jueves, 17 de diciembre de 2009

Cine seriado: Caperucita rojo sangre




Decir que la televisión le saca varias cabezas hoy en día al cine sería comentar una obviedad y, a pesar de que me encantan las obviedades, no la cometeré. Hoy he terminado de enfrentarme a esa hercúlea y épica saga que es Red Riding. Y no es que sea especialmente larga, ni que cuente una historia medieval ni nada por el estilo. Son sólo tres capítulos de hora y media de duración cada uno, pero cada minuto esta cargado de una densidad para cuyo comparativo utilizaré una canción de Jethro Tull: Thick as a brick. Y es que Red Riding juega la baza del film noire más puro, ese de "te llevo por aquí... ¡Pero no!" que se sabe grande. Pero empecemos por el principio. ¿Qué es Red Riding? Adaptación de las novelas de David Peace por parte del Channel4 (ojo, no es de la BBC, si no del canal que emite la grandiosa The IT Crowd y que ya decepcionó mucho el año pasado con Dead Set) que conforman la tetralogía Red Riding, es decir, que se han conmido una de las cuatro que la conforman, 1977. Dirigida por tres diferentes realizadorez: 1974, por Julian Jarrold; 1980, por James Marsh (cuyo documental Man on wire ganó el Oscar el año pasado); y 1983, por Anand Tucker. Es deudora del gran cine americano e inglés del género policíaco y negro por su trama, pero totalmente alejado de este por su tratamiento a nivel visual y su tratamiento literario. No estamos ante el brillante (y vibrante) Dennis Lehane, si no más bien ante el Fincher más oscuro y tenebroso, ese que era grande antes de ponerse a dirigir epopeyas románticas. Y es que si hubiera que utilizar una película para compararla con esta ambiciosa producción no habría solución posible, por lo que habría que mezclar dos: Zodiac, el Fincher más denso, obsesivo y estudioso de la psicología de los personajes, y Seven, el Fincher más críptico, truculento y pesimista que sacudió al cine en los 90. Buenos referentes, pero, ¿Cumple con las expectativas?




Para empezar, hay que decir que Red Riding cumple con lo que se propone: el espectador tiene que ver las tres partes enganchado cual colegiala a Física o Química. Es imposible no estar atento a la pantalla durante esa hora y media simplemente magnética que dura cada episodio. El hipnotismo con el que los directores ilustran la historia (especialmente Marsh en la segunda parte) hace que todo se nos muestre ante nosotros de una forma puramente psicológica, casi freudiana. Red Riding se clava en tu subconsciente por la inteligente utilización de la fotografía y del sonido, es una película llevada de forma meticulosa en su vertiente más técnica. Nunca antes se había mostrado una Inglaterra más deprimente (ni si quiera en The Black Adder), nunca antes Yorkshire se había mostrado como un lugar tan poco humano, tan enfermizo, donde vivir es morir cada día un poco. Como dijo Paul Schrader, el cine negro es una cuestión de estilo, casi una forma de vida, y desde la producción se le ha dejado claro a los tres directores. En los sitios que visitamos, ya sean ciudades como Manchester o pueblecitos comandados por un cacique chuloputas, nos topamos con días más negros que grises, donde el sol está más solicitado que un trabajo, y donde las oportunidades de prosperar pasan por ser policía, y no honrado precisamente. Los tres directores ahondan en la personalidad de sus tres sucesivos protagonistas (el gran descubrimiento Andrew Garfield, Paddy Considine, y David Morrisey) creando ambientes opresivos y deprimentes, espacios pequeños donde los protagonistas están casi encuadrados y esto les hace permanecer inmóviles. Y aquí nos encontramos con una de las virtudes de esta notable trilogía: su reparto. Es inglesa, hay dinero detrás y los niños no tienen papeles preponderantes, ergo tenía que tener actuaciones impecables, pero todas ellas con un punto en común: hieratismo casi enfermizo. Todos los actores están a un nivel sobresaliente, sin necesidad de diarrea gestual para expresar emociones. Ver a los actores moverse es todo un gustazo: desde el orondo Mark Addy bebiendo mientras escucha música en su cochambroso apartamento a un joven Andrew Garfield fumando en un pub cargado de un humo tan denso como un buen tazón de chocolate. Y todo ello sin olvidar un auténtico regalo para actores y espectadores, un cojunto de personajes secundarios muy bien definidos aunque apenas aparezcan en la obra, especialmente Bob Craven o John Daws. Estamos pues, ante un absoluto ejercicio de estilo a todos los niveles.



Pero Red Riding no es perfecta, si no hablaríamos de algo así como la obra cumbre del noire en televisión, y aunque estamos ante una serie arriesgada y valiente, hace aguas por diversos problemas, todos relacionados por la pretensión de ser grande como las confusas obras maestras que escribieron los genios del género literario, especialmente Hammett. David Peace y el guionista de la serie buscan rizar el rizo con saltos especialmente complejos y que impiden al espectador imbuirse por completo de la poderosa historia que está contemplando. Y es que, como dije antes, resulta complicado apartar la mirada ante la exuberante puesta en escena que estamos viendo, pero ello no significa que se esté entendiendo lo que pasa. De forma inteligente, la serie va planteando en cada uno de sus episodios un crimen, un aparente mcguffin. Conocemos personajes, intuimos o adivinamos sus intenciones, y nos adentramos en tramas y subtramas que, a su vez, se van ramificando en más, y cada nuevo personaje que aparece trae algo de información que abre una nueva vía. En el primer episodio pasamos de un asesinato a una historia de amor a tres bandas (no diría trío romántico porque en Yorkshire no hay sitio para ello) entre el antiheroico protagonista, la madre de una niña asesinada y el presunto asesino, además de intuir que algo pasa con el joven con ese joven chapero llamado JB. Pero eso aumenta en el segundo. Protagonizado por Paddy Considine y ubicado en 1980, parece que vamos a ver algo relacionado con este pseudo Jack el destripador norteño para, posteriormente, terminar dando un giro completamente diferente y dejando al espectador con una sensción extrañísima, puesto que, sin habernos enterado de lo que sucede, el corazón nos va a velocidad de vértigo por el brutal giro de guión que se produce en el, literalmente, último minuto del episodio. Y cuando el tercero empieza, uno honestamente no sabe por dónde saldrá la historia. Aparentemente todas las conexiones son con 1974, la historia del periodista Eddie Dunford, la trama vuelve a estar estructurada en torno al asesino de niñas, y sin embargo arranca con la mayor parte de los personajes de 1980, especialmente el desagradable Bob Craven (Sean Harris, visto en la primera temporada de Ashes to ashes), y, aunque realmente todo parece estar hilado y cerrado, nos viene a la mente algunas preguntas inevitables: ¿Por qué el personaje de BJ, aparente secundario en todos lo episodios, tiene al final una importancia extrema y no sabemos nada de él? ¿Por qué no sabemos NADA del asesino? ¿Por qué tiene tan poco peso en la trama principal, aunque se insinúe a lo largo de los casi 300 minutos de televisión? y, más importante aún, ¿Por qué es imposible tomarte en serio algo donde salga Pepón Nieto?



No obstante, a pesar de sus fallos perdonables, Red Riding es toda una experiencia, para lo bueno y para lo malo. Siento no poder adjuntar el tráiler poderoso, pero tiene desactivada la inserción.



viernes, 4 de diciembre de 2009

Celda 211: la grandeza del género



Cuando uno termina de ver Celda 211 y aparece Dirigido por Daniel Monzón, lo primero que pasa por su cabeza no es la calidad de la película, ni la monstruosa creación de Luis Tosar, ni si quiera esa agradable sensación de haber invertido de una manera excelente 5 euros y 2 horas de tu vida. La primera cosa que surca nuestra mente es qué falta en España para hacer más cine como este, de género, arriesgado, valiente, capaz de enfrentarse a cualquier película extranjera y ganar. ¿Falta de talento? ¿Guionistas incapaces? ¿Productores que prefieren no arriesgarse y seguir viviendo de las subvenciones del gobierno para cubrir presupuesto en lugar de crear un producto atractivo para el público? Servidor, por desgracia, no tiene la respuesta, aunque se inclina por esto último. Pero me centro en la película y me olvido de caraduras. Podríamos considerar Celda 211 como la catarsis de esta nueva ola de directores salidos del audiovisual, herederos de la tradición de Amenábar, de realizar un cine de género capaz de trasladar la concepción norteamericana del espectáculo a un estilo más patrio (falta de dinero, vamos). Con más (La noche de los girasoles) o menos suerte (Bosque de sombras, El rey de la montaña, 3 días, Alatriste), en los últimos años se ha intentado hacer algo diferente, y ha sido alguien que ya intentó acercarnos al cine mainstream patrio hace años con la irregular aunque curiosa El corazón del guerrero, y que luego con La caja Kovak intentó acercarse a una mixtura del cine hitchcockiano y del fatídico demiurgo que controla el destino del protagonista languiano (de Lang), aunque sin demasiada suerte. Consciente de sus limitaciones como director, buen artesano aunque excesivamente inconsistente para considerarle un gran director, Monzón crea aquí, con la colaboración del habitual guionista de Álex de la Iglesia, un guión férreo en sus aspectos principales, que únicamente languidece en detalles menores, pequeñas trampas y resortes que no lastran el resultado final de la película, amén de un reparto bastante irregular, por no decir malo, pero que si se hubiesen pulido podrían haber hecho de Celda 211 una de las mejores obras maestras que el cine a nivel mundial ha contemplado en muchos años. Y es que, sin abandonar el código del cine carcelario, siendo una película que contiene todas las claves (buenas) del género, esta estimulante propuesta sabe ser película y no remiendo de homenajes, con un universo propio, tanto a nivel argumental como a nivel puramente visual, donde el trabajo de Monzón, salvo en algunos momentos, es brillante, y donde esa conjunción literaria y técnica dan como resultado un agobiante thriller que bordea entre el psicológico y el suspense más puro y duro sin abandonar nunca la que parece ser principal idea de la cinta: cargar contra el estamento público y la doble moral de la sociedad del bienestar.


