jueves, 11 de diciembre de 2008

Los gangsters no están hechos para ser felices

Homenaje total, tras una escena navideña de felicidad absoluta, en un plano final con un grandísimo travelling en una película que es en sí misma toda una declaración de amor a la mejor película que jamás se haya hecho: El hombre que ha decidido su nueva vida...







... y el hombre que ha sucumbido ante su destino







martes, 2 de diciembre de 2008

Hot Fuzz, cuando Michael Mann conoció a los Python


Hoy en día no hay cómico más grande que Simon Pegg. Está en plena forma y es de los pocos motivos que servidor tiene para ver una comedia actual y, siendo bastante estricto, en color. Hay un detalle curioso, y es que el bueno de Simon podría estar casi encasillado como personaje irresponsable, inmaduro, que tiene que cambiar su forma de ser antes de que se acabe la película, ¿O no?. Quizás con la excepción de Big nothing, flojísima comedia con Ross el de Friends (nunca David Schwimmer) en la que hacía de mentiroso en una película que bebía demasiado de grandes títulos de perdedores como Fargo o Un plan sencillo aunque dándole a todo un toque más cómico que, si ya tenía poca gracia, se hundía cuando todo se ponía muy dramático y profundo. Servidor, como imagino que la mayoría, le descubrió con esa genialidad hasta su última parte que era Shaun of the dead, parodia de los zombies donde arrancaban casi una página de cada guión de película, cómic o videojuego del género carnívoro para hablar acerca de la madurez y de la decisión de un estúpido perdedor irresponsable, ya que el verdadero subtexto de la película dejaba bien claro qué clase de historia se contaba, y además, también venía en el cartel: una comedia romántica con zombies. ¿Por qué digo que está casi encasillado como inmaduro? Quien haya visto Run, fatboy, run, podrá decirme porqué, ya que vuelve a hacer de mamarracho sin nada, desecho social que vive solo y que dejó escapar la mejor oportunidad de su vida por el auténtico miedo al compromiso. El problema en general de la película es que era muy... americana, con lo que eso conlleva, salvo en las partes donde más salía nuestro gran cómico, pura irreverencia y camuflaba un pelín esa corrección política que jamás encontraríamos en una buena comedia británica. Y bueno, ahí está Spaced... si esa serie no representa a todo joven desencantado cuya única motivación es sobrevivir con el trabajo basura más próximo, ser más friki que otro y salir de fiesta, que venga Clint y lo vea. Evidentemente, Pegg tenía que ser inglés, y no podía ser de otra nacionalidad Hot Fuzz, probablemente la mejor comedia que he visto en años. Sarcástica, políticamente incorrecta, brutal y escatológica, así es la genial cinta de Edgar Wright, que, si bien tiene como objetivo principal parodiar el mayor número de películas posiblesentre ellas Chinatown, Halloween o Sé lo que hicisteis el último verano, con los referentes de Le llaman Bodhi (no la he visto, lo siento) y Dos policías rebeldes, infecta cinta del Howard Hawks del siglo XXI (el duque de Parla dixit), Michael Bay, a la cabeza, habla de algo que hizo Michael Mann en su excelente Heat, obra cumbre del policíaco moderno.

Y es que las parodias inglesas no son como las americanas, allí no tienen ... movie y demás crímenes contra el buen gusto, no consiste en amontonar grandes cantidades de chistes bochornosos que limitan con el insulto al espectador. Como en su anterior película, Shaun of the dead, la burla continua sirve para hablar acerca de la vida interior de un policía que parece condenado a vivir por y para el cuerpo (nunca La Fuerza) y su eterno debate psicológico y moral entre el deber y la familia o amigos, deudor del siempre tachado de fascista Harry Callahan. Con un guión cuasiperfecto, se nos cuenta la historia de Nicholas Angel, el superpolicía de Londres que humilla a sus compañeros al ser el perfecto defensor del crimen y no dejar caso sin resolver. Por ello, se le manda a un pueblecito para que sea el superpoli entre cisnes, fiestas parroquiales y marujeos varios. Pero como el Vincent Hannah de Al Pacino, la absoluta obsesión por su trabajo le impide mantener una relación con su pareja (sensacional cameo de Cate Blanchett) y es conociendo a Danny Butterman, genial Nick Frost, cómo se da cuenta de que debe cambiar para ser apreciado y recuperar la humanidad después de haber perdido todo contacto con la realidad. Durante una escena en el bar, Nicholas le cuenta a Danny que desde siempre quiso ser policía y que no recuerda ningún momento en que no quisiera serlo, y es la perfecta demostración de que seguimos ante el niño que quería ser justiciero y detener a todos los criminales, como hacía con su cochecito de pedales, dejando atrás el proceso de desarrollo como persona adulta, volviendo de nuevo a su idea temática primigenia que veíamos en Shaun of the dead y en Spaced, el pánico ante las responsabilidades del mundo. Por otro lado, tenemos al personaje de Danny Butterman, necesitado de un padre que le cuide tras ver como el suyo pasa de él, preocupado como estaba este por la vigilancia del pueblo y tratándole como un niño pequeño al que disfraza de cowboy pasados los treinta. Engañado, privado de la verdad, a través de la especial relación entre ambos, Nicholas le dará el espaldarazo definitvo al personaje de Frost para lanzarse a la destrucción de esa ilusión en la que ha estado sumergido y a la destrucción (siempre metafórica, no olvidemos que aquí no muere nadie, como en El equipo A) del creador, y estableciendo un vínculo entre ellos que terminará por ser absolutamente paternofilial, madurando los dos al mismo tiempo y comenzando a interesarse uno por las ideas del otro. Danny va observando la responsabilidad ética del policía y aprendiendo a tomarse su trabajo en serio, Nicholas disfrutando de las tonterías de Danny, correspondiéndole este con su afán por sus películas de acción como el padre que para acercarse a su hijo juega con él. Ese proceso de aprendizaje recíproco es el gran leitmotiv a nivel sentimental, dos personas que se necesitan y que, por fin, se han encontrado y se atreven a cruzar el umbral y poner el pie en el camino. No se es mejor policía cuando más cacos se detienen, si no cuanto mejor te relacionas con tu entorno.

