lunes, 18 de octubre de 2010

El tren de las 3:10: Cerrando el espacio



Cuando comienza un western, todos imaginamos que será como las grandes epopeyas épicas de John Ford, Raoul Walsh o Howard Hawks, que abrirá con una gran panorámica del Monument Valley o del clásico desierto norteamericano siendo surcado por una pequeña diligencia perdida en la inmensidad del monumental paisaje que tenemos ante nosotros. Probablemente, luego sonará el tema principal de la película cantado por la estrella country del momento, y nos dispondremos a ver llegar dicha diligencia a un pequeño pueblo del oeste, con su cantina, su salón (saloon para los puristas) y su burdel, además de una iglesia si es un pueblo sacado de una cinta fordiana. Puede haber variables, como que, antes de llegar a dicho pueblo, la diligencia sea atacada, ya sea por indios o por forajidos al margen de la ley. En este último caso, el paradigma sería sin duda El hombre que mató a Liberty Valance, clásico imperecedero y magistral alegato de Ford por la libertad, o El tren de las 3:10, western de esos llamados psicológicos en los que presenciamos un tenso thriller camuflado de película del oeste de las de toda la vida, pero en la que la acción transcurre en un corto período de tiempo, que el realizador dilatará a su antojo, y donde se huye de los grandes espacios abiertos y panorámicas que aprovechan todo el potencial del cinemascope que proporciona habitualmente este género para resguardarse en pequeñas casas y habitaciones asfixiantes que ahogan a los personajes encuadrados en frenéticos primeros planos, adentrándolos en situaciones extremas que suelen concluir con un catártico final en consonancia con toda la tensión acumulada. ¿Qué diferencia, por tanto, a la brillante cinta de Delmer Daves del clásico fordiano, aún teniendo un comienzo que podría catalogarse de prototípico, o de la hawksiana Río Bravo, con ingredientes parecidos? Quizás ese desencanto y ese cinismo que transmite el guión, esos personajes que se mueven por dinero y por dignidad más que por bondad, la interrelación y empatía que se establece entre el protagonista y el criminal, y la increíble puesta en escena del realizador, quien entrega aquí un ejercicio de estilo cercano al expresionismo alemán, algo que ya habían puesto en práctica brillantes autores como William Wellman en Incidente en Ox-Bow, probablemente el primer atisbo de western psicológico, o mediocres como Zinnemann en su incomprensiblemente bien valorada Solo ante el peligro, quizás la más conocida muestra de este subgénero que, en cierto modo, anticipaba ese western crepuscular que tanto furor causaría de los años 60 en adelante, y que tan alejado estaría en ideales del western clásico que inauguró Ford con La diligencia.



Daves se atrevió a ir un paso más allá y eliminó esa textura rugosa de los westerns clásicos, esos colores intensos y esas imágenes vivas donde primaban los paisajes vistosos para convertir la película en un intenso y virulento drama de fondo elegíaco y tan seco y escasamente poético como la tétrica escena en un cortejo fúnebre sigue al conductor asesinado a la vista de los dos protagonistas. Y es que no hablamos de una historia de ganadores, es un viaje interior de un perdedor, un cobarde, buscándose a sí mismo para probar su valentía ante su familia tras haber sido humillado ante sus hijos por ese matón con más pinta de miembro de la mafia calabresa que de cowboy interpretado de forma portentosa por Glenn Ford, y compensar a su esposa por tantas penurias y estrecheces. Y es que aquí, el personaje encarnado por un magnífico Van Heflin no busca la gloria, si no dinero, lo que le hace colocarse en una posición que no dista demasiado del criminal Ben Wade. El contraste con el héroe clásico es notable, y esa figura del caballero andante que detenía solo al malvado se borra de un plumazo en la sensacional secuencia de la detención al comienzo del peligroso ladrón. Heflin no duda en distraerle de una manera poco honorable para que el sheriff pueda encañonarle por la espalda, y todo ello mientras le pide dinero por haberle hecho perder el tiempo. Es, quizás, uno de los más claros adelantos del Tom Doniphon que asesinaría por la espalda a Liberty Valance años más tarde y que significaría el verdadero final del western de siempre, de los de cartón-piedra. Visto esto, la cinta nos sitúa en un interesante punto en la que el personaje de Ford tendrá un aire que, si no es más romántico y honorable, si que pone en un aprieto al espectador debido a la extraña dualidad entre bien y mal que lleva consigo, siendo un personaje con una moralidad un tanto dudosa, capaz de asesinar a alguien pero pedir para dicho cadáver un entierro digno en su ciudad. Es alguien con sus propias reglas, un código propio. El brillante juego de caracteres entre cazador y presa, la sensación de dependencia, casi amistad, empatía, que se crea entre ambos, es el motor de toda la cinta, las constantes ofertas del prepotente Wade y las dudas del honrado Dan Evans, tentado por el demonio en forma de cínico y carismático asesino. Gracias a esta relación, la película nos otorga la oportunidad de ver un soberbio duelo interpretativo que se verá un poco minimizado al final con una conclusión un tanto distante y poco coherente con lo mostrado hasta ese momento, haciendo que la película tenga su único fallo en ese final que empaña el brillante trabajo realizado por el guionista.



Pero analicemos fríamente la gran construcción de la historia que el escritor realiza, puesto que es lo más importante. Es cierto que la película tiene una estética sin la que resulta inimaginable, que la fotografía es simplemente impecable, siendo un elemento básico para narrar la historia, que la música intimista y casi que podría decirse experimental para la época encaje como un guante en las imágenes, y que el montaje es otro de los elementos básicos que ayudan a crear esa sensación de agobio y suspense a lo largo de toda la película, pero es el guión lo que más destaca, ya que la cinta es algo más que una mera revolución estética, es la posición del discurso por encima de cualquier método narrativo, que aquí rompió barreras, y que tiene como resultado final una simbiosis entre retórica y envoltorio simplemente asombrosa. Mezcla de western y un thriller que por momentos es puro cine negro, nos encontramos con un intenso estudio de personajes rara vez visto en este género. Dentro de esta muestra de cine de género, encontramos también un poderoso drama dentro de la aparente destrucción de esa familia consumida por las deudas y el hambre, y los celos, viendo la mujer de Dan en el personaje de Wade una especie de escapatoria a su rutinaria y mediocre vida, una evasión y una vuelta a la juventud en una ciudad donde era hija de un importante capitán de barco. A través de ello, Wade descubre las ventajas de la vida sedentaria, la maduración de su personaje se produce justo cuando deja a la joven Emmy en la taberna del pueblo y prueba un poco de estofado casero en compañía de la familia Evans, donde despierta la curiosidad de los niños como si de un personaje novelesco se tratase. Es, por tanto, un choque de costumbres, ya que, como alguien decía, el western es el género donde se dan la mano mito y realidad. A partir de aquí, el brillante manejo del director por parte de la historia enclaustra a los personajes en un pequeño hotel en el que llegará el momento definitivo del encontronazo entre ambos, donde surgirá la lealtad y Dan deberá luchar contra sí mismo y contra su presa, mostrando los mejores momentos de la cinta en la que los miedos aflorarán y la lealtad será más necesaria que nunca. Y es la lealtad, precisamente, aquello que hará cambiar de motivación al protagonista, consumido por las dudas y la soledad en búsqueda de ese cometido. Y es aquí donde la cinta falla, un clímax que, si bien es correcto y mantiene el suspense, tiene formas algo tramposas, algo disonantes con el tono y las ideas transmitidas por la película, concluyendo durante el tiroteo de rigor comercial que hacen que no hablemos de una película simplemente perfecta, rompedora en términos argumentales y estilísticos y que supuso un paso de maduración enorme para un género que tendría posteriormente una visión rupturista que es la que ha llegado hasta nuestros días.



martes, 28 de septiembre de 2010

El viento que agita la cebada: La hipérbole de un hecho




Siempre que me dispongo a ver una película del buen (insertar risotada) Ken Loach, me imagino a mí mismo en una clase y entrando el profesor, muy rojillo y simpaticote él, nos empieza a dar una clase de historia y su estrategia se trata de convencernos a todos de que tomemos parte en los hechos empíricos, en que juzguemos a unos personajes sin tener en cuenta el momento histórico en que ocurrieron esos actos, sin juzgar la educación recibida por dichas personas, o sin entender las cuestiones sociales y el estilo de vida de la época. Te machaca la cabeza, te señala con el dedo y hace que te cuestiones si realmente eres buena persona si no apoyas sus mismas causas, sean justas o no (no entraré a valorar esa cuestión, ya que hablamos de historia, hechos pasados), y poco menos que te faltará al respeto si no cumples con lo que él desea. Lo curioso es que el cineasta británico no es ni más ni menos que el mayor maniqueo del cine actual, camuflando de manera descarada sus ideas pretendidamente revolucionarias y buscando la objetividad y el verismo desde la subjetividad más extrema, y es por ello que El viento que agita la cebada termina convirtiéndose en un panfleto algo ridículo por lo plano de su entramado y por la escasa intención de humanizar a las dos partes de un conflicto armado, amén de por la frialdad con la que Loach narra unos hechos que, partiendo de una base bastante dramática, como es el conflicto político de un país y las luchas entre amigos o hermanos, como aquí sucede, y que contentará a todos aquellos incapaces de ver más allá de sus narices y de entender la complejidad de un acontecimiento que se remonta a casi 800 años en el pasado, y que el impúdico director convierte aquí en un tratado de partidismo insultante que finaliza alejándose de la cuestión nacionalista de Irlanda (cosa absolutamente legítima y con la que estoy de acuerdo hasta el último punto) para centrarse en el topicazo de su rancio cine social, donde los malvados opresores son ricos terratenientes que apoyan a los ingleses y los buenazos de la película, aquellos que no tienen ninguna ventaja en la vida y que luchan por una causa justa, son los pobres irlandeses de clase baja quienes superarán todos los problemas para llevar a cabo su revolución y triunfar sobre el mal, y que no es ni más ni menos que la versión proletaria del Michael Collins hollywoodiense que hace unos años realizó el siempre interesante Neil Jordan, y que aquí cuenta con una puesta en escena sobria y algo inerte, y que, si bien es cierto que tiene alguna que otra gran secuencia, el director casi se borra y termina siendo una película sin fuerza alguna.