El primer plano de la película ya nos muestra el infierno donde nos vamos a adentrar. El dueño de la celda que da nombre a la cinta se corta las venas y, sin evitar la violencia en primer plano, Monzón nos muestra el lento suicido de un hombre que no podía aguantar más la muerte aún más lenta a la que estaba siendo sometido en ese infierno terrenal que es la cárcel de Zamora. Comienza a jugar sus cartas y a someter al espectador a un pulso mental que le llevará a adentrarse en el juego del ratón y el gato que lleva la película constantemente en un ejercicio de funambulismo kafkiano que recuerda, no obstante, a la también interesantísima Distrito 9, que nos narraba la pérdida de identidad de un hombre corriente. Y si antes hacíamos referencia al destino que jugaba con el protagonista en La caja Kovak, es necesario volver a la influencia de Fritz Lang en esta cinta. ¿Qué obliga al protagonista, un irregular Alberto Ammann, a ir un día antes de comenzar su trabajo, en lugar de quedarse con su mujer embarazada en casa? ¿Qué le obliga a ir para, casualidades de la vida, golpearse por puro azar con una piedra caída del techo y terminar metido en la chabolo 211, un lugar casi maldito, en lugar de haber sido llevado a la enfermería? La apariencia. El guión plantea, durante toda la película, la transformación del personaje a través de su apariencia, recurso que podría ser obvio pero que está usado de manera excelente. Cuando su mujer le pregunta por qué tiene que ir un día antes, él responde que quiere dar buena impresión, quizá la del buen policía, honesto y sin miedo. Ella le responde “No lleves nada”, aludiendo a que se comporte como es con ella cuando están desnudos en la cama después de hacer el amor, donde él se muestra abiertamente tal y como es, le confiesa todos sus miedos, y que no entiende que ella esté con él, un simple funcionario, pudiendo escoger al hombre que quiera. Esa importancia de la apariencia se vuelve a demostrar cuando estalla el motín, y se quita todo aquello que le une al mundo civilizado (móvil, anillo de compromiso, etc...) tras lo que es llevado directamente la zona más baja, al comedor, a encontrarse con el mismo diablo en la boca del infierno: Malamadre le pide que se desnude, que se muestre como es, le quita sus atuendos de chico bueno, y, una vez visto, le pide que se vuelva a vestir, pero Juan nunca llega a ponerse la ropa por completo. Comienza así su descenso a los infiernos mediante una transformación terrorífica marcada por la violencia. Como si de un antihéroe eastwoodiano se tratase, “Calzones”, como llaman a Juan los reclusos, ve marcada su vida por actos violentos hasta que todo estalla y termina convertido en uno más del recinto. Juan es miedoso cuando está desnudo, y el hombre con miedo actúa mediante la violencia. La cinta mantiene constantemente la tesis de que el hombre es malo por naturaleza, sólo hay que despojarle de sus accesorios: los objetos que le humanizan y le dan aspecto políticamente correcto. Una vez que se ha despojado de ellos, actuará mediante instintos (algo que le recrimina Malamadre: “La próxima vez que actúes por ti mismo, te rajo”, como si él fuese el cerebro de esa cárcel y únicamente de su cabeza pudieran salir planes) y dejará fluir su lado anárquico y bestial. La celda 211 y el dios de esa cárcel, Malamadre, un Tosar que ha creado al Joker español, parece haber cumplido su cometido: enloquecer al dueño y llevarle hasta el fin.



El otro pilar sobre el que se sustenta el gran libreto es el poder público, y la forma en que este se maneja con la sociedad gracias a los políticos: la mentira. En un momento en el que la crisis agudiza más que nunca, y tras estar nuestro gran presidente negando dicha crisis hasta que le estalló en la cara, la ministra de economía sale diciendo que ve mejoras, cuando en breve llegaremos a los 4 millones de parados. Esa sensación de vulnerabilidad de la sociedad española ante la mentira ejercida por los políticos es plasmada de forma magistral en la cinta: las negociaciones están en sus manos, y juegan y manipulan a los hombres como quieren. Cuando Elena llama a la cárcel para ver cómo está Juan, su compañero le dice que está estupendamente pero que no puede hablar; y a la inversa cuando Juan quiere hablar con su mujer; del mismo modo, Almansa, el enviado del ministerio, le dice a Malamadre que únicamente hay cuatro heridos, cuando el número total asciende a 25. La mentira también se extiende a ese juego de identidades y apariencias que aparentan tener todos los personajes, a excepción de los presos y de los dos caracteres más cercanos a Juan: Malamadre y Elena. Si todos los funcionarios son etiquetados como mentirosos y manipuladores, no lo son menos los hombres que trabajan para ellos “dentro”: Apache, tal y como se desvela al principio, es un confidente, y Juan se inventa ese disfraz de asesino para pasar desapercibido entre verdaderos criminales. Todo ello es una estratagema para tratar de ganar el juego, una red de mentiras (sin intención de aludir al trabajo de Ridley Scott) que, irónicamente, deja a los presos como los únicos hombres honestos, animales que no se revisten de nada y se muestran tal y como son, y así los tratan desde arriba: su única petición aceptada es la de las gambas, carnaza para tener distraidos a las presas. También tenemos a unos funcionarios pusilánimes, como el alcaide de la cárcel, incapaz de dar la orden de ataque porque supone mucha presión para él, o Bernardo, un hombre incapaz de enfrentarse a los problemas, como cuando tiene que detener a Utrilla (un flojo Resines) mientras golpea a un prisionero enfermo, o capaz de huir dejando a un novato en medio de un motín. Estos, refugiados en su posición física superior (la torre desde donde controlan todo movimiento y miran a los animales como al animal casi como el malvado Zaroff que se sabe superior), juegan su particular partida de ajedrez con el único hombre de la cárcel que realmente actúa con cabeza y no como un animal: Malamadre. Y dentro de esa partida aparece una ficha con la que no contaba nadie: los presos de ETA, y que derrama una conclusión bastante chocante: asesinos en masa, tienen más privilegios que nadie. En la cárcel también hay clases, y la vida de estos asesinos es más válida que la de otros asesinos (quizás porque, como dice Tosar, “has demostrado que eres más asesino que todos los de aquí… eso sí, en la distancia, con bombas…”). Cuando aparece alguien muerto y todos piensan que es un etarra, los policías se vuelven locos, pero cuando se descubre que no es uno de ellos, los policías parecen decir: tranquilos, es sólo otro muerto más. Esta escalofriante revelación política eleva la tensión de manera abrumadora y significa el último paso de Juan hasta la transformación total en ese animal, ese monstruo que llevaba escondido, y que lleva a un final que, como la cinta, carece de toda épica, porque en ningún momento hemos visto una película donde se hable de la grandeza de sus personajes. Todo lo contrario, Celda 211 está llena de mentiras, violencia y una dura y aplastante realidad.




sábado, 3 de octubre de 2009

Clough/Revie: El desafío



Cuando era un pipiolo, el fútbol ya era mi gran pasión, y comencé a meterme en el mundo maravilloso de la liga inglesa, con su balón Mitre (mitiquísimo), su Manchester United arrasando, y su fútbol agresivo y vibrante. Recuerdo perfectamente una tarde de sábado, en la que el Leeds United de Anthony Yeboah goleó en casa al siempre humilde Wimbledon, y luego fui a la librería que estaba al lado de mi casa. Allí vi un librito de bolsillo titulado Los 20 clubes más grandes de Europa, y me lo compré. Ojeándolo de camino a casa, veía cómo hablaban de todos los monstruos del deporte: Real Madrid, Bayern Munich, Barcelona, Milán, Inter, Juventus, Liverpool... hasta que me paré en uno que ni me sonaba: Nottingham Forest. Para mí el nombre de esa ciudad iba asociado inevitablemente a Robin Hood y a su sheriff, y no me sonaba dicho equipo como un grande de Europa. Empiezo a leer su ficha y lo primero que me llama la atención es lo que dice en sus títulos: dos Copas de Europa ganadas en dos años consecutivos en manos de su entrenador más legendario, Brian Clough, a pesar de ser un equipo sin tradición alguna de grande, y que desde ese momento se convirtió en una de las grandes escuadras del fútbol inglés, destacando por hacer algo diferente: juego por el suelo y con gran importancia de las bandas, eliminando el arcaico sistema de juego basado en el estilo directo de las islas. Aparte de eso, Clough fue un icono del fútbol británico durante dos décadas, un personaje al que odiabas o amabas sin condición, puesto que con sus polémicas declaraciones no había término medio, lo que le costó el gran sueño de su vida, entrenar a la selección inglesa, a pesar de que su nombre siempre se oyó para el puesto. Era conocida su relación de odio absoluto con Don Revie, maestro de la vieja escuela del fútbol británico, al que Clough acusaba de entrenar a sus jugadores como si fueran auténticos maleantes, en contraposición con su estilo de juego, limpio y pragmático. Este es el punto de partida de The Damned United, en la que Peter Morgan (al que podríamos ir calificando de nuevo guionista estrella del cine, puesto que casi se le puede considerar el autor de sus pelis, abriendo el debate de esa autoría que sembraron otros como Arriaga y Kauffman), junto a su inseparable Michael Sheen, vuelve a diseccionar algo que parece obsesionarle de forma enfermiza: el poder y la ambición desmedida, tomando un patrón parecido a su magnífico trabajo en Frost/Nixon, la confrontación entre dos personalidades de fuerte carácter unidas contra su voluntad por un destino juguetón (las bolas del sorteo de la FA Cup).