Y es que la película no trata únicamente ese tema con el protagonista, si no que todo gravita en torno a esa idea. La obsesión por la tranquilidad, por impedir que las cosas cambien, la incapacidad de asumir el avance de la historia y el desgaste de los modelos de convivencia tradicionales, es lo que origina ese grupo de tiernas abuelitas y comerciantes locales que torpedean todo lo nuevo por el bien común, el gran lema de la Logia. Trabajando por el porvenir de la localidad, luchando para que no se produzca el apocalipsis en forma de derrota en el concurso a pueblo del año. Una total emulación del fascismo más conservador, ese que se aferra a unos valores ancestrales en lugar de la panacea revolucionaria que supone para muchos esa ideología, y que imposibilita la creación de mundos nuevos, de esas dictaduras que manejan al inocente pueblo cual marioneta con la única justificación que una mente enferma le quiera dar a sus resultados. No hay que ser, por tanto, muy perspicaz para percatarse de toda esa riqueza semiótica que dispone Wright en pantalla, puesto que la simbología es, cuanto menos, evidente. La primera parte de la película, en forma de melodrama, nos va presentando a un pueblo clásico, donde nada sobresale, la normalidad más imperceptible, y en la segunda, el nudo, vamos viendo la aparición de un asesino que homenajea a los clásicos serial killers del cine slasher, pero que no hace otra cosa que jugar con esa idea de la invisibilidad de la muerte, cualquiera puede haber sido escondido tras el halo del anonimato, referente de la violencia fascista de momentos célebres como La noche de los cristales rotos, donde los cobardes atacaban bajo el rostro cubierto de la multitud dejando un rastro de cadáveres sepultados por la mentira. No hay un asesino, es la masa informe la que comete tan despreciables crímenes. Con el sudario negro, la muerte aparece ante sus víctimas como un ser desconocido y casi podemos decir que omnipotente, aunque no hace más que presentarnos el desenlace final: esa comitiva de abuelitas y tenderos locales no son más que unos obsesos, unos asesinos que matan para conservar todo aquello que aman, odian lo exterior, eliminando cualquier rastrojo que no sea digno de la raza y de la ética acomodada que representa Sandford, versión cutre de la aria, celebrando sus encuentros sociales en un castillo medieval a las afueras del pueblo, remarcando esa pasión por la antigua Inglaterra, más o menos lo que sentía Hitler con respecto a la épica de las historias aparecidas en la Edad Media con Sigfredo de protagonista, todo ello respaldado por la Iglesia, por seguir estableciendo nexos de unión con las cúpulas fascistas. Obviamente, con su sutileza habitual, colocan a The Kinks en la banda sonora con su Village Green Preservation Society... si es que los ingleses son la raza superior, al fin y al cabo.





Aunque bueno, también es cierto que la gran opción de ver esta peli es predispuesto a reírse y sin buscarle dobles lecturas a todo, que te lo pasarás en grande.