Dentro de ese pretendido historicismo que busca Loach dentro de la historia, comete dos errores bien grandes en su narración y en la estructura de la cinta: si quiere ser histórica y verista debería dar una visión más general de algunos hechos, ya que pasa por alto bastantes elementos importantes del conflicto, como la presencia de Michael Collins o De Valera, su firma del tratado o su virulenta lucha una vez que se escinde Irlanda en dos mitades; y la excesiva distancia que impregna en el relato, imposibilitando que se establezcan vínculos entre los dos personajes protagonistas, los hermanos O'Donovan, y el espectador, el cual se debatirá en su fuero interno a cuál de los dos debe apoyar según sus propias ideas políticas y no porque realmente le importe qué le pase a uno o a otro, ya que, a según que altura de la película, eso importa lo mismo que el color de los ojos de Ana Botella. El guión, de su colaborador habitual Paul Laverty, está plagado de incoherencias entre los protagonistas, contradicciones, especialmente en el caso Damian O'Donovan, un muy buen Cillian Murphy, personaje capaz de ejecutar a sangre fría a un compatriota pero luego acusar de asesinos e injustos a los protratado por hacer exactamente lo mismo (quizás Loach no se de cuenta, pero es una representación de su cine, bastante mentiroso y manipulador). Hay alguna escena que no aporta nada, aquella en la que Damian le cuenta a Sinead su encuentro con la madre del joven ajusticiado, y que habría conseguido un mayor resultado siendo narrada visualmente y no con las palabras del protagonista, pero imagino que a Loach no le gustaría cargar de semejante responsabilidad a su culto y refinado héroe, personaje del que realmente nunca llegamos a entender su completa evolución, ya que en apenas un par de escenas vemos cómo pasa de ser un zopenco neutral y bastante cobarde, por llamarlo de algún modo, a ser el extremo del patriotismo más idealizado, dejando a Collins, el padre de la patria irlandesa, a la altura del betún. Y es que esa es otra cuestión. Resulta, cuanto menos, estridente el hecho de que los revolucionarios verdaderos, aquellos que llevan razón, estén guiados por un personaje con estudios, ya que, en cierto modo, ningún paleto será capaz de darse cuenta de las injusticias que cometen los ingleses para con los irlandés, y no se corrompan como el malvado Teddy, mezcla entre Judas y Caín, con el que se ceba Loach para demostrar su férrea doctrina y demostrar cuánto se equivocaba con su hermano pequeño, el intelectual de la familia (aunque, irónicamente, el chaval puede estudiar a pesar de que su familia no tiene un centavo).

El recurso, bastante gastado, aunque no por ello menos eficaz, de colocar como protagonistas a dos hermanos, es bastante previsible, y su semejanza con la guerra civil irlandesa y la visión cainita de Paddy O'Donovan es muy pobre. Podría llegar a tener entereza si sus ideas y su mensaje no fueran tan diáfanos y no demonizase a británicos e irlandeses protratado hasta la extenuación, pero a la hora de dividir la historia en dos partes, la jugada le sale mal y, de hecho, de manera maliciosa, se podría llegar a apoyar a los proingleses ante la cursilería y el heroísmo de libro del personaje de Murphy, y su falsa visión de los campesinos, capaces de soltar una parrafada política en medio de una reunión de los rebeldes irlandeses donde encontramos a pros y anti tratado, y donde los segundos hablan con justificación y argumentaciones coherentes mientras que los primeros apenas pueden justificarse con balbuceos y dudas, pruebas irrefutables para el director de sus poco acertadas ideas, y que, además, es de las escenas más increíbles (por inverosimilitud) y aburridas de toda la cinta. Destrozando por completo el marco histórico, como ya dije arriba, el retrato que realiza de los ingleses, además de ser superficial, algo que sólo se tragarán los más inocentones, es el de unas máquinas de matar deshumanizadas, que lo único que hacen en Irlanda es disfrutar matando nativos y abusando de ellos sin parar, ni más ni menos que el que se realizaba en los años 40 en Hollywood sobre los nazis, y, de hecho, esta cinta tiene mucho en común con la, por otra parte, portentosa Los verdugos también mueren, del (sí) maestro Fritz Lang. Cierto que en el clásico del director austriaco había didactismo, y un claro buenos y malos, con ese intelectualismo propio de Brecht que la hacía algo fría y difícil de asimilar por el espectador que tanto le gusta a Loach, pero carente de la fuerza de la otra, y, sobre todo, del debate moral que se le presentaba a Brian Donlevy, entre realizar lo correcto o claudicar contra los nazis, mientras que aquí la creación de Cillian Murphy es un héroe en el sentido más homérico de la palabra, decidido y sin debilidades para luchar contra los colosos malvados que atacan a su gente. Y es que, en El viento que agita la cebada no hay lugar para el debate, el inglés destruye cualquier intentona de reflexión por parte del espectador y le hace tragar con su mensaje, resultando realmente peligroso el hecho de que justifique, de manera bastante explícita, el uso de la violencia, llegando a simpatizar con el IRA, algo parecido a lo que hizo el pasteloso Médem en su pretendidamente incendiaria La pelota vasca. Había más ideas, a priori, más interesantes, como la deshumanización que provoca la guerra en las personas, o la imposibilidad de mezclar leyes y conflicto bélico, pero eso ya no interesa en el punto en que termina convertida la película, una parodia para niños pequeños que no busquen comerse la cabeza y para gente de extrema izquierda que vea aquí el clásico canto mitificado hasta el ridículo de una lucha basada en unos ideales bastante correctos pero donde el fin nunca debe justificar los medios y que vean respaldado su ideario político, y señal inequívoca de que en los festivales está pasando algo raro y se busca todo aquello que sea político para remover conciencias... de la mía, desde luego, que se olviden, será que soy un malvado mataboers

viernes, 24 de septiembre de 2010

[REC]: Terror hiperreal



De pequeño solía ir con mi familia cada fin de semana a una casa de campo de la que son dueños mis abuelos. La clásica casa de campo vieja, con cierto aspecto tétrico y realmente inquietante si tienes una edad propensa a soñar con monstruos bajo la cama y fantasmas de esos que hacen ruidos que te hielan la sangre mientras te tapas con las sábanas hasta la cabeza, independientemente de la época del año. Entre los juegos inocentes que tenía con mis primos estaba el subir a la segunda planta, donde no dormía nadie y cuyos dormitorios se usaban como almacén para ropa vieja y utensilios varios, y que, vista desde fuera, asustaba, pues, de vez en cuando aparecía alguna luz encendida o las ventanas estaban abiertas sin que, aparentemente, nadie lo hubiera hecho. Íbamos tres o cuatro niños de no más de ocho o nueve años subiendo las escaleras que se bifurcaban en dos partes que conducían a sendas puertas. Ese breve momento en las escaleras era la idea básica del pánico, mirando hacia arriba y viendo que las puertas parecían abrirse para, una vez dentro, no volver a salir. Es decir, cinematográficamente, la subida de escaleras del detective Arbogast en Psicosis, lenta y cargada de tensión. Una vez allí, intentábamos pasar el mayor tiempo posible mientras nuestro corazón iba a mil por hora y la casa parecía gemir, más producto de nuestra sugestión que del posible interés del mobiliario en asustarnos. En medio de la oscuridad, sin saber si eso con lo que te topabas era una cama, o el brazo de algún monstruo que anduviese por allí, sin saber si el ruido que escuchábamos era el de una cañería o algún fantasma que se movía lentamente hacia nosotros, la tensión y el miedo que experimentábamos iba increscendo conforme nos adentrábamos en la oscuridad, hasta que de repente uno salía corriendo y los demás le seguíamos gritando despavoridos entre las viejas estancias hasta que veíamos un rayo de luz a través de la puerta entreabierta y volvíamos seguros al salón familiar. Lo que se sentía en esos momentos era el puro terror, el horror, el asfixiante miedo en su más pura concepción, ese que te atenaza y que no puedes sacudirte de encima, ese miedo que casi exclusivamente pueden experimentar los niños, aquellos con capacidad para soñar tanto para lo bueno como para lo malo. En el cine, esa sensación sólo la había tenido mientras una pelota que bajaba de la inhabitada segunda planta golpeaba la escalera como si fuera un martillo y un acongojado e incrédulo George C. Scott se acercaba a comprobarla en Al final de la escalera. Ni obras maestras del género como El Resplandor o La semilla del diablo me hicieron experimentar la sensación del miedo, un miedo que te domina y te deja inmóvil. Con [REC] volví a aquella segunda planta, a aquella oscuridad impenetrable, volví a tener nueve años y a pensar que debajo de mi cama podría haber algo que me agarrase el pie en mitad de la noche y me arrastrase con él.

