lunes, 18 de octubre de 2010

El tren de las 3:10: Cerrando el espacio



Cuando comienza un western, todos imaginamos que será como las grandes epopeyas épicas de John Ford, Raoul Walsh o Howard Hawks, que abrirá con una gran panorámica del Monument Valley o del clásico desierto norteamericano siendo surcado por una pequeña diligencia perdida en la inmensidad del monumental paisaje que tenemos ante nosotros. Probablemente, luego sonará el tema principal de la película cantado por la estrella country del momento, y nos dispondremos a ver llegar dicha diligencia a un pequeño pueblo del oeste, con su cantina, su salón (saloon para los puristas) y su burdel, además de una iglesia si es un pueblo sacado de una cinta fordiana. Puede haber variables, como que, antes de llegar a dicho pueblo, la diligencia sea atacada, ya sea por indios o por forajidos al margen de la ley. En este último caso, el paradigma sería sin duda El hombre que mató a Liberty Valance, clásico imperecedero y magistral alegato de Ford por la libertad, o El tren de las 3:10, western de esos llamados psicológicos en los que presenciamos un tenso thriller camuflado de película del oeste de las de toda la vida, pero en la que la acción transcurre en un corto período de tiempo, que el realizador dilatará a su antojo, y donde se huye de los grandes espacios abiertos y panorámicas que aprovechan todo el potencial del cinemascope que proporciona habitualmente este género para resguardarse en pequeñas casas y habitaciones asfixiantes que ahogan a los personajes encuadrados en frenéticos primeros planos, adentrándolos en situaciones extremas que suelen concluir con un catártico final en consonancia con toda la tensión acumulada. ¿Qué diferencia, por tanto, a la brillante cinta de Delmer Daves del clásico fordiano, aún teniendo un comienzo que podría catalogarse de prototípico, o de la hawksiana Río Bravo, con ingredientes parecidos? Quizás ese desencanto y ese cinismo que transmite el guión, esos personajes que se mueven por dinero y por dignidad más que por bondad, la interrelación y empatía que se establece entre el protagonista y el criminal, y la increíble puesta en escena del realizador, quien entrega aquí un ejercicio de estilo cercano al expresionismo alemán, algo que ya habían puesto en práctica brillantes autores como William Wellman en Incidente en Ox-Bow, probablemente el primer atisbo de western psicológico, o mediocres como Zinnemann en su incomprensiblemente bien valorada Solo ante el peligro, quizás la más conocida muestra de este subgénero que, en cierto modo, anticipaba ese western crepuscular que tanto furor causaría de los años 60 en adelante, y que tan alejado estaría en ideales del western clásico que inauguró Ford con La diligencia.