FASCIST!

lunes, 24 de noviembre de 2008

Vampyr, o cómo se manejaba Rudolph Maté con la cámara

Llega un momento en la vida de todo cinéfilo en que, para demostrar que realmente sabe, tiene que nombrar al bueno de Dreyer. ¿Por qué? No lo sé. Está en esa lista, junto a los Ophuls, Godard, Ozu o Tarkovski que si los sacas en una conversación sobre cine con aficionados de un nivel medio alto les das la imagen de un tío que sabe, medianamente, de lo que está hablando, aunque probablemente no hayas visto ninguna película de los susodichos (además, Ophuls suena a opulento, de categoría, no me digáis que no). En definitiva, si no conoces a Carl Theodor no eres nadie para un tío que se ha mamado media vida de la filmoteca de su ciudad. Sin embargo, por mucho que pueda parecerlo, no tengo la menor intención de ponerme a disertar sobre la figura de Dreyer, ni mucho menos, no son las horas ni el día adecuado (ando con un gripazo del 15), y disto muchísimo de ser un experto (únicamente he visto seis películas de las catorce que rodó), pero hace tiempo que quería poner algo sobre el trabajo en esta película del director de fotografía y operador de cámara Rudolph Maté, quien en su anterior colaboración con Dreyer en La pasión de Juana de Arco más o menos que dinamitó las bases sobre las que se sentaban la fotografía cinematográfica (siempre he defendido que el trabajo de Maté es un adelanto a su tiempo), siendo casi toda la película un excepcional montaje de primeros planos totalmente impresionistas que barruntaban lo que sería el estilo psicológico de muchas producciones posteriores.



Vampyr (Vampyr, 1932) vuelve a suponer un salto adelante en su carrera como fotógrafo cinematográfico con la extraordinaria ambientación de este cuento de terror del grandioso director danés rodado en Francia. Destacando ese juego que hace con la iluminación en algunos momentos casi fuera de campo (sencillamente alucinante la secuencia al final en la casa del médico), en otros opta casi por un naturalismo insólito para la época, destacando algunos primeros planos en los que la cámara sigue la terrofícia y frenética mirada del personaje de Leone (Sybille Schmitz), personaje de una sexualidad enfermiza con su propia hermana al haberse conertido en vampiro, hasta utilizar una estética totalmente vaporosa y neblinosa para los planos de exteriores, dando esa sensación onírica/fantasmagórica que toda la historia lleva consigo. Vampyr está en las antípodas de su trabajo realizado hasta ese momento, y se sitúa en medio de su trilogía acerca de la religión, formada por tres obras culmen del cine como la citada pasión, Dies Irae (donde casi redefinía el concepto de femme fatale) y Ordet, por lo que se la podría considerar un paréntesis temático donde permite dar rienda suelta a su vena más (si cabe) experimentadora tocando ramas como el surrealismo o el abstraccionismo, con una trama que recuerda por momentos al Nosferatu de Murnau, sacado a su vez del Drácula de Stoker. Y, aunque no estemos hablando del guión, cabe decir que, para suplantar esos errores en la elipsis propia de un libreto mudo adaptado al sonoro, Maté elabora un trabajo sensacional en la ambientación y la conducción de personajes, definiendo con la iluminación la participación de cada uno en la historia (ver la sombra del cojo que vaga sola por las paredes como si fuera Peter Pan).





El otro punto fuerte de la cinta a nivel estético son sus suaves movimientos de cámara. Y es que, si bien es cierto que ya habían tenido un gran desarrollo en los últimos años del mudo (casi siempre consistentes en barridos o panorámicas descriptivas), el estatismo seguía siendo el elemento dominante de la puesta en escena de las películas, ya fueran americanas o europeas, y los movimientos de cámara armonizados eran cosa de unos pocos privilegiados (excepcionales travellings como los de ... Y el mundo marcha o El ángel azul, silente la primera, sonora la segunda) . Es esa la razón por la que quiero destacar los singulares movimientos con la cámara del polaco, que aquí vuelve a servirle a Dreyer un continuo seguimiento de personajes que el danés no corta en momento alguno, si no que permite el virtuosismo del director de foto, hasta llegar al extremo y colocar la cámara dentro de un ataúd. Aquí podemos observar el punto de vista del fallecido, casi en un ejercicio hitchcockiano de puesta en escena, en un espectacular travelling boca arriba donde el cielo se funde con los edificios y los abyectos rostros de aquellos que lo han encerrado ahí. Es un sueño del personaje protagonista, quien casi podemos decir que desdobla su personalidad y viaja a casa del médico que colabora con la vampiresa, y las tinieblas le visitan y le muestra esa pesadilla que es su muerte, resuelta de la manera más espectacular posible, y es que Dreyer no deja de ser uno de los grandes revolucionarios de la historia del cine que más o menos inventó el arte y ensayo cuando muchos aún andaban intentando aprender a encuadrar, ayudado aquí por un grande de la fotografía como Maté que, tras cerrar su carrera en este campo con el portentoso trabajo en La dama de Shangai a las órdenes de Welles, entró de lleno en una mediocre trayectoria como director. Zapatero a tus zapatos