Y es que, si nos detenemos a analizar las figuras construidas por este solvente guionista en sus anteriores films, podemos formar una trilogía sobre protagonistas a la sombra del poder. Tanto en The Queen como en la citada revisión de la entrevista al más polémico presidente americano hasta Bush comparten con The Damned United el protagonismo de un personaje sometido a otro: tanto Isabel II a la mayor popularidad de la siempre cargante Lady Di al David Frost incapaz de domar el poderío del flebítico Nixon son primos hermanos de este Brian Clough de ecos shakesperianos, quien siempre intentó superar ese muro que fue el brillante trabajo de Don Revie en el Leeds United por un desprecio que le hizo cuando se enfrentaron y Clough entrenaba al modesto Derby County. Nos enfrentamos a la clásica historia de ascenso y caída de un personaje al que podríamos calificar de magnicida (por su intento de destronar a Revie): egocéntrico, maniático, obsesivo, y prepotente. Brian Clough es más parecido a un gangster coppoliano o walshiano extraídos a su vez de los modelos shakespirianos de la épica y la traición y posterior caída que el clásico entrenador de fútbol de un equipito inglés: gran cerebro, manipulador, frío, y con un gran consejero. Descrito con precisión milimétrica, Morgan opta por desarrollar esto a través de su relación con su mejor amigo y casi hermano, Peter Taylor, aquel que le aconsejaba en los fichajes y del que muchos sospechan que fue quien realmente construyó la grandeza de los equipos entrenados por Clough. La relación simbioide entre ambos es planteada casi como la amistad de dos adolescentes enamorados que cuchichean y critican al profesor (el presidente), que se llaman por teléfono mientras comen y sus respectivas mujeres les echan la bronca porque la comida se les enfría, dos tontorrones obsesionados por el fútbol y que no pueden vivir el uno sin el otro. Por tanto, debido a la inmadurez y los delirios de grandeza de Clough se producirá la inevitable pelea y pérdida de la cordura del protagonista que le lleva a su descenso más absoluto cuando buscaba las ansias de gloria, significando el pistoletazo de salida de su pérdida de identidad. Infantil y caprichoso, su inmadurez proviene de su obsesión por su enemigo, llegando a sacrificar el partido más importante de la historia del Derby ante la Juventus por ganar al Leeds de Revie (incluso llega a coger una escena impactante de Frost/Nixon, como es la de la llamada telefónica entre ambos, y trasladarla aquí para que Revie sepa por boca de un hundido Clough que los chicos del Leeds le desobedecen porque siguen queriendo a su antiguo míster). Hooper opta por ensombrecer la visión del míster más aún, dejándole abandonado tras pelearse con medio mundo del fútbol, con Longsam, su presidente, y con Peter Taylor, su inseparable Sancho Panza de sus quijotescas aventuras por esos campos embarrados de la Inglaterra más profunda. Todo por su gangsteriano intento de suplantar a su enemigo y ponerse en sus zapatos, obviamente, fracasando. No se trata por tanto de dar un mensaje moralizante, si no de hablar de una cualidad que cada día está más ausente en el mundo del fútbol: lealtad.

Y es que The Damned United es también el retrato más acertado del mundo del fútbol, el nerviosismo de contemplar un partido, la incertidumbre del entrenador ante el resultado, la presión de la grada, el vértigo del futbolista en el vestuario y los pasillos al saltar al campo, y una visión romántica de esa idea primigenia de este deporte, ya perdida salvo para algunos: ganar por encima de cualquier cosa. Revie y Clough, Clough y Revie, dos estilos tan dispares para un único fin: levantar títulos. La película plantea, de forma muy indirecta, el debate de cómo era el fútbol antes de la dichosa llegada de las televisiones, de la ley Bosman, de la globalización deportiva, en definitiva, del dinero. Longsam, presidente del Derby County, es presentado como el clásico Florentino Pérez de provincias, obsesionado con el dinero e incapaz de prestar atención a la parte deportiva del equipo, ajeno al trato humano, provocando la clásica lucha de egos que termina con la ruptura y derrota de ambas partes. A pesar de, en muchos momentos, mostrar una visión nada condescendiente de Clough, es clara la posición que toma el director: el club es una familia y entrenador es como un padre encargado del bienestar de sus hijos. Acoge a un jugador acabado y envejecido como Dave Mackay y le convierte en el líder y alma del equipo en el campo, afianza a jóvenes promesas como McGovern y les da todo su cariño. Protector con sus jugadores, el vestuario se presenta casi como un lugar sagrado en su época del Derby (el director entra con gran angular para engrandecer ese diminuto espacio) donde consuela a sus jugadores, les motiva y les aconseja, y en el Leeds, su llegada es mostrada como una invasión, los divos con los que tiene que convivir no le permiten la entrada, como si se tratase de un padrastro que ha venido a ocupar el lugar de su verdadero padre. También retrata mejor que nadie la soledad del entrenador en los malos momentos. Tanto el guión de Morgan como el distante aunque competente trabajo de Hooper brillan en la tesitura de hundir al entrenador exitoso mostrando con gran pericia la montaña rusa que es el fútbol. Cuando hace 2 años Juande Ramos dejó al Sevilla más exitoso que jamás había existido por el Tottenham, la gente pensaba que iba a convertir al jewish team en una máquina de ganar al llegar como un auténtico ídolo, y, menos de un año después, fue despedido tras conseguir el peor inicio liguero de un equipo que se había gastado una salvajada, eso sí, consiguiendo un gran finiquito. Clough destruye sus principios al ser elegido por los dirigentes del Leeds como un proyecto seguro y finalmente es incapaz de entrar en los dominios de otro, siendo despedido y llevándose por ello un dineral y, como el hijo pródigo, la capacidad de reconocer sus errores y refugiarse junto al hombre con el que hizo leyenda, Peter Taylor.

lunes, 27 de julio de 2009

Red de mentiras: La policía del mundo



El principal problema que puede presentar al espectador Red de mentiras es esperar de ella algo más de lo que verdaderamente es y puede llegar a dar bajo cualquier interpretación posible. Por su confuso tráiler podíamos esperar un intrincado thriller psicológico y político con el actual conflicto palestino de fondo, casi el reverso tenebroso de la bufonesca Quemar después de leer de los Coen, puesto que, como decía J.K. Simmons en el film de los hermanos, "que alguien me llame cuando algo de esto tenga sentido", que era más o menos lo que nos anunciaba. Funciona del modo que hace un par de años cuando algunos se llevaron un chasco tremendo al ver Diamantes de sangre, del siempre pirotécnico Edward Zwick, y comprobar que únicamente se trataba de una película de acción bien realizada a la manera del modelo del sistema de estudios: historia de amor y secuencias de acción para un thriller camuflado de pretendida denuncia social servido con una gran realización a manos de un artesano bastante más que competente (cuando el guión se lo permite). Y es que no hay más, ni trucos de magia ni dobles lecturas, ni la complejidad intelectualoide y el sabelotodismo naif de Syriana ni la vacuidad de La sombra del reino ni la virulenta tragedia de Jarhead, una trama sencilla que el guión pretende llevar al límite mediante un juego de espejos literario y un subtexto tan evidente que es la perfecta muestra de cómo funciona el sistema actual: Hollywood da la oportunidad al espectador de pensar que hay una posible crítica a Occidente desde dentro del propio enjambre con una superproducción con un ex ídolo teen y uno de los mejores actores del mundo cuyo pasatiempo es armar gresca allá por donde pasa y que termina siendo una versión muy light de Lawrence de Arabia, y que si funciona, más allá de por la idealizada presencia del personaje de Di Caprio, atrapado entre dos mundos, es por la cruda imagen que se muestra de la mayor potencia de este mundo convertida aquí en una especie de Partido orwelliano que todo lo ve y controla.

Y es que es más que obvio que la obra maestra de David Lean, esta sí rica en su retrato de una cultura diferente y de un personaje cargado de matices, es un referente marcadísimo a fuego en la novela de Ignatius, o al menos eso parece según el guión de William Monahan. No deja de ser una versión cibernética y modernizada del clásico de aventuras de los años 60: un tipo que trabaja para una potencia de occidente trabaja en mitad de un conflicto en Oriente Medio y comienza a sentirse incómodo con su país por sus mentiras al tiempo que se hace a la cultura autóctona y decide ser un musulmán más. Le incluimos un romance con calzador y ahí tenemos Red de mentiras. Los personajes son planos a la vez que la trama lo es, aunque busque engañar al espectador, y el protagonista, interpretado por Di Caprio, llega a cansar de lo romántico de su construcción. Es un T.E. Lawrence de diseño cuyos remordimientos están sujetos a la subtrama romántica que afea el conjunto y a un compañero muerto al principio, un lugareño utilizado por los Estados Unidos y desechado cuando llega el momento. Tenemos un buen reguero de tópicos, vistos últimamente en las cintas ya nombradas de Gaghan, Berg, Mendes o en Munich, de Spielberg, esta última muy superior, sobre la culpabilidad de Occidente, la crueldad y el alienamiento que provoca nuestro sistema capitalista y la prescindibilidad del individuo por parte de los políticos y burócratas. Es demasiado científica y rigurosa cuando se trata de explicar cada pequeño detalle de las operaciones pero sin embargo utiliza brochazos para describir la psique de sus personajes. Porque como la cinta del bueno de los Scott funciona es como un James Bond menos glamouroso, a pesar del barnizado multicultural que se le pretende dar. Hay escenas de acción brillantemente rodadas, muy buenas interpretaciones, especialmente Crowe y un magnífico Mark Strong, y una estupenda fotografía, amén del intenso trabajo del director en escenarios naturales, que recuerda a la minusvalorada Black Hawk derribado, que contenía algunas de las mejores secuencias de acción del género bélico moderno, que casualmente comparte con esta su tratamiento romántico del héroe protagonista, aunque disiente de la vísión que se da de Norteamérica, puesto que el accidente en Mogadiscio era más bien panfletaria.