La cinta no pretende ser ninguna tesis, por mucho que esté vestida de documental televisivo de esos que podríamos encontrarnos en rancios programas para ancianos como España Directo, no pretende ser una ácida crítica a la televisión y su tirón por el morbo y lo malsano, a pesar del célebre No pares de grabar con el que Ángela le dice al cámara, como si persiguieran al Jesulín de turno para preguntarle por las anginas de su tía abuela, que cualquier cosa puede ser interesante para luego emitirlo a pesar de que todo iba en torno al anodino trabajo nocturno de dos bomberos. Una película que busca, casi en exclusiva, el puro entretenimiento del espectador, basado en hacérselo pasar mal en algo menos de hora y media, en ochenta frenéticos y terribles minutos en los que cada acción parece estar improvisada por la capacidad de dos directores que demuestran un dominio del lenguaje cinematográfico superlativo, llevando el terror a unas cotas a las que hasta ahora casi no se había acercado, siendo real como la vida misma, y pudiendo ser el germen de un género híbrido entre el terror más asfixiante y el neorrealismo más puro, un género donde cada gota de sudor y de sangre fueran hiperreales, donde cada jadeo hubiera sido provocado por un terror tangible, y donde el suspense se encontrara en aquello que no se puede controlar, aquello inexplicable, saliéndose de la tangente de habitaciones oscuras, golpes de efecto creados por el sonido o manos que se apoyan en los hombros de los asustados protagonistas en medio de la oscuridad. La experimentación en un género dedicado a repetirse en los mismos clichés y que cada cinco o seis años cambia dichos tópicos provenientes de alguna cinematografía periférica a la norteamericana (asiática en los últimos años), para volver a caer en un bucle, es algo que no se ve nunca. Plaza y Balagueró han hecho de la libertad y lo imprevisible su gran arma, colocando a sus personajes, tan reales como el miedo, en un entorno aparentemente controlado pero el más inseguro a la vez, puesto que todos tememos aquello desconocido, y esto suele ser siempre aquello que más cerca tenemos y que, por tanto, menos esperamos que cambie. Un guión sencillo, con trampas que no incordian para colocar a los personajes en situaciones insalvables, y con personajes perfilados de forma brillante y coherente, y con algunos toques sorprendentes de humor, que ayudan a que todo se haga más llevadero, y el ejercicio de dirección más virtuoso y sorprendente del año 2007 junto al de Zack Snyder en 300, consiguen llevar la película a un grado superior del género del terror, convirtiéndola en un rara avis que mezcla como pocas la violencia, el suspense y la acción, y que conducen al espectador a un final de infarto, dando muestras del control de la propia película de sus competentes directores, y donde, casi plagiando a Fresnadillo en su brillante 28 semanas después, y a Demme en El silencio de los corderos, hacen de la visión nocturna el mejor modo de crear la sensación de desconcierto y miedo con sólo intuir las formas, jugando con esa idea del miedo provocado por lo desconocido y lo que no podemos más que sentir. Balagueró y Plaza firman la mejor película de sus respectivas filmografías y del género en bastantes años, y demostrando al resto de mediocres y llorones cineastas españoles que para que una película sea buena no hace falta un gran presupuesto, si no buenas ideas y trabajar conforme a lo que se tiene. De pequeño jugaba de forma voluntaria para pasar miedo. Ahora pago en un cine para que me asusten… sí, la diferencia es que ahora lo consiguen con alguien que no tiene nueve años.

lunes, 14 de junio de 2010

Kagemusha: el traje nuevo de emperador



TÍTULO ORIGINAL Kagemusha
AÑO 1980
DURACIÓN 159 min. Trailers/Vídeos
PAÍS Japón
DIRECTOR Akira Kurosawa
GUIÓN Akira Kurosawa & Masato Ide
MÚSICA Shinichiro Ikebe
FOTOGRAFÍA Takao Saito & Masaharu Ueda
REPARTO Tatsuya Nakadai, Tsutomu Yamazaki, Kenichi Hagiwara, Daisuke Ryu, Masayuki Yui, Toshihiko Shimizu

Es realmente deprimente tener que hablar acerca de la dificultad que tuvieron los grandes genios de la historia del cine para realizar nuevos trabajos a edades avanzados, lo que para muchos supuso la muerte en vida. Es algo que comentaba Billy Wilder en su entrevista con Cameron Crowe, y decía que no se confiaba en unas manos experimentadas, si no que se prefería dejar un proyecto de muchos millones en manos de directores noveles que beneficiasen a la taquilla, y muchos lo sufrieron. Gente como Ford, Hawks, Hitchcock o el propio Wilder acabaron sus vidas mendigando una última película que siempre les negaron, y especialmente sangrante fue el caso del maestro austriaco, quien vivió 20 años sin que tuviera la oportunidad de ponerse tras las cámaras y demostrar que, a la hora de la verdad, los peces gordos son los que manejan el tema de la mejor forma, y no sólo eso, si no que vio como auténticos mediocres remakeaban una de sus cintas, Sabrina, sin el menor pudor. Ante esto no es de extrañar la profunda depresión en la que se sumió Akira Kurosawa, quizás, uno de los cinco o seis directores más monstruosos y talentosos y cuya importancia en la historia del cine es como la del científico que describe una nueva cura, al ver que, apenas unos años después de ganar el Oscar con la sombría Dersu Uzala, no conseguía encontrar quien le pagase una nueva película. Por suerte (o por desgracia, vete tú a saber), Lucas y Coppola aparecieron y le financiaron Kagemusha, la cinta que, definitivamente, provoca una escisión en su filmografía y lleva su ferviente occidentalismo hasta un punto que nunca antes había alcanzado, tratando de convertir una idea tan japonesa en algo al alcance del mundo entero, lo que provoca que, a pesar de ser una obra de gran calado estético, cuya belleza plástica es innegable, sea irregular y no se la pueda colocar a la altura de sus grandes cintas, pero, sin embargo, sí pueda ser vista como un adelanto de su última gran obra maestra, el impresionante fresco shakespiriano que era Ran, donde lograba hilvanar mejor que aquí estética e historia para no hacerla descompensaba, como es el caso de La sombra del guerrero, algo deslucida por la densidad de la puesta en escena de Kurosawa y bastante incomprensible en bastantes partes, amén de las concesiones al gran público occidental, especialmente en los temas musicales, alejados de sus obras en la Toho.



Y es que ese espíritu del primer Kurosawa es difícil de ver aquí. Nos encontramos ante un realizador más pesimista, con un mensaje, en ocasiones, de un excesivo malditismo, y que se regodea en la crueldad de la vida, borrando la imagen capriana que dejaba en la monumental genialidad Ikiru, canto a la vida con el gran Takashi Shimura. Aquí esa luz al final del túnel ya no existe, la vuelta atrás no se contempla como una opción y el destino nos marca desde la misma cuna, bien visto el ejemplo del nieto de Shingen, y la épica esta ligada a un sendero tenebroso, puesto que ya no hay aventura, las batallas son una muestra de fuerza mental e icónica, como la representada por el espíritu del líder Takeda y su imagen encarnada en el semblante de su doble Kagemusha. Kurosawa, como en el célebre caso de Spielberg, Lucas y El templo maldito, parece querer transmitir toda la maldad que el mundo le ha dado a él, toda la hipocresía, y convierte esta elegíaca tragedia en una película que va muriendo poco a poco, aunque no en un sentido peyorativo, si no que, como en Hasta que llegó su hora, vemos un absoluto réquiem, el resumen de toda aquella espiritualidad que siempre ha habitado el cine del maestro japonés, desde Rashomon hasta Barbarroja, hasta llegar a un epílogo sombrío, lleno de rabia, con una profundidad digna de alabar, puesto que, a pesar de que sus personajes no tienen profundidad psicológica alguna, si no que son un mero recuento de virtudes o defectos que casi no evolucionan a lo largo del metraje, todo ello a la máxima potencia, abriendo un abanico intimista y psicologista en la línea de David Lean que ya se intuía con Dersu Uzala, aunque, no obstante, esta sí tenía el regusto del viejo realizador de Yojimbo, Sanjuro o Los siete samuráis, maravillosos alegatos en favor del cine comercial y de evasión. Por contra, esta línea narrativa provoca el hastío en algún que otro momento, siendo su densidad su mayor desventaja, ya que Kurosawa con el paso del tiempo fue perdiendo ese estilo cargado de vitalidad y esa claridad narrativa para detener su cine y convertirlo en algo pausado, incluso farragoso, lo que puede hacer que, al potenciar las virtudes intimistas, ahogue la narración y haga que el espectador no sólo se pierda dentro de la historia, si no pierda el interés en la película, como con la secuencia de batalla en la que el poder del líder del clan Takeda es puesta a prueba en el asalto al castillo y se gana la pelea por su sola presencia, planificada de manera que nunca sabemos a ciencia cierta qué ocurre, y que termine destacando el aspecto visual por encima de la historia (como el espectacular uso de la secuencia onírica en que Kagemusha, copia, temía represalias del original, Shingen, una vez que este fue detenido robando) cuando el director se había caracterizado por la transparencia narrativa de su cine, llevándole a ser comparado con el más grande entre los grandes, John Ford, permitiendo al espectador vislumbrar el desencanto con que el gigante del cine japonés contemplaba ahora la vida.