domingo, 16 de noviembre de 2008

La secuencia: Perversidad, crimen y castigo


Fritz Lang se especializó siempre en ilustrar la vida de personas al límite. Seres al borde de la locura, con la violencia a flor de piel, reprimidos que descargan toda su ira contenida en el subconsciente, con la vida de una persona y la suya propia en sus manos, alejados de cualquier término medio. Y Perversidad (Scarlet Street, Fritz Lang, 1945) es mayormente el resumen de casi todas las inquietudes que poblaron el cine del maestro austriaco. Negra hasta decir basta, cuenta una historia tan simple como efectiva: un hombre aburrido decide acompañar a un amigo a coger el autobús tras una fiesta, por lo que llega tarde a su transporte y, a mitad de camino, se encuentra con una mujer a la que están abofeteando, y a partir de ahí arranca ese maremagnum psicológico en que termina convertida esta obra cumbre del género negro. Desde este punto, todo lo que viene irá en consonancia con lo mostrado anteriormente en otra de las cimas del noir, La mujer del cuadro, y que luego volverá a repetir en Secreto tras la puerta, que mayormente podríamos denominar la trilogía Bennett, pues en todas ellas nos encontramos con Joan Bennett en el papel protagonista femenino, ya sea como inocente víctima o como auténtica golfa (no olvidemos que aquí nos encontramos ante una revisión de la cinta de Renoir La golfa, de 1931).



Actores aparte, los referentes temáticos y éticos se repiten en las tres, pudiendo verse como un evolución en el estudio de los deseos reprimidos, yendo desde lo más inocente hasta el mayor crimen posible sin justificación alguna, amén de un nexo casi en común con todas ellas que consiste en algo que se puso muy de moda en esa época y que hace que películas como Recuerda o Vorágine hayan envejecido tan mal: el psicoanálisis. A diferencia de Hitchcock o Preminger, el realizador de Los verdugos también mueren desnuda a los personajes durante toda la película, siendo una sesión de psicoanálisis. Los protagonistas encarnados por Edward G. Robinson en las dos primeras y por Michael Redgrave en la tercera son, especialmente este último, seres reprimidos que, de manera diferente, liberan sus pulsiones más internas de una manera violenta y, en cierto modo, malvada, cuya perversidad (por hacer un juego de palabras) va in crescendo hasta la última entrega de este tríptico. Si en La mujer del cuadro el criminólogo Richard Wanley hilvana todo un mundo en el que prueba aquello que estudia, lacrimonología y la posibilidad de cometer un crimen de una manera casi casual, Perversidad lleva a cabo un ejercicio que roza la fábula y que, hasta el momento del crimen, busca demostrar que cada hombre es un asesino. Y aquí no hay justificaciones morales, por mucho que se pueda entender por qué se comete dicho acto, del mismo modo que no hay el suspense que encontramos en las otras dos cintas, ambas de desigual final, ya que el epílogo de Secreto tras la puerta es excesivamente blando, a pesar del interesante Mark Lamphere con el que se casaba Joan Bennett.




Al analizar Perversidad habría que ahondar en las frustraciones de Christopher Cross, magistralmente interpretado (sobra decirlo) por Robinson. Trabajo mediocre que no le permite más que llevar una vida gris donde es totalmente dominado por una mujer que aún recuerda a su "difunto" marido y le humilla constantemente recordándole el infierno en el que está sumido. Confiado, supersticioso, calzonazos, únicamente la pintura le permite escapar de la asquerosa rutina en la que está sumido. Toda su vida cambia en un cruce. Y es que Cross descubre por primera vez lo que es vivir, pero todo se trata de una mentira orquestada, una farsa en la que él tiene poco que controlar. En La mujer del cuadro es un sueño y en Secreto tras la puerta un marido que ha creado un matrimonio carente de vida cuyo propósito es culminar su particular colección. Aquí, Kitty y su amante, el cargante y malévolo Dan Duryea, marean a su antojo a un hombre inocente que comienza a delinquir por amor. Y poco a poco vamos viendo cómo en casa va liberando aquello que tanto tiempo ha tenido dentro y no ha sacado, su mujer despierta en él un odio acérrimo, empuñando el cuchillo que usa para limpiar la carne con una violencia extrema.

Es una evolución abrupta, un personaje callado que comienza a ir a tumba abierta, hasta llegar al cénit de su comportamiento, que se produce cuando Chris descubre la verdad, el engaño al que ha estado sometido, movido por otro de los totems temáticos del realizador, la venganza, y en una portentosa escena llena de detallismo (inteligentísimo el recurso de colocar a Robinson un abrigo totalmente negro en contraposición con la claridad y la luz del cuarto) asesina a Kitty con un picahielos, el cual había cogido Johnny. Es entonces cuando esa fábula se vuelve en pesadilla más psicológica y terrorífica aún si cabe y Lang saca a pasear al Dostoievski que lleva dentro para ilustrar la culpabilidad y la imposibilidad de callar las voces de la conciencia.