Pero lo realmente interesante de la cinta es comprobar cómo se muestra a Estados Unidos. Bien es cierto que hay un antiamericanismo algo pop para acercárselo a la gente, quizás consciente de su proximidad con la cercanía de su estreno a las elecciones que proclamaron a Obama como presidente, pero no por ello es menos interesante y real. El Hoffman interpretado de forma soberbia por Crowe es una extensión del Allenby del clásico de David Lean, manipulador y mentiroso. Caracterizado como un gordo cuarentón que vive en una gran casa, con barco y bebe cerveza a raudales, se sienta en su despacho y, como si se tratase del Cristo de El Show de Truman, controla la vida de Ferris y, por extensión, del mundo entero a través de una pantalla enorme llena de botoncitos, a la vez que, de manera nada disimulada, cuida de su país, representado en eso tan americano que es la familia: lleva a su hijo a orinar y le indica cómo hacerlo bie, y se permite ser un amigable y entrañable padre en los partidos de fútbol de su hija. La tan conocida doble moral norteamericana en su mayor exponente. Del mismo modo que puede celebrar acción de gracias y transmitir la imagen de la moral capriana y familiar de foto, esa que destruyó Mendes en American Beauty, puede empezar a matar gente, comenzar una nueva guerra, y utilizar de manera reiterativa a diferentes personas para deshacerse de ellas a la mínima con suma facilidad. También atiza a los políticos que mandan y que ordenan sin saber realmente qué hacen, esos que siguen viendo como salvajes a los pueblos orientales, y cuyos culos son salvados por los hombres de campo. Y por volver a hacer comparaciones con Lawrence de Arabia, el personaje, consciente de la forma de trabajar de su país, la autonombrada policía del mundo, decide abandonarles (volvemos también a Munich) y dejar en manos de los propios países musulmanes que resuelvan sus conflictos, quizás la solución, puesto que estos se bastan y se sobran para engañar a los multimillonarios satélites de Hoffman con apenas una ventisca en medio del desierto. Este último punto pone el dedo en la llaga del sistema americano: la tecnología es débil y es el punto débil, y los enemigos saben cómo hacerla caer, atacando también a la dependencia occidental de la vida tecnológica (el personaje de Crowe está ciego por la ventisca antes citada). Por este mensaje tan aparentemente incendiario, es una auténtica pena que todo acabe como lo hace, con un clímax tan descafeinado y alargado como típico, ya que, si pregonas pesimismo, se valiente y actúa en consecuencia. La aparición final, muy séptimo de caballería por cierto, del servicio secreto jordano, es una absoluta incoherencia, a pesar de que se pretenda unir a la ya mencionada bofetada tecnológica a los EEUU mediante el estilo diferente de negociar y actuar que tienen por allí. Por esto último, yo me tomo Red de mentiras como una brillante película de acción, no sé si la mejor, pero sí la menos decepcionante.

jueves, 11 de junio de 2009

Río Rojo: Tiomkin y Hawks, cambiando los scores del western

Cuando hablamos de música en el western, lo primero que se nos viene a la cabeza es la pegadiza melodía de El bueno, el feo y el malo, que creó Ennio Morricone para la soberbia obra maestra ideada por Sergio Leone. Es inevitable haberla tarareado y habernos sentido fascinados por la vibrante composición del maestro italiano, que ya fue precedida por los chasquidos y las trompetas de Por un puñado de dólares y el silbido de La muerte tenía un precio, además de utilizar en la trilogía un tema asociado indiferentemente al imaginario musical del western: el degüello. Jugando a las muñecas rusas, y abriendo la caja de este tema musical que se hizo famoso por ser el tema de la batalla de El Álamo, hay un nombre unido a él para la eternidad: Dimitri Tiomkin. El compositor ucraniano pertenece a esa generación de compositores del sinfonismo cinematográfico norteamericano junto a los Young, Steiner, Waxman, Rozsa o Newman que comenzaron a desprenderse del ideal sonoro hollywoodiense para comenzar a crear una autoría en las bandas sonoras, y a alejarse de los cánones compositivos formulaicos. Artesanos, como los grandes directores de la época al servicio de un estilo marcado por el gran productor de la compañía, a sueldo de una gran empresa que solía contar con diferentes músicos para cada género, y el western estaba cercano a la aventura, que se guiaba por la fanfarría diseñada por Korngold para el Robin Hood de Curtiz. Todos ellos empezaron siendo parte de ese engranaje que marcaban las majors, diseñando un sonido complementario para la acción, pero que no lograba diferenciar a un compositor de otro, hasta que apareció, de la mano del enfant terrible por excelencia, Herrmann. Obviamente, es imposible entender la banda sonora en el cine sin el maravilloso trabajo del cascarrabias en la obra novel y cumbre de Welles, Ciudadano Kane, la primera que se atrevió con piezas cortas alejadas de un simple leitmotiv que se repetía durante todo el metraje.

A pesar de esta irrupción tan bestial, Tiomkin trabajó a un ritmo frenético de modo impersonal durante años, hasta que comienza a intuirse un cambio estilístico a raíz de un encargo megalómano de, quién si no, Selznick. Duelo al sol era la ambición desmedida hecha cine, lo exagerado llevado a la pantalla. En este melodramón camuflado de western se atisban cambios en la forma de encarar la musicalización del género por excelencia. Todo tiene un tono más épico, se aleja de las composiciones sencillas del género hasta ese momento, que el propio Timonkin ya había tocado con El forastero y del toque folclórico de John Ford, para diseñar las pautas de las posteriores grandes bandas sonoras del oeste. La pasión desbordada por el irregular título del maestro Vidor iba acompasada con un nuevo estilo en el sonido. Más oscura y cargada de matices, más abierta al juego psicológico de los personajes y más capaz de mostrar una visión instrospectiva de estos, la partitura del compositor parecía abrir un nuevo camino, mucho más maduro y abierto, iniciando la creación musical del mito del western y los cánones que le acompañarían durante años con la denominación de "clásico", antes de la aparición del western sombrío de los años 60.

Cuenta la leyenda que Howard Hawks buscaba hacer un western como los de John Ford. Profundo, de calado moral más que meramente aventurero, con la condición del hombre como fondo y con un drama completamente épico. En su afán de ser fordiano hasta la médula, el realizador de Scarface comenzó una fructífera relación con el actor fordiano por excelencia, El Duque, e incluso contrató a una actriz que tendría una presencia importante en el cine del realizador de Maine, Joanne Dru (la chica de la cinta amarilla), además del maravilloso Walter Brennan, quien un par de años antes había interpretado al terrorífico Pa Clanton en ese canto romántico que era Pasión de los fuertes, además de copiar el inicio de esta, con la muerte de alguien querido para el protagonista. Hawks, alguien que llevaba haciendo obras maestras desde que el cine era cine, pretendía darle una renovación a un género que no había avanzado prácticamente nada desde su resurgimiento allá por el 39 con La Diligencia, y con el impecable guión de Chase y Schnee, construyó una tragedia griega de proporciones épicas, y para ilustrar musicalmente la homérica travesía de John Wayne y Montgomery Clift eligió al tipo que hizo ese score tan novedoso en Duelo al sol. Probablemente, Tiomkin no tenía ni idea de lo que iba a crear, pero desde el mismo momento en que arrancan los títulos de crédito de este magno western, asistimos a un cisma en la historia de la música para este género:




Desde aquí, la música de western deja de ser generalizada como música de cine y se convierte única y exclusivamente en música de western, nace un estilo marcado a fuego. Con unos coros poderosos, el tema principal de Río Rojo se convertía en el leitmotiv que perseguía a los personajes durante su aventura, y servía para penetrar en las emociones que dibujaba Hawks en pantalla. Si el director rompe aquí con su transparencia en la narración para mostrarnos la que es quizás su película más personal, Tiomkin le sigue el juego y logra crear un complejo entramado de tonalidades que va del toque juguetón de las baladas del oeste, algo típicamente americano y verdaderamente fordiano, hasta adentrarnos en pasajes más sinuosos que presiden escenas como el entierro o el abandono del personaje de Wayne por parte de la compañía, hasta estruendosos coros que acompañan los impresionantes planos generales que llenan las espectaculares secuencias de transporte del ganado. La película se balancea entre el blanco y el negro y así es su música, capaz de moverse sinuosa y suavemente entre lo terrorífico y lo hermoso. Refleja con agudeza la acción mediante omnipotentes trompetas, grandes tubas para el peligro, la tristeza con sutiles violines, melodías turbadoras casi imperceptibles para los momentos de tensión psicológica, todo ello pasado por un nuevo barniz genérico. La partitura está trufada de melodías llenas de fuerza y parece irrumpir para decir Aquí está el western, delimita física y temporalmente el lugar de la narración, permitiendo al espectador ubicarse a través del oído, algo simple y reconocible, como haría Ford con su puerta abriéndose al inicio de Centauros del Desierto. Quedaba codificado el sonido western de una vez por todas, adherido ya a la propia mitología e iconografía audiovisual genérica. La música era, por fin, un referente psicológico de los personajes que se adentraba en sus dramas internos más allá de un acompañamiento que realzase la descripción del guión. Y por fin un compositor del sistema de estudios era capaz de dejar su sello personal en su trabajo, y de adelantarse a la generación de los North, Berstein, Goldsmith y cía, probablemente los primeros compositores norteamericanos autoreferenciales de la historia del cine sin influencias de los jefazos, más minimalistas y más cercanos a los Barry, Jarre, Rota o Delerue que a los grandes maestros del sistema de las majors. Posteriomente vino la célebre balada Do not forsake me, de Sólo ante el peligro, Río Bravo de nuevo junto a Hawks, que utilizaría el degüello en una bella escena crepuscular para presagiar la tormenta y el encierro, canción que derivaba de El Álamo, compuesta también por el propio Tiomkin, y toda la música para el western mamó de la rupturista obra del compositor, e incluso alguien con un sello tan propio como Steiner discutió con Ford por elaborar una banda sonora del mismo corte, tan poderosa como la de Río Rojo, para la cima del género, Centauros del desierto.

sábado, 6 de junio de 2009

Cine seriado: State of play; todos los hombres del editor




Hace unos años, esa obra maestra del cine moderno que es Buenas noches y buena suerte, rodada en pulcro blanco y negro, nos narraba las vicisitudes de un tótem de la libertad de expresión, los riesgos que corrió por la verdad y la presión política que tuvo para que cerrarse la boca. Era, en definitiva, una oda al periodismo de calidad, al de investigación, el de aferrarse a una idea que se cree justa, aunque no por ello dejaba de ser crítica con ciertos aspectos informativos, o normas de la cadena o grupo empresarial tras el periodista. Clooney evidenció un profundo respeto hacia la profesión, pero eso no le impidió lanzar alguna puyita que dolió a más de uno, siendo coherente y retratando un mundo que no es feliz, y que hace del claroscuro su forma de ser y existir. El periodismo como tal es el tema central de State of play, magnífica miniserie de la BBC que cuenta una intrincada trama de corrupción política y personal en la se radiografía la tarea del reportero, del redactor, del editor, y, por qué no decirlo, la mentira como forma de relacionarnos. Como lo fue la citada película sobre el duelo entre Morrow y McCarthy, la miniserie de Yates busca ofrecernos el retrato más fiel posible del idealismo periodístico, la deuda recíproca entre estos hombres y la sociedad, pero no es un idealismo dulzón, feliz, si no que tiene dos caras. No hay triunfadores, sólo profesionales que saben perfectamente a lo que se acogen. El trabajo tiene riesgos, y aquí se exponen de forma cruda y evidente. Como los policíacos, el periodista puede descender a los infiernos en pos de publicar la verdad, pues junto a su buena intención van añadidas una gran cantidad de responsabilidades y problemas morales inapelables. La imposibilidad de conjugar vide personal y profesional, el peso de las decisiones. Es el poso final de la miniserie, el verdadero valor de la verdad, el precio de desenmascarar la mentira, las dudas que suponen hacer lo correcto, y parece decirnos que no hay victoria sin bajas ni triunfo sin derrota.