Aquí, a pesar de estar basado en un hecho real ocurrido en las eternas guerras civiles entre los clanes japoneses que siempre ha retratado el cine nipón, y que guarda muchísima semejanza con la célebre victoria de las tropas del Cid en Valencia con el cadáver de este a lomos del caballo, el director de El perro rabioso reúne toda la fuerza de la literatura shakespiriana y construye un drama en donde, al igual que el genio inglés, ataca la megalomanía, representada en Katsuyori, hijo del señor, quien busca usurpar, a modo de Ricardo III, el trono, impidiéndoselo a su propio hijo, verdadero heredero designado por Shingen. Dentro de este personaje, magistralmente descrito por la pluma del guión y mejor aún retratado por la pericia del director en apenas un par de secuencias, nos encontramos con todo aquello que siempre ha provocado las mayores caídas: la ambición. Siguiendo esa regla, que casi siempre se cumple, de que todo aquello que sube tiene que bajar, Kurosawa ejemplifica un perfecto retrato de la irracionalidad, en contraposición con las ideas que había transmitido el sabio Shingen. Es especialmente aclaratoria la escena en la que el hijo habla con su consejero y este le cuenta que su difunto padre le impide usar su emblema de la montaña, y en la mágica y terrorífica secuencia de la batalla final todo queda explicado por qué. La inmadurez es algo difícil de curar, y aquí está el ejemplo de ello. A raíz de ello, nos encontramos con otro de los puntos fuertes de la cinta, la reflexión y el análisis acerca del poder y todo lo que ello conlleva, la devastación que provoca y la inutilidad, en ocasiones, de todo ello, y los peligros que conlleva la incapacidad de un gobernante. Siguiendo esos designios de Maquiavelo que hablaban acerca del buen líder, Shingen se presenta como un astuto y poderoso señor de la guerra, quizás cruel pero inteligente y sabio, y bien aconsejado. Es importante el grupo que rodea a la cabeza visible, ya que los consejeros pueden mover más que un verdadero rey (y eso lo sabemos los españoles mejor que nadie, que la que nos liaron los validos en el Barroco fue tremenda), y es lo que ignora el irreflexivo Katsuyori, que actúa encolerizado por el orgullo y la prepotencia de tener al mayor ejército a su favor, sin contar con que el lema de los cuatro elementos es lo que había hecho grande a su padre, pudiendo interpretarse como un alegato democrático del realizador, si bien es cierto que Kurosawa pocas o ninguna vez hablaba acerca de hechos que no fueran concernientes a la condición y forma del ser humano. Por contra, el desarrollo de Kagemusha es algo débil, y se desaprovecha muchísimo el retrato que se podía hacer de su búsqueda de la identidad y la pérdida de su vida para vivir una mentira, ya que la historia se centra más en las esferas de poder y la codicia que en el verdadero protagonista de ella, el cual termina consumido con su propia leyenda en la batalla final, una vez que, muerto el alma, el recipiente importa más bien poco, y se va a la deriva en el neblinoso y fantasmagórico lago Suwa, cumpliéndose así el dictado del destino, que únicamente fue pospuesto cuando el leal y bondadoso Nobukado, cicerone de un enmascarado que nunca se sintió a gusto con su nuevo traje, le salvó de ser crucificado por robar.

domingo, 30 de mayo de 2010

C.R.A.Z.Y., el nacimiento del mesías pop



TÍTULO ORIGINAL C.R.A.Z.Y. (CRAZY)
AÑO 2005
DURACIÓN 127 min.
PAÍS Canadá
DIRECTOR Jean-Marc Vallée
GUIÓN Jean-Marc Vallée, François Boulay
MÚSICA Varios
FOTOGRAFÍA Pierre Mignot
REPARTO Michel Côté, Danielle Proulx, Marc-André Grondin, Émile Vallée
PRODUCTORA Cirrus Communications / Crazy Films

Jean Marc Vallée, cineasta debutante, sorprendió a propios y a extraños realizando una de las películas más renombradas del año 2005 con C.R.A.Z.Y. Arrasó en las entregas de premios del cine canadiense y obtuvo suculentos ingresos en el mercado internacional además de ser unánimemente alabada por la crítica especializada, llegando a ser considerada como la película revelación de la temporada. En ella se nos narra la relación de Zac, un niño especial desde su nacimiento, que posée una especie de don curativo y una sensibilidad especial, con su familia, especialmente con su padre, un homófobo asustado ante la idea de que su hijo pueda ser homosexual. Como curiosidad, y haciendo juego con el título de la canción que marca la relación del protagonista con su padre (Crazy, de Patsy Cline), el nombre de la película es un acrónimo que recoge la primera letra del nombre del propio Zac y de sus hermanos en el orden respectivo de su nacimiento: Christian, Raymond, Antonine, Zac e Yvan.

El cambio generacional

Desde que Nicholas Ray revolucionase el cine en 1955 (junto al Rossellini de Viaggio en Italia que plasmaba su vida en la pantalla interpretado por el siempre magnífico George Sanders) con el estreno de Rebelde sin causa, envejecidísima película que narraba las vivencias de un outsider incapaz de adaptarse al American way of life de los años 50, hemos visto miles de veces en el cine el eterno conflicto paterno-filial, esa destrucción de los lazos afectivos que conlleva pertenecer a dos mundos diferentes marcados simplemente por la diferencia de edad. Siempre, obviamente, ubicado en la adolescencia, quizás la etapa más conflictiva en la vida de una persona, donde se decide qué clase de miembro social seremos. En C.R.A.Z.Y., Vallée nos presenta un interesantísimo aunque irregular fresco de la sociedad canadiense de la llamada Revolución Tranquila, cuando en Quebec se llevó a cabo un descenso drástico de la influencia religiosa en la sociedad. Un país que cambió a marchas forzadas y que se cuestinó a si mismo su identidad social, cultural y religiosa. La familia Beaulieu, una figura un tanto fordiana del grupo por su función social (y metonímica) con respecto a Canadá, está siempre presente y nos va sirviendo de guía y de introducción en ese mundo aparentemente desconocido para el espectador no canadiense. De forma sutil, utilizando la navidad como leitmotiv, ubicando el nacimiento del joven Zac ese día tan importante en Occidente como es el 24 de diciembre, nos han colado el primer gol. Desde ese mismo instante, el protagonista simbolizará a todo un país, o mejor dicho, a toda una generación que necesitaba (y traía) el cambio.



La música es el alma de ese cambio generacional. La potente banda sonora es utilizada de manera ejemplar para narrar un período de 20 años en la vida de esta peculiar familia. Un poco a la manera de Martin Scorsese, quien siempre ha utilizado la música para proponernos elipsis y saltos temporales de forma sobresaliente. Nos encontramos con tres fases bien diferentes: la infancia, la seguridad, bajo el mando y el control paterno, en el que escuchamos a Patsy Cline, a Buddy Rich, a Charles Aznavour, música que, a día de hoy (y en los 60 en plena revolución pop también), podría ser considerada "antigua". Una época llena de momentos poéticos como esos paseos en coche con la cabeza fuera, las patatas fritas, los regalos navideños, y otros menos agradables, como los pequeños reproches o las aburridas misas. Pero la casa es un lugar seguro (cuando para ti, ser mariquita es simplemente algo que no hay que ser, sin conocer la realidad del termino), por eso cuando, de niño, orina en la cama, su madre corre en su auxilio pronto, y cuando va al campamento, los niños le ahogan por ser incapaz de controlarse. El patriarcado está siempre presente sobre los protagonistas, la fuerte presencia del pater familias sale a relucir desde que Zac tiene palabra. Las preocupaciones de este por la sexualidad de su hijo, el favoritismo de este hasta que empieza a aflorar la "sensibilidad" de Zac, esas fiestas navideñas marcadas por los karaokes que se monta el padre con Aznavour sonando (siempre a petición popular, como bromea Gervais). Especialmente significativo es ese "sacrificio" del protagonista al romper el disco de Patsy Cline que provocará un cisma con el padre. Él, pensando que lo solucionará, le regala a su padre el mismo disco pero en la edición canadiense, intentando subsanar el error, pero para el padre, aún teniendo las mismas canciones, las mismas letras, "no suena igual". Zac es ese disco que su padre no quiere escuchar.



Después, ya en los setenta, cuando el hijo ha decidido destronar a dios de sus creencias para colocar a las estrellas del rock en el altar, Bowie, Pink Floyd o los Stones ocupan la banda sonora. Se resquebraja la iconografía tradicional y se sustituye por deidades laicas, del mismo modo que en la misa, Zac no escucha salmos, si no una versión coral de Sympathy for the Devil. Nace la contracultura, muere lo convencional. Esta versión adolescente decora su dormitorio (que ahora comparte con su nuevo hermano pequeño) como su universo particular, con motivos que recuerdan a la portada del magistral Dark side of the moon de Pink Floyd y fotos de David Bowie, ese nuevo dios al que antes hacía referencia. Un mundo aparte dentro de su misma casa, y para remarcar esto, en un momento concreto vemos cómo canta Space Oddity, cuya letra tiene cierta semejanza con sus sentimientos adolescentes. Y una vez que el personaje de Zac parece haber madurado, haber dejado atrás su homosexualidad, aunque a la vez roto con su familia, el punk y la música electrónica son mostradas como símbolo de esa madurez rupturista, como lo fue dicho movimiento dentro del rock. Aunque como todo en esa época, ilustran la época de la confusión y la autodestrucción del personaje principal, su identidad perdida en un cambio constante de gustos musicales, sociales e incluso de su propia estética. El rechazo total de la familia y de las normas impuestas. Ahora Zac parece una especie de Sid Vicious que pasa de todo y va a su bola. Aunque aquí tenemos un pequeño momento Magdalena de Proust en la boda del mayor de los hermanos. Cuando la prima de Zac aparece con su novio, el bailarín que atrae a Zac, escuchamos Brother Louie, de Stories, antes de que, como en los 70, todo se rompa y los problemas adolescentes sobre la homosexualidad vuelvan a salir.