Y es que en Perversidad, el amigo Fritz, a diferencia del Hitchcock de Yo confieso o Extraños en un tren, no perdona moralmente los actos de sus personajes aunque la sociedad si lo haga, caso contrario al de las cintas hitchcockianas anteriormente nombradas, en las que ambos eran falsos culpables de un crimen que no habían hecho. Aquí el realizador parece haber dejado atrás esos modelos happy ending del principio de su carrera norteamericana, como en Furia o La venganza de Frank James, Cross comete un asesinato del que sale indemne y no sólo eso, si no que se echa una muerte más a sus espaldas cuando el amante de Kitty es acusado y condenado a muerte, a pesar de que pueda tener cierta legitimidad aquello que ha hecho. Manejado por mezquinos y avaros, Chris Cross es un inocente que únicamente estaba esperando una gota que colmara su vaso, perdiendo su último tornillo y cobrándose justicia por toda una vida de maltratos y mentiras, y que termina convertido en un pobre diablo que llama a gritos a la muerte y únicament recibe el más absoluto silencio por respuesta. Toturado, llevado al borde de la locura, e incluso incomprendido por la policía que le toma por un viejo demente al confesar que mató a dos personas.


El realizador termina así por orquestar una maldición, casi un mal de ojo, sobre el pobre Robinson, rompiendo todos los tabúes y clichés del cine de los estudios, y eliminando cualquier posibilidad de redención para un hombre que actuó de una manera que casi todos haríamos. Fritz Lang se vuelve excesivamente cruel con su personaje, le martiriza y le impide calmar sus ánimos, convertido ni más ni menos que en una nueva versión del célebre judío errante destinado a pasear solo por la tierra, condenado a expiar sus pecados hasta que la muerte le llegue... si es que le llega,ya que no hay mayor castigo que una conciencia que no calla, cerrando con un impresionante plano final este furibundo estudio de la culpabilidad y la violencia halladas en una sola persona, y pensando que, quizás, todo podría haberse evitado si Chris Cross no se hubiera fumado aquel puro.


sábado, 1 de noviembre de 2008

De Sica, maestro de Leone: De El Limpiabotas y Érase una vez en América

Aparentemente, Sergio Leone y Vittorio De Sica no tienen nada en común más allá de compartir lugar de nacimiento, Italia, y ser reconocidos como dos grandes autores dentro del panorama cinematográfico mundial, amén de estar criando malvas hace tiempo. Uno hacía cine espectáculo en su más pura concepción, de raíces norteamericanas, aprendiendo al lado de directores estrella del cine estadounidense, y el otro, a pesar de ser un galán y un autor de divertidas comedias, destacó sobre todo por ser el primer gran abanderado del neorrealismo creado, más o menos, por Rossellini (Visconti no cuenta, demasiado pesado) con un cine social combativo de carácter netamente europeo. Sin embargo, se pueden establecer algunas comparaciones en sus respectivos cines: ambos contaron historias acerca de personas por encima de situaciones, de carácter fuerte en un mundo duro en el que o comes o te comen, ya sea el salvaje oeste o la dura Italia surgida tras la Segunda Guerra Mundial, y casi siempre desde un punto de vista amargo, donde la felicidad no es una opción, y, por tanto, poco atrayente para un público acostumbrado al 1+1 son 2.

No obstante, al ver El limpiabotas (Sciuscià, Vittorio De Sica, 1946) uno puede apreciar con mucha claridad dichos matices. Es la clásica película cargada de humanidad del maestro italiano. Es una historia dura y trágica de esas de verdad, de las que no cantan a moralina y didactismos baratos, un drama pesimista con formas shakespirianas y con un clímax absolutamente desolador y deprimente que hace justicia a la realidad, especialmente a la de la posguerra. No obstante, mientras la veía me llamó la atención un par de secuencias que reconocí al instante por otra película: Érase una vez en América (Once upon a time in America, Sergio Leone, 1984), y me di cuenta de que, en definitiva, ambas cuentan una historia, si no igual, sí parecidísimas y con más de un punto en común(incluso Max viste de manera calcada a la de Pasquale Maggio, sombrerito incluido, y para que lo veáis, adjunto foto) acerca de la amistad, la lealtad y la pérdida de la inocencia Leone, director que está en mi panteón de grandes monstruos del cine, fue hijo del cine, ya que su padre fue de los precursores del cine mudo italiano, y su primera profesión fue deambular de estudio en estudio buscando trabajo, y finalmente dió con De Sica, y parece que le cayó en gracia, tanto es así que fue asistente de dirección y extra en El Ladrón de bicicletas, la gran cumbre del cine italiano de los años 40 junto a Roma, ciudad abierta, lo que le llevó a iniciar una gran carrera como director de segunda unidad para el cine norteamericano que venía a rodar a Cinecitá, e incluso Wyler le llegó a considerar el mejor director de seguda unidad del mundo.