Yates asume, de manera indiscutible, un referente claro: el thriller político y periodístico de los años 70, ese que tan de moda se ha puesto ahora. Los Lumet, Pakula o Frankenheimer, tan irregulares como brillantes, son grandes referentes del género actualmente, e incluso la televisión lo de muestra. El uso de la imagen granulada en determinados momentos, los teleobjetivos abundantes en algunas escenas, el perfecto desmenuzamiento de la historia en el guión, State of play es en sí misma un sincero homenaje al thriller político, mezclada con algunas de las taras televisivas que nunca se lograron quitar algunos realizadores de dicho medio, como el excesivo uso de primeros planos. ¿Por qué supone eso un problema (muy menor, dicho sea de paso) para un producto televisivo? Porque es lo más cercano a cine que se ha realizado en la pequeña pantalla. Antes del boom de las series actual, antes de la llegada del maná televisivo, Paul Abbot tomó los ingredientes del séptimo arte y construyó un férreo castillo de naipes para la televisión al que casi no se le notan las costuras para crear un producto adulto y bien realizado en el que pesase más la historia que cualquier otro elemento, sabiendo que no había prisa alguna, puesto que se contaban con seis capítulos para ello, lo que permite que casi ninguna subtrama quede descolgada y se cierre todo de una forma excepcional, por no decir perfecta. Es el gran acierto, ya que en ningún momento hay sensación de aceleramiento por terminar, todo transcurre con el tempo necesario, sin caer en histerismos narrativos baratos y trucos que hagan saltar todo el engranaje. La información fluye de forma natural como un riachuelo, sin llegar nunca a convertirse en catarata, por lo que es imposible anticiparse como espectador a lo que se nos va a contar en los minutos siguientes. Todo ello permite llegar a un episodio final con la información justa y necesaria para afrontar el clímax final con todo lo justo y necesario, preparados para asistir a un broche de oro. Por contra podemos decir que hay en algunos momentos cierto toque de sabelotodismo naif por parte del guión, y algún momento en el que cae la tensión, fruto quizás de la mano del director que por verdadera culpa del libreto, aunque Yates raya a un nivel brillante con su puesta en escena casi documental, amén de contar con unas actuaciones brillantes por parte de un reparto en estado de gracia. Sí se le puede achacar alguna secuencia poco conseguida (un momento en el que necesitamos saber la reacción del congresista Collins ante la confesión del testigo es resuelta durante toda la secuencia con un montaje acelerado de primeros planos del confesor, siendo ignorado hasta el final el momento del derrumbe de Collins) y algunos personajes desaprovechados, como el policía interpretado por Philip Glenister o los malvados políticos.

Densa y arriesgada. Son quizás las dos palabras que mejor definen esta obra magna de la televisión. Es densa porque es compleja hasta el extremo, porque cada hecho se ha pensado y escrito a conciencia, y porque no resulta complicado perderse entre el maremágnum de nombres, datos y hechos. Desde que todo arranca con dos muertes aparentemente inconexas (un pandillero negro adolescente y una joven blanca de unos treinta años) la trama comienza a agrandarse a modo de bola de nieve hasta terminar siendo casi inabarcable. Pasito a pasito, presentando personajes y situaciones, hasta que llegamos a un clímax en el que necesitamos tomar aire, hemos visto una historia de un profundo trasfondo pesimista donde la victoria supone la derrota, y donde algunos personajes lamentables no pueden ser tocados, todo ello unido con un único pegamento: la mentira como forma de llegar a la verdad. Abbot parece diseccionar las relaciones entre las personas a raíz de la falsedad. La premisa básica parece ser Nada es lo que parece. Todos los personajes tienen algo que ocultar: desde el editor que quiere que su hijo no escriba con su apellido al político joven y entusiasta que, ante la muerte de su joven amante, debe asumir la realidad ante su mujer y la sociedad; pasando también por el testigo que va agrandando más y más su información ante el miedo que le produce el acoso de su empresa, aunque realmente sea un conductor a sueldo de los periodistas, que nuevamente utilizan la mentira para conseguir su fin. Y es arriesgada por plantearnos una estructura tan sesuda y milimétrica, que manipula (para bien) al espectador, llevándole de un extremo al otro en un baile de datos impresionante, y que finalmente termina en un ejercicio funambulista con un giro de guión peligroso del que sale más que airosa, y que lleva la serie de lo notable a lo excelente. Todo ello viene por colocar como protagonista a un personaje impotente que realmente va viendo la historia sin poder hacer nada hasta dicho giro de guión final. El congresista Collins es el gran antihéroe por encima incluso de Cal McCafrey, el periodista estrella brillantemente interpretado por John Simm. El joven político brillante y triunfador enfrentado al buscador de la verdad. State of play es, a modo de resumen, el duelo entre dos amigos (política y periodismo) que casi siempre juegan papeles antagónicos y cuya relación, absolutamente necesaria, está basada nuevamente en la mentira.

sábado, 7 de marzo de 2009

Watchmen, pesimismo ilustrado


Tratar de medir el impacto que en su aparición tuvo Watchmen sería una perogrullada, nombrar una obviedad conocida por todos, profanos aunque algunos hayamos leído la base, entre los que me incluyo. Todos hemos leído que se la considera el Ciudadano Kane del noveno arte, la revolución del entendimiento no tan solo de los superhéroes, necesariamente oscuros desde su publicación, si no de las viñetas al completo. Cambió la forma en que se encara la escritura y la lectura de este arte. Tomando como base literaria la ucronía, Moore, cabeza loca brillantemente amueblada capaz de sacudir cualquier conciencia por preparada que esta se encuentre, con la magistral intervención de Gibbons en la ilustración, fue capaz de llevar hasta los límites insospechados el pánico de la guerra fría e introducir una historia de decadencia y perdición digna del noire clásico. Toma formas y elementos tanto del literario, como Hammet o Chandler, como del cinematográfico, como Huston o Hawks. Así, Rorschach, tan indeseable como atrayente, no deja de ser la versión más oscura de un Philip Marlowe o del agente de la Continental hammetiano, y el desencantado y cínico Eddie Blake, El Comediante, parece salido de la clásica historia de derrotados hustonianos, afrontando con estoicismo su propia caída mientras observa con sus propios ojos el caos en que se ha convertido todo, como el Louis Calhern de La jungla de asfalto. Revolviendo las bases de todos los géneros que toca (el negro, los superhéroes, el melodrama), el excelente trabajo de Moore terminaba siendo una mezcla tan convincente como madura que retrataba una realidad tan real que asustaba, puesto que no resulta difícil pensar que pueda haber perturbados que se crean defensores de la ley y que confíen en una estética ante la falta de superpoderes. Es la gran baza de esta genial idea. ¿Qué sucedería si soltásemos a los superhéroes en un mundo real? ¿Qué sucedería si a Dios le importase un comino su condición y, por tanto, el ser humano? ¿Y si Batman fuese impotente y un gordo perdedor? ¿Qué pasaría si Catwoman, por ejemplo, echase de menos sus días de gloria, cuando era el sex symbol de la sociedad? ¿Qué le pasa a un superhéroe cuando ya no entra dentro de su traje por cuestiones físicas? No hay Spiderman, Capitán América o Superman del mismo modo que no hay un Octopus o un Joker, si no sus versiones de andar por casa, e incluso el personaje que más se contempla como el clásico superhombre, Dr. Manhattan, considerado por muchos la representación total de Dios en la Tierra, tiene más debilidades que las de un simple mortal. Sin grandilocuencias, pero con filosofía absolutamente justificable, sin caer en pretenciosidad insulsa, pues los personajes son el propio pensamiento, y no se pasan la obra hablando de cosas que, mayormente, no les interesarían. Nos encontramos ante personas, casi destrucciones de los arquetipos, que tienen problemas para ubicarse dentro de un marco estructurado bastante claro, la sociedad. Esa es la grandeza de las reflexiones, la subversión de su mensaje alejada de cualquier clave pop típica del género. Resulta más interesante por tanto que cualquier aventura de un niñato con mallas que va brincando de un lado a otro al tiempo que llega a casa para salir con su novia, la pelirroja tonta que siempre pasa de él, ya que aquí no hay baile de fin de curso ni reina de la clase. Todo ello combinado con cierto toque kitsch que le daba mucho encanto a la historia, pues los propios protagonistas, con el paso de los años, son conscientes del ridículo que solían hacer por ahí, y otros, sin embargo, lo aprovechan y son conscientes de las posibilidades que esa máscara les otorga a nivel social. Watchmen te agarra y no te suelta, pues te quedas prendado de sus personajes, de los grandes detalles y de esas tonterías que, pudiendo parecer puras virguerías sin sentido, como el kioskero y el chaval que lee el Navío Negro, aportan muchísimo a la ya de por sí compleja recreación de ese 1985 totalmente inventado por el genial creador de la saga. La imperfección y la ruina, la mezquindad y el antiheroísmo hechos arte y, ahora por fin, carne gracias a la magnífica labor de uno que va camino de convertirse en grande del entretenimiento, Zack Snyder, quien supera con creces la prueba que tenía por delante, y es que si bien hay cambios notables en algunos momentos (algunos me dolieron; otros, sin embargo, son perfectamente entendibles) el respeto al original es de una pulcritud casi enfermiza, atendiendo a cada pequeño detalle con pura pasión de frikazo, que es lo que ha demostrado hasta ahora ser el director de la estupenda Amanecer de los muertos, que ya obtuvo un resultad sencillamente extraordinario con el mediocre cómic 300 hasta convertirlo en el entretenimiento puro y duro que casi todos queremos ver, libre de moralidades baratas y frenético sin ser cargante, y donde gracias a la pantalla verde permitía al espectador acceder a un mundo completamente irreal que se respiraba desde su espectacular introducción, y que supuso para el antiguo director publicitario un duro calentamiento para la que ha sido su consagración en el cielo del cine comercial de calidad alejado de los Bay, Howard o Emmerich y acercándose a los Jackson, Spielberg o Nolan.