El reverso en el espejo

C.R.A.Z.Y.
habla sobre la identidad, ya sea de un país o de una persona. Y es el punto en torno al que gira todo, utilizando, como ya hemos dicho, la música. Pero el aspecto definitivo que ayuda a conformar (y a destruir, todo al mismo tiempo) la personalidad de Zac es la presencia religiosa en su vida, la asimilación de unos valores dogmáticos bien codificados dentro de la raigambre cristiana para terminar alejándose de la versión oficial y terminar siendo un simple asunto de fe, del hombre con dios sin iglesia de por medio. La película está plagada de referencias bíblicas, como la relación cainita de Zac y Raymond, "mi mayor enemigo", pero la más importante hace referencia a las cualidades mesiánicas del protagonista. Porque Zac es un personaje a contracorriente. Zac tiene asma, pero fuma. Zac no cree en dios, pero le reza. Zac es homosexual, pero se acuesta con mujeres por pura apariencia. Hemos de volver a recordar el dibujo del cuarto de Zac: la portada del Dark side of the moon, y junto a ella, un espejo en el que vemos la verdadera cara de nuestro antihéroe. Nosotros como espectadores somos los únicos que tenemos constancia de esa visión omnisciente, porque la personalidad del muchacho es extremadamente poliédrica, cambiando en función de con quien esté. Aunque quizás he de decir la aparente verdadera cara, porque si algo deja la película es libertad a la interpretación. De ahí que la comparación con Jesucristo sea bastante acertada. Como vemos en la escena anteriormente citada del disco de Patsy Cline. Nunca se nos dice que haya sido él, pero Zac carga con la culpa porque es su misión, la misión del mesias de la familia Beaulieu. Asó como la de sanar a todos sus familiares porque su madre se lo pide. Por ello, para conseguir que la familia esté en paz, opta por renunciar a su condición y e crea un maquillaje (como Bowie) para ser quien no es. Todo por el beneficio familiar, la felicidad del padre. Y de hecho, así se ve, cuando la cena de navidad de los 80 transcurre en total armonía, con padre e hijo unidos como nunca, hasta que vuelve a salir el tema de la homosexualidad. Por ello, unido al fatal destino del hermano díscolo, estamos ante un personaje preparado para un desenlace digno de la más pura tragedia griega. Es una pena que la película desvaríe y termine siendo un viaje psicotrópico al fondo de la mente, porque la idea de Jerusalén, con ese amante parecidísimo a nuestra visión estándar de Jesucristo, no es del todo mala, pero el exceso de momentos oníricos y de conjunciones y casualidades milagrosas restan más que aportan, y resultan algo cargantes, ya que reinciden en exceso sobre la misma idea de conexiones sensoriales y telepáticas entre madre e hijo que, digámoslo ya, son algo ridículas.



Pero C.R.A.Z.Y. , a pesar de sus virtudes, es irregular. No deja de ser la clásica película indie con todos sus tics y manías bien marcadas, desde abusos estéticos a forzadas elipsis y un sobrecargado uso de la música, buscando siempre la mayor belleza posible en detrimento de un ascetismo que, en ciertos momentos, son lo mejor de la película. Ese manierismo, ese barroquismo visual destrozan la tan conseguida fuerza dramática basada en el costumbrismo familiar, en las escenas de diario. Cuando Vallée deja la cámara reposar y permite que los que hablen sean sus maravillosos actores, la película crece de manera sorprendente. Michel Coté como el autoritario padre da lecciones de interpretación, y los momentos en que todo actúa con fluidez en los planos secuencia tenemos momentos impagables. La escena en el baño donde el matrimonio habla sobre su hijo, rodada en un único plano, tiene algo cercano a la magia, a la cotidianeidad atrapada en un encuadre. Esa sobriedad, unido al expresivo uso de los colores y las formas dan a estos segmentos más sosegados ciertos toques posmodernos del melodrama de Douglas Sirk. Pero cuando el realizador canadiense decide dar un golpe en la mesa y decir "esto lo firma un autor" la cosa se desmadra. La redundancia de la cámara lenta para resaltar la gravedad de una escena, la constanre búsqueda de la épica y del dramatismo forzado en su extremo, no hacen si no empeorar el resultado global. Suelen coincidir estos momentos con las miradas introspectivas al interior de Zac y su visión subjetiva del mundo, cómo él contempla la situación. Como antítesis de la escena del baño está la de la cena de navidad, ya en los años 80. En ella todo está yendo bien, de forma convencional y sin sobresaltos, la boda cristiana reafirma este tradicionalismo, hasta que estalla la situación y entran en conflicto droga y homosexualidad representadas en Raymond y Zac respectivamente. Un sobresaliente fragmento hasta que a Vallée no le parece suficiente poner a sus actores a interpretar. Él, como metteur en scene, tiene que dejar su huella. No hay que entrar como un elefante en una cacharrería para mostrar la dureza y la gravedad de una situación, hay más opciones además de la cámara lenta y a la música reventando tímpanos. Pregúntenle a un tal Clint Eastwood.



sábado, 29 de mayo de 2010

Caché: beyond the wall



TÍTULO ORIGINAL Caché
AÑO 2005
DURACIÓN 117 min.
PAÍS Austria
DIRECTOR Michael Haneke
GUIÓN Michael Haneke
MÚSICA
FOTOGRAFÍA Christian Berger
REPARTO Daniel Auteuil, Juliette Binoche, Maurice Bénichou, Annie Girardot, Lester Makedonsky, Bernard Le Coq, Walid Afkir, Daniel Duval
PRODUCTORA Coproducción Austria-Francia-Alemania-Italia; Wega Film / Les Films du Losange / Bavaria Film / BIM Distribuzione

Estoy en las antípodas de ser un especialista en el cine de Haneke, apenas he visto unas cuantas películas suyas (La pianista, Funny Games, 71 fragmentos de una cronología al azar y El vídeo de Benny) por lo que no puedo aventurarme a hablar de mundo creativo y autoral más allá de meros retazos que he podido percibir de sus trabajos, bastante particular eso sí, donde abundan un gusto malsano por la violencia que recuerda a otro aún más explícito, Cronenberg, y una visión bastante poco complaciente del ser humano, situándolo como un vulgar sujeto aburguesado al que sólo le saca de su burbuja autocontemplativa la irrupción de la violencia y la enfermedad. Leí el otro día una definición sobre el cine que, más o menos simple, no deja de ser muy acertada y esclarecedora de lo que es este arte: las películas comienzan cuando algo rompe la normalidad. Pues bien, Haneke parece querer retorcer este planteamiento reduccionista y darle la vuelta hasta hacer que sea la propia realidad la que irrumpe como un elefante en una cacharrería dentro de la realidad en un sin par juego de espejos. ¿Cómo es esto posible? Esa grabación con la que arranca el film, donde se nos muestra una calle de un lugar no identificado y que, de no ser porque de repente la imagen se rebobina y las voces de Juliette Binoche y Daniel Auteuil interrumpen, tomaríamos como el verdadero inicio de una película donde, en breve, va a suceder algo relacionado con los protagonistas. Y de forma sutil nos indica algo que hacen esta pareja de burgueses de vida aparentemente perfecta (y aburrida): alteran la realidad a su gusto y manera, si algo no les gusta lo cambian o lo tratan con desprecio (especialmente significativo en este aspecto es el fragmento en el que Georges está editando su programa de televisión y corta una gran parte para quedarse con lo "interesante"). Actúan con una venda en los ojos ante aquello que sucede en el mundo (Georges pasa junto a la cámara y ni se percata de ella) de forma bastante elitista, tienen la capacidad de decidir qué desechar y la utilizan sin miramientos. Una forma cruel y fría de vivir, pero la elegida por este par de snobs y su hijo, marca indudable de la generación Internet. Poseedora de un discurso duro, dentro de su irregularidad como película, la fuerza y la convicción con que narra los hechos (más bien con los que se detiene en ellos) la convierten en toda una experiencia que juega a quitarle la máscara a una sociedad como la actual, más preocupada de apariencias y de buenas falsas relaciones que de atender a las necesidades reales del mundo, por básicas que estas sean (la cuestión del racismo en Francia está latente durante todo el film).



El realizador se disfraza parcialmente de Hitchcock (con toques buñuelianos) al utilizar un mcguffin para narrar una historia de suspense con un fondo dramático, es decir, las cintas no valen para nada en la trama, son la chispa que enciende el motor. Lo único que Haneke buscaba era una justificación para analizar a la sociedad burguesa contemporánea, especialmente a la francesa (¿Por qué son tan odiosos y pedantes, incluso cenando distendidamente?) ya que, en un final tan desasosegante como abierto, no se nos aclara en ningún momento quién ha sido el autor de las grabaciones ni, evidentemente, se nos dan respuestas sobre lo plantado, dejando que sea el espectador quien rasque en la superficie para sacar conclusiones. Es más, la película, tras esos dos planos que podríamos llamar finales del protagonista durmiendo entre sombras y su recuerdo, finaliza como empieza, es decir, algo cíclico, y podríamos estar viendo de nuevo a ese ser misterioso (casi demiúrgico) captando fragmentos de la vida de los Laurent. La inquietante reflexión en que se basa la película ataca directamente a los intelectuales sumidos en un mundo no real, tanto él que trabaja en la televisión (repito, selecciona la realidad que le interesa) como ella (trabaja en una editorial literaria, no tengo más que decir) y su hijo (pijito que en su tiempo libre va a nadar) forman un microcosmos imperturbable en esa casa. Es ese detalle el que interesa a Haneke, poner al hombre en pugna con sus miedos y temores más certeros, los reales, esos que nunca vas a conseguir dejar atrás. Por ello Georges y Anne se indignan soberanamente cuando la policía les dice cómo es el procedimiento habitual de desapariciones, o cuando ella decide contratar un detective, a lo que él, de una forma cínica en exceso, le conteta que "has visto muchas películas". Majid, ese misterioso personaje, no deja de ser la culpa que se aparece constantemente al protagonista para devolverle a la realidad y que no le abandonará nunca. Esto es mostrado de forma bastante dostoievskiana, puesto que ese niño ahora convertido en un inquietante y casi espectral recuerdo no difiere mucho del fantasma que aparece ante Raskolnikov o el demonio ante Ivan Karamazov, o a una cinta que también bebía de las fuentes literarias del escritor ruso, la magistral obra de Fritz Lang Perversidad. Curiosamente, tiene otra cosa en común con estas obras. Al principio puedes sentirte identificado con el protagonista, pero cuando ves como espectador su comportamiento terminas cogiéndole incluso tirria. Georges, además de mentiroso, es mal hijo, y finalmente, y aquí radica la gracia de la elección de Haneke, puedes llegar a sentir empatía por el que en un principio es presentado como actante amenazante al entorno del protagonista.