Famoso por sus spaguetti westerns, en ellos supo empaparse de la mitología norteamericana para contar grandes epopeyas en el oeste, pero con un temperamento netamente europeo, especiamente en la concepción de los personajes, todos ellos una panda de antihéroes a cada cual más variopinto. Esas vetas de cineasta italiano siempre se le vieron, especialmente con algunos personajes típicamente italianos, caso de los pícaros niños que aparecían de vez en cuando en sus películas, casi siempre para aprovecharse de Clint Eastwood y sacar un beneficio económico con su pillería, aunque también el campanillero de Por un puñado de dólares, o malos tan latinos, pasionales y sobreactuados como las dos encarnaciones de Volonté en las dos primeras entregas de la trilogía del dólar (personaje que, sin duda alguna, prosiguió Eli Wallach con su Tuco Benedicto Pacífico Juan María Ramírez). Y es que luego llegó Hasta que llegó su hora, muy leoniana, pero más cerebral, menos italiana y sí más norteamericana, casi sin sentido del humor, algo típicamente leoniano, desechado aquí en beneficio de explotar esa vena tan poderosa que proporciona la estructura operística del a cinta.

Y esos niños tan propios del cine italiano los volvió a retomar en Érase una vez en América, su gran canto de cisne y una de las mejores películas que ha deparado el cine desde los años 80, muy en la línea de las fábulas de De Sica allá por los años 40, especialmente de El limpiabotas. Y eso se aprecia muy bien en la historia, dos amigos inseparables, casi podría decirse que, de manera muy hitchcockiana, son las dos caras de una misma persona, tienen un sueño juntos y que, al final, terminará convirtiéndose en pesadilla por culpa del maldito azar y de las malas compañías. Es, en definitiva, la historia de dos amigos unidos por un destino y con un mismo final, la muerte de uno de los dos a manos del otro, ya sea real (De Sica) o figurado (Leone). Pero más allá de eso, cabría destacar un par de secuencias calcadas en planificación, la de la preparación del plan, detonante de todo lo que ocurre posteriormente, y la del los encarcelamientos de Noodles en la cinta leoniana y de Giuseppe y Pasquale en El limpiabotas.

Pongo algunas capturas y un vídeo para que veáis momentos idénticos, primero la escena del plan, donde vemos la llegada del jefecillo con el que hacen el negocio en ambas, en El limpiabotas en barca a una plataforma en el río, y en Érase una vez en América la llegada del capo a una fábrica:












Y ahora la secuencia del encarcelamiento:















domingo, 26 de octubre de 2008

Max Payne (2008)



TITULO ORIGINAL Max Payne
DIRECTOR John Moore
GUIÓN Thomas H. Fenton, Shawn Ryan, Beau Thorne (Personajes: Sam Lake)
MÚSICA Marco Beltrami, Buck Sanders
FOTOGRAFÍA Jonathan Sela
REPARTO Mark Wahlberg, Mila Kunis, Beau Bridges, Ludacris, Chris O'Donnell, Donal Logue, Amaury Nolasco, Nelly Furtado, Olga Kurylenko

SINOPSIS: Adaptación de un aclamado videojuego que mezcla el thriller con el cine negro, la historia gira en torno a Max Payne (Wahlberg), un ex-policía de Nueva York que busca a los asesinos de su esposa y su bebé, ambos asesinados bajo los efectos de una fuerte droga sintética. (FILMAFFINITY)