Daves se atrevió a ir un paso más allá y eliminó esa textura rugosa de los westerns clásicos, esos colores intensos y esas imágenes vivas donde primaban los paisajes vistosos para convertir la película en un intenso y virulento drama de fondo elegíaco y tan seco y escasamente poético como la tétrica escena en un cortejo fúnebre sigue al conductor asesinado a la vista de los dos protagonistas. Y es que no hablamos de una historia de ganadores, es un viaje interior de un perdedor, un cobarde, buscándose a sí mismo para probar su valentía ante su familia tras haber sido humillado ante sus hijos por ese matón con más pinta de miembro de la mafia calabresa que de cowboy interpretado de forma portentosa por Glenn Ford, y compensar a su esposa por tantas penurias y estrecheces. Y es que aquí, el personaje encarnado por un magnífico Van Heflin no busca la gloria, si no dinero, lo que le hace colocarse en una posición que no dista demasiado del criminal Ben Wade. El contraste con el héroe clásico es notable, y esa figura del caballero andante que detenía solo al malvado se borra de un plumazo en la sensacional secuencia de la detención al comienzo del peligroso ladrón. Heflin no duda en distraerle de una manera poco honorable para que el sheriff pueda encañonarle por la espalda, y todo ello mientras le pide dinero por haberle hecho perder el tiempo. Es, quizás, uno de los más claros adelantos del Tom Doniphon que asesinaría por la espalda a Liberty Valance años más tarde y que significaría el verdadero final del western de siempre, de los de cartón-piedra. Visto esto, la cinta nos sitúa en un interesante punto en la que el personaje de Ford tendrá un aire que, si no es más romántico y honorable, si que pone en un aprieto al espectador debido a la extraña dualidad entre bien y mal que lleva consigo, siendo un personaje con una moralidad un tanto dudosa, capaz de asesinar a alguien pero pedir para dicho cadáver un entierro digno en su ciudad. Es alguien con sus propias reglas, un código propio. El brillante juego de caracteres entre cazador y presa, la sensación de dependencia, casi amistad, empatía, que se crea entre ambos, es el motor de toda la cinta, las constantes ofertas del prepotente Wade y las dudas del honrado Dan Evans, tentado por el demonio en forma de cínico y carismático asesino. Gracias a esta relación, la película nos otorga la oportunidad de ver un soberbio duelo interpretativo que se verá un poco minimizado al final con una conclusión un tanto distante y poco coherente con lo mostrado hasta ese momento, haciendo que la película tenga su único fallo en ese final que empaña el brillante trabajo realizado por el guionista.



Pero analicemos fríamente la gran construcción de la historia que el escritor realiza, puesto que es lo más importante. Es cierto que la película tiene una estética sin la que resulta inimaginable, que la fotografía es simplemente impecable, siendo un elemento básico para narrar la historia, que la música intimista y casi que podría decirse experimental para la época encaje como un guante en las imágenes, y que el montaje es otro de los elementos básicos que ayudan a crear esa sensación de agobio y suspense a lo largo de toda la película, pero es el guión lo que más destaca, ya que la cinta es algo más que una mera revolución estética, es la posición del discurso por encima de cualquier método narrativo, que aquí rompió barreras, y que tiene como resultado final una simbiosis entre retórica y envoltorio simplemente asombrosa. Mezcla de western y un thriller que por momentos es puro cine negro, nos encontramos con un intenso estudio de personajes rara vez visto en este género. Dentro de esta muestra de cine de género, encontramos también un poderoso drama dentro de la aparente destrucción de esa familia consumida por las deudas y el hambre, y los celos, viendo la mujer de Dan en el personaje de Wade una especie de escapatoria a su rutinaria y mediocre vida, una evasión y una vuelta a la juventud en una ciudad donde era hija de un importante capitán de barco. A través de ello, Wade descubre las ventajas de la vida sedentaria, la maduración de su personaje se produce justo cuando deja a la joven Emmy en la taberna del pueblo y prueba un poco de estofado casero en compañía de la familia Evans, donde despierta la curiosidad de los niños como si de un personaje novelesco se tratase. Es, por tanto, un choque de costumbres, ya que, como alguien decía, el western es el género donde se dan la mano mito y realidad. A partir de aquí, el brillante manejo del director por parte de la historia enclaustra a los personajes en un pequeño hotel en el que llegará el momento definitivo del encontronazo entre ambos, donde surgirá la lealtad y Dan deberá luchar contra sí mismo y contra su presa, mostrando los mejores momentos de la cinta en la que los miedos aflorarán y la lealtad será más necesaria que nunca. Y es la lealtad, precisamente, aquello que hará cambiar de motivación al protagonista, consumido por las dudas y la soledad en búsqueda de ese cometido. Y es aquí donde la cinta falla, un clímax que, si bien es correcto y mantiene el suspense, tiene formas algo tramposas, algo disonantes con el tono y las ideas transmitidas por la película, concluyendo durante el tiroteo de rigor comercial que hacen que no hablemos de una película simplemente perfecta, rompedora en términos argumentales y estilísticos y que supuso un paso de maduración enorme para un género que tendría posteriormente una visión rupturista que es la que ha llegado hasta nuestros días.