En su último palito a esta clase social, Haneke hace hueco para no dejarse en el tintero el uso casi religioso de la mentira por parte de los personajes. En contraposición con ese choque que supone enfrentarse a la realidad, tantas veces oculta por esa venda, la familia emplea el engaño como forma básica de relacionarse. Desde el primer momento estamos ante una realidad manipulada, donde el padre no sabe ni qué hace su hijo, puesto que este se lo oculta de forma inocente. Cuando aparece una cinta en mitad de la cena, él lo oculta; cuando descubre quién puede ser el extorsionador, él lo vuelve a ocultar. Una cadena de mentiras que se creó hace 40 años de la forma más rastrera posible, que vuelve incrementándose hasta llegar un punto en el que el matrimonio se cuestione la verdadera base de su relación, la necesidad de la confianza como forma de entender la vida junto a otra persona. Recordando a la coda de Kubrick, Eyes Wide Shut, por la forma en que tortura al personaje (y al espectador) saltando entre realidad y ficción, de forma sutil, Haneke aumenta esa sensación hasta hacer el agobio insostenible, puesto que el hijo también decide unirse al festín mentiroso. Criado en un mundo como el actual, vivo reflejo de su padre, con todas las comodidades del mundo, caprichoso y malcriado, y ensimismado en la natación, no tiene mayor relación con ellos que despedirse de ellos antes de acostarse, del mismo modo que se extraña cuando su padre va a recogerle al colegio "cuando tengo un poco de tiempo". Una familia resquebrajada, muerta y que recibe con esto su toque final. No sé si de forma deliberada, pero resulta especialmente singular el hecho de que Haneke muestre el salón completamente desnudo a excepción de los libros, que se cuentan por decenas en las estanterías, una gran televisión donde siempre hay puestas noticias (siempre graves) que los protagonistas ignoran encerrados en su burbuja, y una gran mesa donde se dan cenas a sus amigos, para dar esa imagen de estar socialmente integrados y comprometidos con las charlas intelectuales que se prodigan entre este tipo de gente, todos ajenos a la praxis de la existencia. Quizás por ello, el director elige tomarse cierta distancia con respecto a la historia, su eleccion de la puesta en escena es fría, sin necesidad de tomar primeros planos y con una violencia real nada coreografiada (el suicidio es escalofriante por la celeridad y la sorpresa con que se produce). Con su radicalidad habitual y un minimalismo muy marcado, deja que todo fluya según el curso natural (todo lo natural que puede ser ir a 24 frames por segundo) y que sean los actores (especialmente un superlativo Auteuil) quienes carguen con el peso de la acción. Para finalizar, recordando al Paul Thomas Anderson de la irregular pero interesantísima There will be blood, escoge mostrarnos ese momento que marca la historia posterior de los tres personajes mediante un plano general de casi 2 minutos, para, como le dice el hijo de Majid a Georges, saber el castigo que es cargar con la vida de una persona.



Lucía y el sexo: Un cuento esquizofrénico-moral



TÍTULO ORIGINAL Lucía y el sexo
AÑO 2001
DURACIÓN 129 min.
PAÍS España
DIRECTOR Julio Medem
GUIÓN Julio Medem
MÚSICA Alberto Iglesias
FOTOGRAFÍA Kiko de la Rica
REPARTO Paz Vega, Tristán Ulloa, Najwa Nimri, Daniel Freire, Javier Cámara, Silvia Llanos, Elena Anaya, Diana Suárez, Juan Fernández, Arsenio León, Javier Coromina
PRODUCTORA Sogecine


Julio Médem supuso un soplo de aire fresco dentro del trillado cine español de comienzos de los 90. Parecía (y lo sigue pareciendo) que no habíamos superado la transición artísticamente, un cine en constante recuerdo de períodos pasados, ya fuese la República o la Guerra Civil, pero nuestros cineastas optaron por un camino muy sobado, probablemente por la necesidad de expresarse tras años de dictadura. Por eso, el toque lynchiano de Médem, su surrealismo, la fuerza de sus imágenes y la capacidad ensoñadora de sus historias marcaron un antes y un después en el territorio patrio. El desborde de imaginación que desprendían sus películas le colocó rápidamente en el disparadero, tanto para lo bueno y para lo malo. Y es que quien ve una película de Médem elige un modo de entender el cine, casi un modo de vida. Un cineasta al que se ama o se odia, un cineasta al que, según sus fans, no hay que entender, o un cineasta al que, según sus detractores, hay que entender. Médem nunca ha sido un tipo de términos medios, de grises, siempre ha optado por el negro o el blanco, y por ello resulta totalmente inclasificable.

El sexo como alfa y omega

Resultaría altamente complicado, por no decir imposible, tratar de extraer conclusiones racionales y demostrables científicamente de una película como Lucía y el sexo, la cual se mueve constantemente entre los terrenos de lo real y lo imaginario con una facilidad absoluta. Y es que Médem plantea un cuento a todas luces, difícil de seguir si se le pretende aportar una linealidad y una coherencia del llamémoslo cine serio, convencional creando la sensación de que estamos ante una sesión de psicoanálisis del verdadero protagonista del relato. Este es Lorenzo, cuya dualidad identitaria bifurca la narración en dos estratos diferentes, uno más luminoso y otro más oscuro y cercano a la pesadilla. ¿Por qué hablamos de un cuento? Porque, como fábula, las intenciones quedan bien claras desde el principio, llegando Lucía a la isla y viendo como una paella se hace únicamente para dos personas, sintiéndose desplazada al ver algo tan tópico y aparentemente tonto, rasgo narrativo inequívoco del género. Con un aire casi desenfadado y construido a base de clichés como una heroína bastante inocente y, en cierto modo, risueña e infantil que busca a su príncipe azul, el director vasco plantea un acercamiento nada sexy o visceral al complemento directo del título, el sexo, y a la doble identidad que tenemos todos y la imposibilidad de mantenerlas. Arranca con una escena idílica y pomposa, romántica hasta el extremo, y desgrana poco a poco la relación entre las personas como uniones establecidas a través del sexo, el cual, ni más ni menos, es el origen de todo, así como el final, aludiendo a la eterna cercanía y necesaria relación entre el eros y el tanatos. Las prácticas sexuales son mostradas casi como un juego, una diversión que sirve como comunión, un intercambio de sentimientos y emociones entre dos personas y que termina convirtiéndose en motor de todo, tanto de una nueva vida como de la propia novela de Lorenzo, el punto sobre el que parece estructurarse toda la trama y que, como su hija Luna, surge a raíz del encuentro con una mujer, abriendo un nuevo camino para la confusión.



¿Estamos ante algo real con personajes de carne y hueso o sale todo de la mente del accidentado escritor, el cual parece que vive por y para plasmar con letras un mundo nuevo? Para resaltar eso, Médem juega hábilmente con la fotografía creando mundos casi abstractos, donde la luz sobreexpuesta y la oscuridad son los que rellenan la imagen, creando un mundo a la medida del relato, especialmente en la isla, centro neurálgico del cuento y lugar que plantea realmente todo el debate cuando Lucía cae por el agujero al comienzo de su viaje cuasi iniciático, a modo de Alicia en el país de las maravillas o la Dorothy de El mago de Oz, el agujero que, según Lorenzo, te permite regresar al punto de la historia que a ti te apetezca, estableciéndose pues un juego cercano a la metaliteratura y una reflexión sobre el propio mundo ilusorio. El hecho de que todos los personajes coincidan ahí, en esa isla que únicamente parece conocer él, le da a todo un aire absolutamente fantasioso, eliminando totalmente los límites entre ficción y realidad y dejando la acción en manos del azar sin más justificación que la credibilidad del propio espectador. En ese juego de verdad o mentira nos encontramos con la compleja relación entre Lorenzo, Lucía y Elena, madre de Luna y que puede llevar a pensar que la heroína es la hija del novelista debido a una secuencia en la que, mientras Lucía y Lorenzo mantienen una relación sexual, Elena da a luz, de ahí que la relación entre ambos entre en crisis en el momento en que el perro sesga la vida de la niña. Esta es representada como algo inalcanzable para el protagonista, la estabilidad que da tener una vida en tus manos, debido a la inestabilidad personal, la cual se le termina de ir de las manos cuando el personaje de Belén, o lo que es lo mismo, el sexo malo, visceral, pasional, se pone frente a él, ya que la película establece dos tipos diferentes de sexualidad, la romántica, que se usa para establecer un vínculo emocional, que siempre aporta algo (Lorenzo-Lucía-Elena) de la eminentemente gozosa y, a la manera de Cronenberg, casi enfermiza (Lorenzo-Belén) que descentra el alma y da como resultado un hundimiento moral y vital para ambos. También el joven escritor cuenta con una representación en su propia historia, al que sólo ven los tres personajes femeninos, Carlos/Antonio.



Como si de un enfermo mental, de un esquizofrénico se tratase, a través de él saca a la luz su lado más animal y primario, ese que está reprimido y que nunca dejamos salir, este misterioso alter ego únicamente aparece para desatar las pasiones más bajas de las mujeres, quienes casi acaban peleadas entre ellas por él, y que termina por destruir al personaje de Belén y a su madre y, finalmente, decide viajar a la isla donde se encuentran todos para despejarse, donde conocerá a Lucía y Elena, hasta que el ego, Lorenzo, llegue poner un poco de orden pero, justo cuando este aparece acompañado por Pepe, desaparece por el agujero para ser sustituido por un faro, el símbolo de Lorenzo cuando hablaba con Alsi, la ciberidentidad de Elena, y, casualmente, nos encontramos con un final típicamente cuentista (en el buen sentido), donde Lorenzo y Lucía terminan juntos y Elena parece darse cuenta de que la chica del padre de su hija no es ni más ni menos que Luna, quien volverá a la vida mientras la heroína se abraza a su príncipe azul una vez que todo ha dejado de tener esa luz blanca tan inexistente y abstracta y el indefinido mundo ha adquirido forma.