Tras tomar prestadas las bases narrativas de la literatura, el cine, durante los últimos 30 años, se ha preocupado de ir tomando el lenguaje de otras artes que emergían como la espuma en el panorama cultural, y, si bien el cómic ha sido el gran adaptado más o menos desde finales de los años setenta (no todos son Superman, aún recuerdo esa pésima versión de Spiderman setentero que pillé una tarde hace varios años en Canal Sur), y no se han conseguido sacar películas decentes hasta hace relativamente poco (con la excepción quizás de los dos Batman de Burton, a los que, en recientes visionados me he comenzado a dar cuenta de lo mal que les comienza a afectar el tiempo), con obras maestras como 300 o Camino a la Perdición, o grandes cintas como Una historia de violencia, que, de distinta manera nos permiten realizar una pequeña reflexión acerca de la retroalimentación que se produce entre ambos lenguajes, ya que los tres ejemplos que he puesto se podría catalogar cada uno en tres extremos bien diferentes (Snyder es puro cómic, Mendes supo ser una mezcla de cine y viñeta y Cronenberg optó por adoptar una estética totalmente cinematográfica a pesar de estar basada en una novela gráfica) a pesar de provenir de un mismo elemento. A raíz de ello, las adaptaciones de videojuegos aún tienen un larguísimo camino que recorrer para ofrecer resultados que superen lo decente o aceptable, ya que, desde los estrenos de Super Mario y Steet Fighter, infames versiones de clásicos de los inicios videojueguiles, el cine prácticamente ha ido añadiendo más y más dinero en adaptar aquellos juegos que se pusieran de moda o que fueran medianamente adaptables a la gran pantalla, fundiéndose casi todo el presupuesto en que la estética fuera, cuanto menos, resultona, aunque esto no sirve si, en el fondo, no hay nada que contar, o incluso en ir cogiendo elementos del lenguaje cibernético para enriquecer, en teoría, las películas, buscando alcanzar esa experiencia que supone coger el mando de una consola y vivir la historia, como la reciente y muy fallida El rey de la montaña. Y es que el videojuego tiene una tara con respecto al cine que la literatura o el cómic no tienen, y es la interactividad, algo que permite al jugador ser el personaje y no simplemente vivirlo, y esa carencia de no poder tener el joystick no puede ni podrá ser suplida por el cine en mucho tiempo, de ahí que videojuegos de una acción tan marcada como el Resident Evil (aunque este tenga mucho de puzzles), Doom o Hitman hayan conocido versiones tan horribles, puesto que se pretendía trasladar la experiencia de la primera persona o del terror y en muchos casos no se daban cuenta de que había una historia que rellenar para que fuera una buena adaptación, y poder, o al menos intentar suplir ese gran problema. Algo que quizás podía cambiar con Max Payne, un gran juego que, si bien es cierto que no es un grande del entretenimietno virtual como puede serlo un Final Fantasy, un Metal Gear Solid, un Zelda o un Metroid Prime, si que tenía una base más cinematográfica que permitiría que su traslación fuera más sencilla, al ser un juego de reconocido carácter noire en la línea de vengadores del género negro de cintas como Los Sobornados o Get Carter. Pero no, nuevamente se vuelve a caer en el ya clásico esteticismo barato aparatoso y poco brillante por momentos y en la total ausencia de personajes perfilados, motivaciones claras y una linealidad coherente y bien estructurada más allá de un protagonista con un motivo y una serie de secundarios que aparecen y desaparecen en torno a él con la mayor arbitrariedad posible.

Y es que no resultaba tan difícil de preveer que un realizador con el carrerón que llevaba el bueno de John Moore, cineasta que había hecho dos remakes y una película bélica que lo pasaba mal para llegar al aprobado raspadillo, no pudiera sacar algo destacable de esta historia de intriga y corrupción que se le ponía por delante con la vida de este amargado y solitario policía en busca de venganza. Y es que resulta poco creíble la historia que ha tejido junto a los incompetentes guionistas, los cuales parece que necesitasen clases de cómo organizar una película, y cómo trazar unas líneas maestras en torno a la que se movieran sus personajes. Pero no, sorprende ver a gente como Mila Kunis, Chris O'Donell o Beau Bridges actuar de manera robótica o desfasada, según se mire, ya que parecen no entender en ningún momento las motivaciones por las que actúan sus personajes, movidos simplemente porque el guión así lo exige. Nos encontramos ante una idea tan aprovechable y potable que es hepatante comprobar cómo se puede realizar un trabajo que demuestra tan poca pericia en el uso de cualquier herramienta para llevar a cabo el trabajo, y más viendo que no se trata pecisamente de un nóvel quien llevaba las riendas del proyecto. Burda imitación de policíacos clásicos, tergiversando por completo la historia del original, bastante abrumadora y visualmente arrebatadora, Moore se pierde en su seriedad y en su intento de construir una verdadera historia de cine negro a base de escenas mil veces vistas, y situaciones que nunca se saben a ciencia cierta por qué se producen. ¿Qué obliga al malvado de la película a matar a gente una vez conocido el leitmotiv? ¿Qué conexión tienen las víctimas? ¿Qué relación tiene Mona Sax con Payne? ¿Por qué esta última, de la que nunca sabemos qué hace, a pesar de que con ello amenace a un personaje, va siempre rodeada de varios gorilas pero a la hora de la verdad está más sola que la una y siempre, y repito lo de siempre, aparece en el momento más oportuno a pesar de que el guión indicaba lo contrario? ¿Por qué la jefa de la empresa farmacéutica tiene tantísima importancia en la trama y apenas aparece en dos pequeñas escenas? ¿Qué cojones pinta ahí el personaje de Chris O'Donell? ¿Y el de Olga Kurylenko, más allá de poner cachondo al personal enseñando el tanga? Todas estas preguntas se quedan sin respuesta debido al risible libreto, donde no les bastó con incluir demonios voladores, si no que, además, tienen los santos cojones de lanzar puyitas contra la guerra de Irak y los problemas que esta ha originado, y no se para a pensar en el destructivo y fatalista (de malo, vamos) mensaje que transmite la película: termina convirtiéndose en un ensalzamiento brutal de las drogas y de las armas, principales instrumentos del pésimo Mark Wahlberg (a este se le ha subido la nominación al Oscar y piensa que va a vender una mala película con su sola aparición, porque aquí su idea de interpretación consiste en fruncir el ceño y hacer como si nadie fuera más duro que él) sin los que sería incapaz de detener al malvado enemigo.