Estructuralmente es tan sorprendente como el cómic. Éste arrancaba con la muerte del protofascista El Comediante, el personaje más realista de la novela por cuanto que ha visto la verdadera cara del mundo y se pasa la vida matando por pura diversión "porque es la naturaleza del hombre". Este sensacional capítulo recordaba a películas como La condesa descalza o Cautivos del mal, ya que sentaban a los personajes a hablar sobre la vida en común que tuvieron con el personaje que se ha ido o que, en el caso de la obra maestra de Minnelli, quiere regresar de su exilio. Este afán constructivista nos permite, en apenas una secuencia, conocer el modus operandi de todos y cada uno de los personajes, sus relaciones y la forma en que todo va a producirse, teniendo su punto de arranque en el funeral de Blake, y que resume de manera bastante acertada el capítulo que abarca este fragmento en el cómic. Presentado como un ser despreciable, brutal y completamente amoral, terminamos sintiendo una especie de lástima por su persona, compasión por un alma que destruyó tantísimas vidas. Probablemente esto sea gracias a la magnética interpretación de Jeffrey Dean Morgan, que dota de una versatilidad total a un personaje tan antipático como complejo, la versión realista de lo que se han convertido el American Dream y su paladín novelero, el Capitán América, y así se lo hace saber al personaje de Patrick Wilson ante una versión corrupta de las barras y estrellas, pintarrajeada y destrozada por los vándalos. Él mejor que nadie parece conocer los designios de sus compañeros, la escasa empatía por los humanos del dios Manhattan, absorto en su deseo de saber qué hay más allá de la realidad, o la fragilidad de otro de los principales puntales del entramado, Dan Dreidberg, Búho Nocturno, amén del idealismo naif que destila el oscuro Ozymandias. Snyder tiene la habilidad de mostrarnos la personalidad antitópica de sus actantes en un par de pinceladas, aunque falle al retratar al personaje interpretado por Matthew Goode, es decir, el ya citado Ozymandias. Este personaje, probablemente el más vital de toda la historia, es mostrado de una forma diametralmente opuesta a como lo era en el cómic. Sigue siendo asquerosamente multitrillonario y la persona más inteligente del mundo, pero mientras Moore le mostraba como un personaje a quien idolatrar, un tanto narcisista, un auténtico modelo de conducta amado por todos, la versión de Snyder le muestra como alguien excesivamente oscuro desde el principio, consciente de su papel en esta historia antes de que este deba desvelarse. Esta historia de personajes al límite se comienza a entremezclar con la investigación llevada a cabo por el enfermizo Rorschach, quien se erige en portavoz del grupo de enmascarados, y comienza a convertirse en una historia coral, donde se abren y se cierran con suma facilidad y con brillantez en algunos casos las pequeñas intrahistorias de cada miembro de los vigilantes. Con numerosos focos abiertos y corriendo el riesgo de atrofiarse por la celeridad de contar tanto en tan poco, la historia fluye con una asombrosa naturalidad y abarca cada punto desarrollado hasta exprimirlo al máximo. Especialmente destacable es el caso de Dan, Búho Nocturno, cuyas relaciones de amistad con Rorschach y de amor con Laurie quedan brillantemente retratadas por el guión. Perdedor fondón y aburrido, cansado de su mediocre y cobarde vida, sigue renegando de su pasado quién sabe por qué, y pasa las horas solo encerrado con sus recuerdos, algo que guarda en común con otros personajes, como su predecesor, Hollis Mason, o la posesiva Sally Júpiter (sorprendente Carla Gugino), madre de Laurie, la actual Espectro de Seda, cruce de Shirley Temple, Baby Jean y Norma Desmond de las mallas y las máscaras quien vive de una manera totalmente infantil e inmadura a través de su hija lo que la edad le quitó, impidiéndole gozar de una existencia normal. Es un fresco de personas que andan sin rumbo fijo, de almas en pena que, salvo la excepción de Rorschach, siguen viviendo por mera actuación de sus funciones vitales, quienes parecen haber perdido cualquier intención de luchar, y que únicamente a través de la máscara son personas, dejando a las claras el pensamiento pesimista de Moore con respecto a la humanidad, incapaz de afrontar una vida siendo uno mismo, y que necesitan de esa especie de ley marcial que provoca su existencia como si fuera oxígeno. Desde los impagables títulos de crédito (una absoluta genialidad) se nos muestra cual es el destino de los Minutemen y de los Vigilantes, cuál es la propia naturaleza del vengador enmascarado, caer y bajar, como todo en la vida, y quienes mejor lo llevan son aquellos que asumen que los tiempos de gloria nunca volverán. Pocas veces en cine y, por supuesto, en cómic, se ha llevado a cabo un estudio tan pormenorizado y certero de la épica antiheróica, escasas veces se destruye tan rápido cualquier opción de romanticismo, pues todo se desploma con la salida más inverosímil para los protagonistas pero la más razonable para el propio espectador, a pesar de ese cambio formal en el (anti)clímax ideado por el realizador a partir del original.

Watchmen es una película sobre el lado oscuro de la existencia. Como casi descubrió Jacques Tourneur junto a su director de fotografía en La mujer pantera, la forma de contar un film estéticamente es tan importante como su narración y su guión, y de ahí que el cine negro adquiriese unas pautas tan delimitadas, más que las de cualquier otro género. Como decía Paul Schrader, era una cuestión estética más que argumental, para terminar siendo un asunto puramente moral la forma en que iluminabas a tus personajes. La estética del cómic era simplemente alucinante. El juego visual que ideó Gibbons exigía a Larry Fong, director de fotografía de Snyder, resolver de numerosas formas diferentes el inteligente uso de colores del original, así como al director a buscar una forma parecida de resolver los movimientos cinemáticos de determinadas viñetas, de un calado plástico completamente filmico. Así como Ridley Scott en Blade Runner, el realizador de Amanecer de los muertos ha demostrado ser capaz de hacer propias las formas visuales de otros, reelaborándolas en un género fílmico muy marcado, y se ha convertido en un orfebre superdotado dentro de la imaginería cinematográfica, y aquí lleva a cabo el no va más, multiplicando la complejidad de lo mostrado en el relato de la batalla de las Termópilas hasta ser capaz de meternos dentro de esos fantasiosos años 80. Se respira una (ir)realidad malsana, onírica, un mundo de carne y hueso putrefacto y corrupto, al borde de su destrucción. Sin embargo, la comercialidad mínima exigible y la imposibilidad de viñetizar el film impiden que disfrutemos de virguerías como la disposición simétrica de los encuadres del episodio sobre Rorschach, auténtica obra maestra por sí solo, y que aprovechaba hasta el límite las posibilidades del lenguaje del noveno arte, así como tampoco se llega nunca a aprovechar toda la riqueza del capítulo del Dr. Manhattan, la complejidad de cada pensamiento hasta que este se divide en pequeñas partes que luego permiten reformular cada elemento, esas piezas del reloj intercaladas con la foto de Jon Osterman y Janey Slater, esa poesía visual que lograba la sincronía entre Moore y Gibbons, amén de dejarnos cosas en el tintero que sabíamos gracias a esa documentación extra que nos regalaba el libreto al finalizar cada tomo. La estructura episódica del relato original no es tan favorable en el cine, y hace que nos centremos demasiado en algunos personajes y a otros se les deje de lado, caso de El Comediante, a quien se echa de menos una vez que deja de aparecer tras cumplir su misión como mcguffin. Sin embargo, a pesar de esta imposibilidad de los patrones narrativos del cine frente a su primo en papel, el personaje de Manhattan es el que mejor sale parado junto al violento Rorschach (extraordinario Jackie Earle Haley), pues se muestra hasta el último recoveco de ese hombre cansado de algo tan insignificante como la vida humana y de ser utilizado como Dios y que, gracias a algunos cambios de Alex Tse, guionista del film, termina convirtiéndose en la antítesis de sí mismo, y que finalmente acabará fascinado por esa simpleza que permite el origen de cualquier vida. A pesar de que Watchmen (y por tanto, Snyder) vence y convence, en parte gracias a no pretender apabullar al espectador con un clímax constante como sí hizo Nolan en la reciente El Caballero Oscuro (no existe esa búsqueda constante de “la escena de los cien millones de dólares”), no podríamos dejarnos en el tintero algunos de los errores que bajan un pelín el listón en esta magnífica adaptación. Tanto momentos que se han omitido o casi eliminado (la muerte de los científicos a manos de Ozymandias en la nieve, la brutal muerte de Hollis Mason, la infancia de Rorschach o los vanidosos numeritos del personaje de Goode ante su público) como del abuso del director de su habitual barroquismo. Comentando 300 afirmé que la única molestia que me había causado ese adrenalítico viaje a las pesadillas era su excesivo uso de la cámara lenta, que, sin embargo, podría estar más que justificado dada la estética absolutamente cómic de la historia. En esta nueva adaptación Snyder vuelve a pecar de ese rasgo que tanto le caracteriza para bien o para mal, la cámara lenta tiene un lugar predominante que echa por tierra alguna escena magnífica que a servidor le encantó en el cómic (la escena del polvazo con Leonard Cohen de fondo tiene un toque kitsch casi almodovariano por el uso de la cámara lenta, parecido al efecto de la escena de cama entre Leónidas y Gorgo de la anterior película del realizador, donde sí funcionaba dicho efecto), y alguna otra estropeada por ese gusto por la violencia del que hace gala el cineasta, algo palpable en su filmografía, y que aquí tiene su máximo exponente en las continuas peleas con primeros planos de huesos y heridas por todos lados, además de arruinar el descenso a los infiernos de Rorschach por su infinita crueldad al quemar vivo al asesino de una niña, resuelto aquí con sal gorda y sangre abundante en forma de hachazos. Además, quizás por esa visión irónica de la cinta, también un poco la idea del original, hace que pocas veces se transmita esa grandiosidad de esta antiépica, no llega a dar la sensación en casi ningún momento de estar ante algo realmente gordo. A pesar de estos fallos o errores, no se puede más que celebrar el éxito al trasladar esta obra culmen al cine, pero recordando dos cosas: puede ser demasiado cerrada para gente que no se haya leído la novela debido al fanatismo religioso con que ha sido tratado cada elemento, pues sin duda es necesaria una lectura para captar la riqueza de la propuesta; y que esta cinta no supone ningún salto cualitativo para el cine como sí lo supuso para el cómic, quizás porque el cine, obviamente, ya tiene su propio Ciudadano Kane, y en ningún aspecto, salvo en el de aprovechar más que nunca la estructura multifragmentaria del cómic, irrumpe con fuerza en el séptimo arte.