Película intensa, totalmente recomendable, a diferencia del cine de Médem, no envejece ni palidece en segundos visionados. Sin llegar al tono pasteloso que alcanzó en la muy repelente Caótica Ana, Lucía y el sexo supone el cénit artístico y visual de un orfebre de la imagen que posteriormente ha sido incapaz de repetir semejante logro. Sutil rompecabezas en el que intentar encajar las piezas hace que pierda parte de su encanto, pudiendo disfrutarse como una historia de amor de esas llamadas inmortales, con unas interpretaciones sobresalientes (Elena Anaya poniendo toda la carne en el asador, casi literalmente) y un uso del digital impactante a pesar de ser pionera en este aspecto.

martes, 4 de mayo de 2010

La trampa de la muerte: El escritor, la vidente, su mujer y el amante



TÍTULO ORIGINAL Deathtrap
AÑO 1982
DURACIÓN 116 min.
PAÍS Estados Unidos
DIRECTOR Sidney Lumet
GUIÓN Jay Presson Allen (Novela: Ira Levin)
MÚSICA Johnny Mandel
FOTOGRAFÍA Andrzej Bartkowiak
REPARTO Michael Caine, Christopher Reeve, Dyan Cannon, Irene Worth, Joe Silver, Henry Jones
PRODUCTORA Warner Bros. Pictures

En La trampa de la muerte, Lumet adapta a Ira Levin, quien ya fue llevado al cine con bastante éxito por Roman Polanski con la muy interesante La semilla del diablo, o por Franklin J. Schaffner en Los niños del Brasil. Fue una obra de teatro representada mundialmente con un éxito anrumador que mezclaba inteligentemente la comedia y el teatro policíaco. En el texto que nos incumbe se nos cuenta la historia de Sidney, un reputado autor teatral en horas bajas al que las críticas de su última obra lo han colocado en el disparadero. Su mujer, Myra, intenta consolarle, hasta que Sidney tiene la idea de robarle una gran obra a un antiguo alumno suyo, Clifford y luego asesinarle para venderla él. Pero los problemas empiezan con la aparición de una vidente.

Un cineasta entre dos orillas

Sidney Lumet dirigió La trampa de la muerte en el que probablemente sea el cénit de su carrera, después de haber dirigido un buen puñado de obras maestras, que incluían cintas como Doce hombres sin piedad, El Prestamista o la notabilísima (y generalmente desconocida) La colina, y un par de películas claves para entender el cine (y la sociedad) de los 70, Network, un mundo implacable y Tarde de perros. Surgido en una generación intermedia entre el gran Hollywood clásico de los Hawks, Ford, Wilder o Hitchcock y los chicos de Corman encabezados por Scorsese, Coppola, Spielberg y Lucas que renovaron la narrativa cinematográfica desde la cinefilia, Lumet siempre navegó entre dos aguas, la de un cine intimista y pequeño, casi cine de cámara; y otro más de género, especialmente el policíaco, donde encontró en Sean Connery a su habitual compañero de fatigas. Y eso sin contar su horrible versión afroamericana de El mago de Oz con Michael Jackson. Pero ambos estilos, que podrían parecer el día y la noche, vistos siempre desde un prisma político y social comprometido y necesario. Como hacían sus compañeros generacionales surgidos de la televisión, Frankenheimer o Peckinpah, mostrar las miseries del ser humano a través de películas codificadas de manera bastante explícita en sus respectivos géneros como El mensajero del miedo o La cruz de hierro respectivamente. Su cine, algo decadente desde los años 90, donde realizó películas de infausto recuero coronadas con el innecesario y pobrísimo remake de la brillante Gloria, de John Cassavetes, se ha visto revitalizado en los últimos años con los estrenos de la irregular aunque interesante Find me guilty, en la que satirizaba el proceso judicial contra un capo mafioso, y la abrumadora Antes que el diablo sepa que has muerto, donde mostraba el lado oscuro de una familia aparentemente feliz, que, como en todo su cine, estaba repleto de personajes de doble cara. Podemos afirmar, por tanto, que Lumet es el cineasta de la mentira, de la destrucción de las convenciones sociales. Parece haber nacido para enseñarnos el desagradable rostro de la verdad, como hacía ese profeta iracundo llamado Howard Beal (un brillante Peter Finch) al que tachaban de loco en Network, un mundo implacable, película que en su día fue calificada de apocalíptica (Lumet nunca ha sido un integrado) pero que, a dia de hoy, parece incluso haberse quedado corta viendo el nivel de bajeza moral que impera en televisión.

Es inevitable compararla con La huella, adaptación del magnífico libreto de Anthony Schaffer. El clásico de Mankiewicz es casi un referente moral cuando se habla de películas de crímenes de impronta teatral, cargados de giros y muy referencial, una estrategica partida metaliteraria donde, conociendo muy bien las reglas del género (en aquel caso la novela policíaca, aquí el mismo género pero en su vertiente escénica). Además de contar, todo sea dicho, con la magnética presencia del siempre soberbio Michael Caine, quien interpreta aquí a Sidney, el dramaturgo en horas bajas. Podemos afirmar que es un film de dos caras analizándolo desde su base teatral en relación a la vasta obra del director de Antes que el diablo sepas que has muerto. La trampa de la muerte supone un retorno al cine de claro corte escénico que el relizador llevó a cabo al inicio de su carrera, pero también un punto de inflexión (no sabemos si para bien o para mal visto el posterior nivel de sus trabajos) ya que es un estilo que difícilmente volverá a recuperar en filmes tardíos, eligiendo un tono con una puesta en escena más trabajada donde el trabajo de los actores va siempre en función de la cámara, y no al revés, como se verá en la siguiente película del autor, Veredicto final, nos encontramos en un terreno más cinematográfico. Podemos afirmar que con la traslación de la obra de Levin realizó un pequeño descanso en un cine habitualmente intenso, un paréntesis para divertirse sin mayores consecuencias.

La mentira como forma de comunicación

La trampa de la muerte tiene dos mitades bien diferenciadas, dos actos, por utilizar el lenguaje profesional, de acabado realmente distinto, pero con una palabra en común: ambición. En la primera parte nos encontramos con una intriga muy bien trabajada, con unos giros de guiones que, por esperados, no dejan de sorprender. Nuevamente tenemos la clásica historia de falsa realidad, de confusión y destrucción de identidades. Como buen dramaturgo que es (quien sabe si, como pedía John Ford a sus guionistas, el personaje tiene una biografía anterior, y en ella fue actor), Sidney ha montado una historia, una ficción absolutísima para su vida. Y Lumet es especialista en tratar la mentira. Durante todo su cine, el maestro ha analizado a grandes mentirosos, hipócritas de todo tipo, desde policías a políticos pasando por simples ciudadanos de a pie. Y Sidney Bruhl es uno más, uno de los peores. Presentado como un ambicioso sediento de éxito, Lumet va deslizando píldoras que desgranan la verdadera personalidad del dramaturgo, rematado por ese larguísimo travelling mientras él llama para quedar con Clifford en el que su mujer, Myra, parece intuir que hay algo raro en esa llamada. Sidney miente por deformación profesional, Sidney ficcionaliza su realidad, parece un personaje que necesita la mentira como el oxígeno. Miente a Clifford, al que lleva al cadalso prometiéndole corregir su obra, miente a su mujer, miente a su abogado y, por supuesto, miente a la vidente. Incluso ensaya esa mentira con Clifford para dotarla de verosimilitud, la verosimilitud que, según Aristóteles, convierte lo falso en creíble, sabedor de la importancia de la exactitud de ese entramado gracias a su trabajo como escritor policíaco, como hacía Laurence Olivier creando las mentiras para Milo Tindle en La huella (en la buena, no en la de Brannagh).

Y la segunda mitad, más imprecisa, más inexacta, más forzada dramáticamente, afianza el gusto de Lumet por las historias de perdedores. Si en Tarde de perros veíamos a una pareja de ladrones que iban a robar un banco y donde cada cosa que podría salir mal salía mal, esa situación se vuelve a repetir en La trampa de la muerte. Una vez que conocemos la verdadera cara de Sidney, su relación con Clifford y el plan que habían tramado para conseguir la herencia de Myra, empezamos a ver a dos grandes mentirosos frente a frente. Clifford escribe una obra de teatro basada en la primera parte de la cinta, pero le dice a Sidney que está haciendo algo de carácter social, pues busca el prestigio crítico, pero lo esconde bajo llave en un cajón y no deja que el personaje de Caine la lea. En este punto nos damos cuenta de que lo único real que sabemos de Sidney más allá de su máscara es que de verdad está en barbecho creativo (Hay que destacar el travelling hacia el rostro de Sidney impotente ante la máquina de escribir mientras las teclas de la máquina de su amante, exultante de creatividad, resuenan como truenos). Por ello, sabiendo que Clifford oculta algo, ha de mentirle: le obliga a dejar la mesa que ambos comparten en su escritura haciéndole ir a diferentes estancias para, al final, decirle "no te he visto". Sabedores ambos de lo que es capaz el otro, se van desnudando y comprobamos cómo son realmente los personajes, y para este arranque de velada sinceridad, ha sido necesario introducir un poco de verdad, esa obra que escribe Clifford en la que se narraría el asesinato de Myra y que podría destaparlo todo. Lumet, con su habitual maestría, comienza a crear un ambiente de tensión insoportable, ayudado (de forma bastante irónica, todo sea dicho) por la codificación del clima como elemento dramático, con esa tormenta constante durante la última media hora de película. Pero el buen trabajo de Lumet no consigue evitar la sensación de forzado que producen muchos momentos ahora. Los continuos giros de guión, la dilatación de la resolución del conflicto, la entrada en juego de la vidente. La intención de burlar y atacar a los elementos claves del género hacen que, irónicamente, caiga en esas mismas reglas a las que pretende parodiar, haciendo que el tour de force del realizador de Fail-Safe sea vacuo y el final de la película algo pesado, a pesar de ese brillante juego de sombras con el que se encadena el momento final.