A las escenas sonrojantes por su inocencia (en el sentido más despectivo, parece increíble que esto lo haya dirigido un adulto) y su pretendida profundidad basada en diálogos de risa (que sólo debí ver yo y mi acompañante al cine, porque nadie más se rió al ver a Wahlberg haciendole carantoñas a la foto de su bebé de una manera totalmente babosa y patética), cargadas de un ridículo que excede los límites de lo insospechado, se le debe añadir la absoluta ausencia de un rigor narrativo, haciendo la película insulsa y falta de trama, donde los personajes deambulan de un sitio para otro aunque todas y cada una de las visitas no apoten nada y sean más vacías que un plano secuencia de Michael Bay. La nieve es usada como un recurso pretendidamente poético, en contraste con ese negro tan exagerado y marcado que busca constantemente el director. Cualquier escena será oscura porque sí, todo muy negro, que queda bonito, a excepción de los flashbacks, donde se juega con la lente de la cámara como un estudiante de primero de audiovisuales que descubre tonterías como el balance de blancos. Esto destaca especialmente cuando aparece el presunto malo maloso, el Sucre de Prison Break tatuado para parecer un dios nórdico (sí, Cuba y Noruega, idénticas, vamos), el cual provoca que todas los colores de la imagen se vuelvan amarillentos, y siempre la forma de sacarle contemplando la acción, para realzar esa posición demiúrgica en sus actos (o azarosa más bien), se le enfocará con un travelling semicircular en contrapicado, ya que parece que no hay más formas de resaltar el poder de un personaje que, visto lo visto, demuestra eso de que perro ladrador, poco moderdor, terminando por ser un antagonista mcguffin, algo que se olía a la legua debido a la precariedad con que se habían desarrollado los personajes. Pero lo peor viene por parte del protagonista, un personaje que no muestra ningún sentimiento en ninguna parte de la trama, cuando, casualmente, el Max Payne del juego era un ser atormentado y que quería llevar a cabo su venganza por unos motivos perfectamente comprensibles y desarrollados a lo largo del videojuego, y aquí únicamente se esboza cuando vemos a los policías llamarle hijo de puta y tal. Aquí arranca de manera directa y la cosa parece que promete, pero constantemente vamos viendo topicazo tras topicazo cogidos con alfiler para construir al pobre personaje principal, remedo de antihéroes vestido siempre de negro y maldito por quién sabe qué cuyo odio no llegamos a ver en ningún momento, utilizando la voz en off para profundizar en sus pretendidos sentimientos y darle así la consistencia del cine negro que tan bien marcaba el videojuego y que no termina más que por subrayar lo muy evidente, convirtiéndolo todo en una absoluta comparsa, un homenaje absoluto al absurdo y a la filosofía de tasca. Y para rematar, la casi total ausencia de acción que podría haber disimulado el disparate artístico. La influencia de Matrix en los desarrolladores del juego era evidente, y el uso del bullet time era, a falta de una palabra mejor para definirlo, perfecto, y, sin embargo, Moore lo utiliza hasta convertirlo en una pantomima, en una burla, en una parodia como la que realizaba Anna Faris en la primera Scary Movie, siendo especialmente sangrante el ataque al cuartel de Lupino y ese escopetazo que se hace eterno por la manía del impersonal director de darle un toque más cool a todo, convirtiendo las secuencias más espectaculares en un abecedario del Qué no hay que hacer para ser un director de cine, y un uso bochornoso de los efectos especiales, destacando la escenita tras salir del río helado y ese amago de Hulk que tiene el bueno de Payne. Y es que aún le queda muchísimo al cine para saber captar un buen videojuego sin pasarse con los efectitos. Años han tardado, en el caso del cómic, en darse cuenta de que es mejor hacer una película con historia (Una historia de violencia) que una gilipollez supina con una inversión brutal en todo lo que no sea guión (cualquier Spiderman de Raimi), y más años nos quedan de presenciar malísimas adaptaciones de enormes juegos. Sólo rezo porque nadie se atreva a tocar el Metal Gear Solid hasta que ese proceso de aprendizaje haya acabado y pueda salir algo parecido a El Caballero Oscuro en vez del Super Mario de Bob Hoskins.