domingo, 15 de febrero de 2009

Benjamin Button, la (fría) estética de la fugacidad

Salí del cine sin saber bien qué pensar de El curioso caso de Benjamin Button. ¿Me había encantado o me había dejado igual? ¿Realmente era para tanto o me dejó insatisfecho? Creo que la mejor forma de definirlo sería esa misma palabra, insatisfacción, quizás alcé las campanas al vuelo demasiado pronto viendo todo lo que reunía esta nueva película, tras una serie de trailers sencillamente espectaculares, y un equipo a todas luces impresionante. Pero mientras la veía no dejaba de preguntarme: Todo es sencillamente acojonante, pero... ¿Por qué me da todo absolutamente igual? Me encanta Fincher, me fascina la capacidad de zambullirme en sus películas, la catarata de sensaciones que me provoca, y realmente El curioso caso de Benjamin Button me parece una película hecha para perdurar en los anales de la historia del cine, el proyecto más ambicioso de uno de los pocos directores actuales a los que llamaría maestro sin dudarlo un segundo, y también su proyecto más clásico a la par de Zodiac, una obra mastodóntica de las que se reconoce al dedillo en cualquier libro de historia del cine. Benjamin Button probablemente aparezca reflejado dentro de 40 años a la altura de las grandes superproducciones como Ben-Hur, Cleopatra o Lo que el viento se llevó, tanto por sus aciertos (muy numerosos) como por sus errores (bastantes, más de los que yo esperaría, también).

Hace un tiempo, hablando con un amigo de arte (uy qué pedante suena esto), pusimos los ejemplos de Antonio López, calcador de la realidad, y de Velázquez, como ilustrador de la realidad, y afirmé que la diferencia entre uno y otro era que el pintor madrileño recreaba la praxis con tal exactitud y minuciosidad que se había olvidado de meter la vida en el lienzo, mientras que Velázquez hacía que la vida de sus retratados se escapase por sus ojos, creando efigies mutables dentro de la pintura. Saco este ejemplo a relucir porque hablamos de una película perfectamente imperfecta, de un acabado tan preciosista que resulta frío, alucinante y pictorialista, pero vacío y sin alma, como la obra de alguien que se sabe un genio y se ensimisma en su descomunal talento recreando historias fastuosas pero se olvida de insuflarles vida para ser algo más que una ilustración hiperrealista. Algo de lo que muchos acusaron a la anterior cinta del realizador, la historia del asesino del zodiaco, y que sin embargo hacía de esa desnudez formal casi artesanal su principal virtud (junto a uno de los mejores guiones que se han realizado en años), y que es lo que más se echa de menos en las aventuras y desventuras del personaje interpretado por Pitt, un poco de cordura estética apoyada en un guión más consistente.

Por contra, o a su favor, hay que decir que me gusta el retrato que realiza de Estados Unidos. Es puro Americana, y es que es donde más fácil resulta encuadrar esta epopeya romántica de aspiraciones algo grandilocuentes. Esa congregación donde cantan gospel, esa generación de los años 60 que, a ritmo de Beatles, se abría a un mundo nuevo, o esos barrios bajos de Nueva Orleans, todos ellos iconos mitificados y reconocibles por el cine norteamericano. Ninguna película en manos de Fincher puede ser clara, no es un mundo lleno de buena gente, de buenas intenciones, y de prototipos del american way of life, y eso queda retratado de una manera brillante, tal y como siempre hace el autor de The Game. Es la cara oscura de América, pues todos los protagonistas están en una situación llamémosla inféliz, al contrario que el país en los momentos en que es retratado: El señor Gateau, inventor del reloj, muere de pena por el fallecimiento de su hijo en la Gran Guerra; o el propio padre de Benjamin, representanción del capitalismo más exacerbado (destruye el método artesanal de la fábrica de botones por uno masivo e industrial acorde con el nuevo mercado) abandona a su hijo el día que se declara la victoria norteamericana en dicho conflicto en un geriátrico, y que, a pesar de su poder, cae víctima de sus enfermedades y vive atormendato por la muerte de su ex-mujer. Es un acertado retraro de la crueldad del sistema americano, donde los imperfectos no pueden triunfar. Y los personajes son clásicos del universo fincheriano: El capitán del barco amigo de Benjamin es la figura cínica y desencantada que ya interpretaron Morgan Freeman o Robert Downey Jr. en otras cintas del realizador, y el propio Benjamin no es más que una extensión del detective Mills de Seven o del Edward Norton de El club de la lucha, sujetos a los que la situación les sobrepasa y son incapaces de cambiar las cosas, y finalmente terminan manipulados o dirigidos por alguien, o derrotados.


Y nuevamente es una historia amarga, pesimista: todos los personajes están destinados a fracasar y no lograr sus objetivos. Es una de las grandes máximas de la carrera del realizador, y podemos comprobarlo con el ladrón honrado que interpretaba Forest Whitaker en La habitación del pánico o el incansable periodista incorporado por Jake Gyllenhaal en Zodiac. Todos ellos pelean por una causa o por un ideal más o menos justo, pero todos ellos nadan con todas sus fuerzas para morir en la orilla. ¿No es ese el gran trauma de Benjamin Button? La desesperacion de ver los objetivos incumplidos y, lo que es peor, la sensación de saber que no van a lograrse y no poder hacer nada por evitarlo. No obstante, gran parte de la película transcurre en ese geriátrico donde crece el joven anciano, reunido de gente que lo único que puede hacer es esperar la muerte con el único placebo de la visita semanal de algún familiar que se acuerde de ellos. No hay esperanza para los personajes, y Fincher los castiga con martillazos. Daisy tiene todo para ser la gran bailarina que todos esperan, y, sin embargo, recurriendo de nuevo al azar, lastra su carrera (y su vida) en un inoportuno cruce de malas coincidencias, del mismo modo que ella y Benjamin jamás podrán compartir una vida juntos, a no ser que sea como abuela y nieto. Sólo la madre de Benjamin es capaz de superar su problema y dar a luz a la "hermana" de nuestro protagonista. Y es que, por encima de todo, es una película sobre el desamor y la desesperación y el sacrificio que conlleva saber este hecho de antemano en una lucha contrarreloj contra tu propia vida.


Sin embargo, a pesar de todos estos buenos apuntes, del buen trabajo de Fincher (sin llegar a grandioso), la película cojea demasiado, es portentosa en muchas partes y languidece en otras tantas. Es mágica durante hora y media y carece de interes durante otra hora y pico. Puede emocionar o conseguir que te rías o hacer que te desconectes cada tanto por la debilidad en determinados puntos del guión. Y es que es tramposa. La estructura de la hija leyendo el diario en el hospital, además de cortar el ritmo de una manera alarmante, ya nos da un indicio muy claro de lo que va a ser la "sorpresa final", cada vez más obvia, aunque Roth, guionista a quien estimo bastante, intente hacer creer al espectador algo que no va a suceder. Recuerda demasiado a Big Fish o una de esas películas de mujeres de toda la vida, de lagrima fácil, Tomates verdes fritos, decálogo de qué hacer para llegar al espectador en el menor tiempo posible y de la manera más tramposa a nuestro alcance. Es justo cuando aparece la coprotagonista interpretada por Cate Blanchett cuando la historia deja de interesarme, quizás porque sé paso a paso lo que va a suceder, y lo iba viendo antes que el personaje de Pitt en la sala de cine, y es realmente imperdonable que suceda eso cuando sobre ese punto gira toda tu historia. También imperdonable es el hecho de obviar al padre de Benjamin durante gran parte del metraje y, como recurso fácil de guionista, también llamado Maniobra David Koepp, sacarlo cuando más convenga aunque realmente te preguntes si no queda desencuadrado dentro del puzzle. A pesar de ello, hay que reconocer que los últimos 10 minutos son de una carga emocional portentosa y que el plano en que muere Benjamin es sencillamente sobrecogedor, uniendo la coda con el inicio de la cinta y la muerte con la vida, ya que cuando su madre da a luz ella muere y el niño nace anciano, y ahora, en lo que parecería el inicio de una vida, esta llega a su ocaso.

