimilación de unos valores dogmáticos bien codificados dentro de la raigambre cristiana para terminar alejándose de la versión oficial y terminar siendo un simple asunto de fe, del hombre con dios sin iglesia de por medio. La película está plagada de referencias bíblicas, como la relación cainita de Zac y Raymond, "mi mayor enemigo", pero la más importante hace referencia a las cualidades mesiánicas del protagonista. Porque Zac es un personaje a contracorriente. Zac tiene asma, pero fuma. Zac no cree en dios, pero le reza. Zac es homosexual, pero se acuesta con mujeres por pura apariencia. Hemos de volver a recordar el dibujo del cuarto de Zac: la portada del Dark side of the moon, y junto a ella, un espejo en el que vemos la verdadera cara de nuestro antihéroe. Nosotros como espectadores somos los únicos que tenemos constancia de esa visión omnisciente, porque la personalidad del muchacho es extremadamente poliédrica, cambiando en función de con quien esté. Aunque quizás he de decir la aparente verdadera cara, porque si algo deja la película es libertad a la interpretación. De ahí que la comparación con Jesucristo sea bastante acertada. Como vemos en la escena anteriormente citada del disco de Patsy Cline. Nunca se nos dice que haya sido él, pero Zac carga con la culpa porque es su misión, la misión del mesias de la familia Beaulieu. Asó como la de sanar a todos sus familiares porque su madre se lo pide. Por ello, para conseguir que la familia esté en paz, opta por renunciar a su condición y e crea un maquillaje (como Bowie) para ser quien no es. Todo por el beneficio familiar, la felicidad del padre. Y de hecho, así se ve, cuando la cena de navidad de los 80 transcurre en total armonía, con padre e hijo unidos como nunca, hasta que vuelve a salir el tema de la homosexualidad. Por ello, unido al fatal destino del hermano díscolo, estamos ante un personaje preparado para un desenlace digno de la más pura tragedia griega. Es una pena que la película desvaríe y termine siendo un viaje psicotrópico al fondo de la mente, porque la idea de Jerusalén, con ese amante parecidísimo a nuestra visión estándar de Jesucristo, no es del todo mala, pero el exceso de momentos oníricos y de conjunciones y casualidades milagrosas restan más que aportan, y resultan algo cargantes, ya que reinciden en exceso sobre la misma idea de conexiones sensoriales y telepáticas entre madre e hijo que, digámoslo ya, son algo ridículas.



Pero C.R.A.Z.Y. , a pesar de sus virtudes, es irregular. No deja de ser la clásica película indie con todos sus tics y manías bien marcadas, desde abusos estéticos a forzadas elipsis y un sobrecargado uso de la música, buscando siempre la mayor belleza posible en detrimento de un ascetismo que, en ciertos momentos, son lo mejor de la película. Ese manierismo, ese barroquismo visual destrozan la tan conseguida fuerza dramática basada en el costumbrismo familiar, en las escenas de diario. Cuando Vallée deja la cámara reposar y permite que los que hablen sean sus maravillosos actores, la película crece de manera sorprendente. Michel Coté como el autoritario padre da lecciones de interpretación, y los momentos en que todo actúa con fluidez en los planos secuencia tenemos momentos impagables. La escena en el baño donde el matrimonio habla sobre su hijo, rodada en un único plano, tiene algo cercano a la magia, a la cotidianeidad atrapada en un encuadre. Esa sobriedad, unido al expresivo uso de los colores y las formas dan a estos segmentos más sosegados ciertos toques posmodernos del melodrama de Douglas Sirk. Pero cuando el realizador canadiense decide dar un golpe en la mesa y decir "esto lo firma un autor" la cosa se desmadra. La redundancia de la cámara lenta para resaltar la gravedad de una escena, la constanre búsqueda de la épica y del dramatismo forzado en su extremo, no hacen si no empeorar el resultado global. Suelen coincidir estos momentos con las miradas introspectivas al interior de Zac y su visión subjetiva del mundo, cómo él contempla la situación. Como antítesis de la escena del baño está la de la cena de navidad, ya en los años 80. En ella todo está yendo bien, de forma convencional y sin sobresaltos, la boda cristiana reafirma este tradicionalismo, hasta que estalla la situación y entran en conflicto droga y homosexualidad representadas en Raymond y Zac respectivamente. Un sobresaliente fragmento hasta que a Vallée no le parece suficiente poner a sus actores a interpretar. Él, como metteur en scene, tiene que dejar su huella. No hay que entrar como un elefante en una cacharrería para mostrar la dureza y la gravedad de una situación, hay más opciones además de la cámara lenta y a la música reventando tímpanos. Pregúntenle a un tal Clint Eastwood.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias!!! Tu narrativa bastante acertada...