Porque si hay algo que destacar de esta cinta es el intenso trabajo de Lumet, quien pone toda la carne en el asador en un trabajo que no es todo lo visible que muchos necesitan para valorar una dirección como sobresaliente. Es evidente que su puesta en escena bebe del teatro, y hay fragmentos de la película que son puro plano secuencia interpretativo, donde la cámara se limita a seguir a los actores por el escenario mientras sueltan sus líneas. Pero es que realmente es la funcionalidad lo que motiva a actuar a Lumet. Su estilo, adquirido durante sus años en la televisión realizando obras de teatro y telefilmes estaba marcado por la sencillez y la importancia del actor como elemento simbólico, el centro del drama. Acusado de academicista y simple en muchas ocasiones, Lumet no necesita recargar la acción de primeros planos de forma pueril, si no que se reserva esos detalles para los momentos en que realmente es necesario, como la sensacional escena donde Sidney le hace creer a Myra que va a matar a Clifford y se ve el miedo en el rostro de ella, enfrentado con varios primeros planos del rostro enfatizado de Caine. A destacar también en este aspecto el uso morfológico de la casa, la ubicación del lugar del crimen y el desarrollo de la acción. Probablemente, esto ya esté remarcado en la obra teatral de Levin, que no he tenido el placer de leer ni ver representada, pero no por ello hay que desdeñar la función del realizador cinematográfico, quien muestra una casa perfecta para el crimen con su chimenea para quemar documentos (otro punto clave de esa mirada irónica al género). El propio edificio en sí parece obligar a sus personajes a contar mentiras, a tratar de estar siempre un paso por delante del otro. También hay que nombrar como uno de los referentes morales lo tenemos en La soga, de Alfred Hitchcock. En la casa de aquellos dos asesinos homosexuales interpretados por Farley Granger y John Dall (uy, qué casualidad, como en La trampa de la muerte) había un centro neuralgico al que se dirigían todas las miradas: el baúl. Pues aquí se adopta una estrategia parecida, todas nuestras miradas se dirigen desde los títulos de crédito hacia esa habitación llena de armas utilizadas en la ficción que aparentemente Sidney utiliza como despacho y lugar para la inspiración. La importancia de este sitio se nos indica en dos momentos claves: la "muerte" de Clifford, como buena mentirijilla literaria, sucede aquí, en el lugar donde Sidney trama sus historias y donde, quién sabe, lo mismo planificó esta; y en la visita de la vidente al matrimonio, donde ella anticipa que va a ocurrir una tragedia con esas armas sacadas de las obras del escritor. Por ello, durante toda la obra, especialmente en el último tramo, cuando los personajes hablan de asesinato, de muerte y demás cosas truculentas, parece haber una fuerza superior que los guía hacia ese rincón de la casa. Y para muestra, un botón: mientras Sidney y Clifford ensayan la resolución de la ficcional obra que ambos escriben, el segundo estrangula al primero de forma bastante real, justo en ese punto.

Para concluir brevemente, hay que decir que, dentro de su irregularidad, La trampa de la muerte es una pequeña joya altamente disfrutable, una inteligente comedia de enredos a la que se le perdona el intento de estirar hasta el límite la parodia del género policíaco. Unas interpretaciones de altura, con un Christopher Reeve que aguanta bien el tipo ante todo un Michael Caine, y un soberbio trabajo tras la cámara de un dinosaurio del cine en una de sus películas más nostálgicas y ligeras. Una película a la que no se le puede dar un segundo, porque probablemente perderemos más de un detalle.

lunes, 3 de mayo de 2010

The Assassination of John Dillinger by the coward Melvin Purvis



La historia de John Dillinger, así como la de otros tantos compañeros generacionales del ambiente criminal, ha sido tan trastornada y edulcorada con el paso de los años que cuesta por tanto diferenciar leyenda de realidad, a modo de western. Así comienza la desmitificadora cinta de Max Nosseck, cargada de tantas virtudes como errores, sobre todo la ausencia de un personaje con un drama que le motive y la plana puesta en escena del cineasta. Mientras se proyectan unas imágenes en un cine narrando las fechorías del romántico ladrón, el público contempla estas con expectación, puesto que el plato estrella de la noche está por aparecer: el propio padre de la estrella, quien comienza a narrar ante la atónita platea cómo fue la vida de su hijo. Se puede apreciar una clara intención del realizador y del guionista en esta ubicación espacial: enlazar un documental con la palabra de alguien que, en condiciones normales, no podría mentir sobre la vida de Dillinger, es decir, la pretensión de la cinta es la de trazar un retrato lo más verista (casi objetivo, a la manera de Zodiac) sobre una figura que arroja tantas luces como sombras a los historiadores y mitómanos. Pero del mismo modo tenemos que volver a fijarnos en la ubicación del personaje, el centro de atención de una sala de cine: la pantalla. Contradiciendo a Godard, el cine son 24 mentiras por segundo, y si no mentiras, si engaños o medias verdades, y esta película no es otra cosa que una gran media verdad que coge muchos de los célebres acontecimientos de la vida de este criminal pero a la que se le cae su pretensión de realidad al terminar siendo una mediocre cinta de acción que olvida pronto a sus personajes.

Dillinger es presentado como un sanguinolento psicópata de gatillo fácil pero no se justifica, únicamente porque sí. No es por tanto una versión mitificadora y dulcificada de la leyenda, todo lo contrario, algo sorprendente en la época, puesto que no nos propone la clásica visión de un moderno Robin Hood carismático, si no la desglamourizada vida de un enfermo vengativo que es capaz de matar a sangre fría después de jugar con la víctima, e incluso como un cobarde que le tiene miedo a la silla del dentista. Pero todo ello son meros esbozos que se intuyen y que nunca se llegan a mostrar. La interpretación de Tierney se reduce a poner cara de enfado, aunque salva el papel logrando que, durante algunos momentos muy contados, pasemos por la mente del ladrón, especialmente en los minutos anteriores a su muerte, agazapado como un animal herido en su madriguera. Por tanto, tenemos muchos secundarios que únicamente actúan como peleles de Dillinger pero que no tienen vocación de personaje, únicamente quedan convertidos en actantes cuya función es morir o traicionar al protagonista. Especialmente curioso es el caso de Specs, el que le introduce en el mundo del crimen profesional (antes era un torpe ladrón que robaba para pagarle copas a las mujeres, su auténtica debilidad y la causa de sus males, otro punto que tampoco se explota). Su relación es quizás la mejor establecida en el libreto (siendo muy generosos), y sin embargo se forja de una manera rápida e inexplicable, y de una manera fugar tenemos al protagonista en el grupo de cacos. Nosseck narra, narra y narra y no se para en ningún momento a analizar el por qué de lo que está contando, por ejemplo, con el caso sangrante de la importantísima (y casi obviada) relación del antihéroe con su amante, del mismo modo que tampoco sabemos por qué esta decide salir con el tipo que le ha robado. Por tanto, nos encontramos con una contextualización totalmente difusa y compleja de seguir.

Saber manejar el tempo narrativo de una película es la prueba de fuego de un director. Casualmente, este Dillinger de serie B (incluso diría serie Z) se estrenó el mismo año que la magistral Detour, de Ulmer. En ella, el cineasta sueco demostraba un talento descomunal a la hora de dilatar y contraer el tiempo a su antojo. El juego psicológico en el que sumía a Tom Neal terminaba convirtiendo una pequeña producción sin importancia en un thriller estudiado e imitado por su sobresaliente puesta en escena y su acertado guión. En Dillinger, el constante uso de elipsis hace que la noción temporal sea confusa y que de la sensación de que en las escenas realmente nunca pasa nada de relevancia, puesto que algunas de ellas no llegan ni a los 30 segundos. En los primeros cinco minutos ya hemos visto como el protagonista ha robado por primera vez, ha entrado en la cárcel y ha salido de ella. La historia termina convirtiéndose en un encadenado de secuencias de robos y asesinatos sin ton ni son que no aburren en exceso debido al celerísimo montaje y a la brevedad del relato, puesto que seguir dos horas a este ritmo habría convertido al mediocre realizador alemán en el claro precursor de Michael Bay. Únicamente podemos destacar algún momento notable donde el director deja escapar una idea brillante, como ingenioso el gag donde parece que va a robar y, con el inteligente uso del fuera de campo, terminamos viendo que es un billete (curiosamente, esto a título personal, fue una idea que rodé en primero de carrera para una práctica, así que me lanzaré flores), o la transición inteligente de la escapada de la cárcel de los compinches del protagonista encadenada con un robo al banco. Por contra, algunos momentos que deberían ser cumbres están resueltos de manera apresurada, probablemente por la falta de fondos económicos, especialmente los robos. Si ya vimos que Melville utilizaba un estilo pausado para mostrar las acciones delictivas como un ritual, tomándose todo el tiempo del mundo (así lo atestiguan los 15 minutos dedicados al robo en El círculo rojo), Nosseck parece estar incómodo con estos momentos y se carga de un plumazo cualquier épica o suspense posible, convirtiendo Dillinger en una colección de escenas carentes de importancia alguna.