La mejor parte es la inicial, los primeros 30 años en la vida de Benjamin, justo cuando Pitt es todavía un anciano. Es una película cercana a la aventura con toques constantes de comedia, y que permiten tenerte cercano a la historia y zambullirte dentro de ella. Sus viajes, cómo descubre el sexo (divertidísima escena) y la brutal escena del submarino (he de reconocer que me dejó boquiabierto), con una planificación soberbia y verdaderamente marcada por el estilo Fincher, hacen de la primera mitad de El curioso caso de Benjamin Button una auténtica maravilla. Su infancia y su madurez son expuestas de una manera clara y cálida, de manera burtoniana (aún tengo grabado en la memoria el primer plano de un anciano Benjamin jugando con sus soldaditos de plomo), y es cuando aparece el personaje de Daisy cuando todo comienza a volverse convencional y todo va decayendo poco a poco. Fincher se adentra en la alcoba de Button y nos muestra una relación de postal (la escena del baile es realmente bonita a nivel visual, pero te saca de la película completamente) y cargada de tópicos (¿Alguien esperaba que cuando él va a verla bailar no se va a topar con su nuevo novio?). Ni si quiera entendí la supuesta grandeza que leo en todos lados de la relación con el personaje de Tilda Swinton, ¿Por qué? ¿Acaso Jordi Costa se ha quedado toda la comprensión del mundo y yo únicamente veía una serie de encadenados que no decían absolutamente nada con la presunta intención de representar la fugacidad del amor? Contemplaba la relación de Button con las mujeres, y ese momento final con todos los personajes paseando ante la cámara como quien contempla el anuncio de una marca telefónica de una chavala recordando todos sus ligues y lo mejor que han dejado en ella, y no dejaba de pensar: Benjamin Button funciona como vibrante película de aventuras, como comedia, como drama y desfallece en su intento de crear el amor con probeta. ¿Es Benjamin Button decepcionante o soy yo quien tenía las expectativas demasiado altas?

domingo, 8 de febrero de 2009

Pura química: Michael Caine y Sean Connery en El hombre que pudo reinar


Creo que pocas cosas son más disfrutables dentro de una película, ya sea buena o mala, que la química que demuestren sus intérpretes entre sí. Ese duelo constante, esa interacción, ese intercambio de golpes, es uno de los momentos más memorables de cualquier cinta que se precie. Vi el otro día (aunque la entrada aparezca del domingo, la he escrito el jueves 12) Frost/Nixon, probablemente la película que siempre soñó con rodar Ron Howard, escaso talento tras la cámara, un grandísimo guión, y dos actores frente a frente en una pelea de miradas, golpes consistentes en planos-contraplanos que cada uno llena de una manera prodigiosa, especialmente un monstruoso Frank Langella, quien hace que una especie de biopic sea atrayente. Probablemente, sin esa presencia de Sheen y Langella, sin alguien que supiese encajar los golpes del otro y respondérselos con grandeza, la cinta habría sido muy floja, poco más que un thriller periodístico como tantos otros, y encima en manos del padre de Bryce. Por ello, hoy tengo el gran placer de inaugurar una nueva sección de este inutilizado blog, un recorrido alrededor de mis parejas favoritas de la historia del cine, ya estén formadas por hombre y mujer, hombre y hombre, mujer y mujer, o Rock Hudson y Doris Day. Y qué mejor manera que empezar con una película que, en poco más un año, ha entrado en mi particular ránking de mis 10 favoritas, y que es, para mí, la mejor película de aventuras de toda la historia (si no contamos Lawrence de Arabia como aventuras, pues Lean está completamente metido en el drama y la sección aventurera de sus películas suele remitirse a los constantes viajes que tienen sus personajes). Hablo de la majestuosa El hombre que pudo reinar, del no menos grande John Huston, quien cubrió con numerosas obras maestras las también numerosas mediocridades que lacran su larguísima filmografía. Magnífica adaptación del maravilloso Kipling, que sirve para mostrarnos cómo hay que adaptar un relato corto añadiendo y sumando en lugar de añadiendo y restando (esto va por Fincher), y además de eso, es un excepcional alegato contra la tiranía colonial de los occidentales (¡Cuando acabemos con vosotros podréis masacrar como hombres civilizados!) y el clásico retrato de perdedores que siempre adoró el realizador, pero por encima de todo ello, es un canto a la amistad, una enfervorecida defensa de la lealtad y el compañerismo.


Por ello es remarcable el hecho de que sean dos verdaderos amigos quienes interpreten las dos caras de una misma moneda (menos mal que se hizo en los 70, las opciones Gable-Bogart y Redford-Newman me dan pánico), Connery como el bravucón y valiente Daniel Dravot y Michael Caine como el inteligente y perspicaz Peachy Taliaferro Carnehan, amén del siempre agradable de ver Christopher Plummer como Rudyard Kipling, quien, a modo de narrador en la sombra (es Peachy quien le cuenta a este la historia, pero es el escritor inglés quien se la cuenta realmente al espectador en el relato corto escrito por él mismo, una gran idea del propio Huston) refuerza aún más esos fuertes vínculos de amistad que representa constantemente la película, gracias a la masonería, de la que los tres son partícipes desde hace tiempo y por la que, como guiados por el destino, se unen de una forma estrecha. La química entre los tres es sorprendente, ya que en las secuencias que comparte Kipling con Carnehan primero y Dravot después para reunirse posteriormente con los dos a la vez, demuestran una brillante agilidad mental por parte de los tres intérpretes, intercambiando miradas y sonrisas, hasta que, finalmente, se dan cuenta de que son compañeros de fatigas. Pero centrémonos en nuestros dos protagonistas. Son dos antihéroes encantadores, carismáticos y pícaros más que malintencionados y avariciosos. Irónicos y cínicos, su principal cometido será ser reyes de Kafiristán, por lo que, delante de su nuevo colega, firman un contrario vinculante que les impide, a los dos, beber (pocos gestos hay tan impresionantes como el de Connery dando el último trago) y tener sexo (con mujeres, obviamente, su amistad no llega a tanto) hasta que no sean coronados como soberanos del país oriental. Es, en definitiva, un pacto de sangre que, de una manera casi sobrenatural, les pondrá tentaciones y les servirá, de una manera bastante cómica, de guía moral. Y es que, en la secuencia que cuelgo abajo, nos damos cuenta de que, aún habiendo pertenecido al ejército británico (Ford tendría algo que decir sobre esto), es decir, aún habiendo formado parte de una gran comunidad que les ha dejado huella, como la masonería, y siendo dos sujetos claramente británicos a quienes el Imperio les ha dotado de esa arrogancia casi innata que demuestran, lo que realmente marca a estos dos sinvergüenzas (si se me permite la palabra) son sus aventuras juntos, pues dan la sensación de estar toda la vida juntos y de necesitarse de una manera radical.



"¿Lunáticos? ¿Habrían redactado dos lunáticos un contrato como éste?"

Huston lo sabe bien, y son escasos los planos que podemos ver de uno sin el otro. Puede que estemos en una película de aventuras, y que haya enormes planos que nos sorprenden por su belleza, pero la grandiosidad de esa historia no recae en su épica o en su espectacularidad, todo lo contrario, el verdadero interés es su drama y cómo se comportan Dravot y Carnehan uno con el otro, a modo de comedia dramática. Ese sentimiento recíproco de necesidad se va acrecentando conforme la película va avanzando, y vamos viendo claramente que no son dos personas diferentes, si no ambas complementarios, dando la sensación de ser las dos caras de una misma moneda. Parafraseando a Orson Welles hablando de Stewart y Fonda, si no son gays, entonces es que es la amistad más pura que he visto nunca. Y es que son varios esos momentos en los que se demuestra la conexión que hay entre ambos, casi un amor platónico. Carnehan ayuda a Dravot cuando este pierde la vista en la nieve, y ambos están casi sincronizados para detener a cinco ladrones afganos y, finalmente, ser ellos los que se hagan con el botín. Como dice al final de la película Peachy, uno nunca dejó la mano del otro, y Peachy nunca dejó la cabeza de Daniel Dravot, una vez que este dejó de ser rey. Y es que la lealtad guía a ambos, y a todos los protagonistas de la peli, pues tampoco está de mal olvidarnos de Billy Fish, quien heroicamente se lanza a una carga suicida por el deber moral contraído con los dos ingleses. La historia reprende a los dos protagonistas cuando ese vínculo casi idílico amenaza con derrumbarse. Justo cuando Dravot asume su posición sagrada como hijo de Sikander, creyéndose sus propias mentiras (genial Huston logrando que nos creamos el cambio de carácter de una persona en sólo dos escenas), rompe el pacto que firmó en presencia de Kipling y decide guiarse por sus delirios de grandeza, e incluso llega a humillar a su gran amigo. A pesar de ello, justo cuando Peachy decide irse, su fervorosa fidelidad para con Dravot le hará quedarse, aún suponiendo perder todo lo que tanto han tardado en conseguir, y, sin embargo, el personaje de Caine terminará perdonando al de Connery en los últimos momentos que ambos compartirán juntos.


Por otra parte, de una manera bastante fordiana (vuelvo a recurrir a él, sí), Huston utiliza la maravillosa versión que le realiza Maurice Jarre de la balada irlandesa Minstrel Boy, leitmotiv ya mítico de toda la banda sonora, y que ilustra en diferentes formas las aventuras de los dos soldados británicos, rasgo inequívoco del carácter irlandés de Huston. Durante el fatigoso viaje de ambos hacia Kafiristán, Dravot afirma que Si un rey no puede cantar, entonces no merece la pena ser rey, de ahí que la portentosa secuencia final esté rodada con tanta sutileza y brillantez por el director de La jungla de asfalto. Pocas veces una canción ha sido utilizada de una manera tan asombrosa para ilustrar una relación entre dos personas, y poquísimas veces su canto supone el clímax supremo dentro de la cinta, el momento justo en que entendemos que esa amistad no se romperá suceda lo que suceda. Tal como sucedía en la maravillosa secuencia de Río Grande donde Maureen O'Hara contemplaba a un grupo de cantantes entonar la balada Kathleen, el Can't take my eyes off you en El cazador, la ritualizadora nana rusa del bar en Promesas del este o la escena del baile de Zorba el griego, la fuerza de la escena radica en esa canción, y lo que ella simboliza, una unión imperecedera, y de la que únicamente formarán parte esos dos geniales perdedores que eran Dravot y Carnehan, puesto que aquí es usado como símbolo del vínculo existente entre ambos, y su aparición diegética es en dos momentos claves: la secuencia de la nieve, en la que ambos son salvados por sus risas (provocando un alud poco después de que Dravot cantase la canción) después de que Peachy guiase a un ciego Dravot, y en el final de la aventura, cuando, vencidos por la ambición ciega de Daniel y la más ciega fidelidad de Carnehan, sufren la más dolorosa de las derrotas con el más épico de los finales para dos vidas increíbles, poniendo un enorme broche final para una de esas historias inmortales del gran cine.