domingo, 15 de febrero de 2009

Benjamin Button, la (fría) estética de la fugacidad

Salí del cine sin saber bien qué pensar de El curioso caso de Benjamin Button. ¿Me había encantado o me había dejado igual? ¿Realmente era para tanto o me dejó insatisfecho? Creo que la mejor forma de definirlo sería esa misma palabra, insatisfacción, quizás alcé las campanas al vuelo demasiado pronto viendo todo lo que reunía esta nueva película, tras una serie de trailers sencillamente espectaculares, y un equipo a todas luces impresionante. Pero mientras la veía no dejaba de preguntarme: Todo es sencillamente acojonante, pero... ¿Por qué me da todo absolutamente igual? Me encanta Fincher, me fascina la capacidad de zambullirme en sus películas, la catarata de sensaciones que me provoca, y realmente El curioso caso de Benjamin Button me parece una película hecha para perdurar en los anales de la historia del cine, el proyecto más ambicioso de uno de los pocos directores actuales a los que llamaría maestro sin dudarlo un segundo, y también su proyecto más clásico a la par de Zodiac, una obra mastodóntica de las que se reconoce al dedillo en cualquier libro de historia del cine. Benjamin Button probablemente aparezca reflejado dentro de 40 años a la altura de las grandes superproducciones como Ben-Hur, Cleopatra o Lo que el viento se llevó, tanto por sus aciertos (muy numerosos) como por sus errores (bastantes, más de los que yo esperaría, también).

Hace un tiempo, hablando con un amigo de arte (uy qué pedante suena esto), pusimos los ejemplos de Antonio López, calcador de la realidad, y de Velázquez, como ilustrador de la realidad, y afirmé que la diferencia entre uno y otro era que el pintor madrileño recreaba la praxis con tal exactitud y minuciosidad que se había olvidado de meter la vida en el lienzo, mientras que Velázquez hacía que la vida de sus retratados se escapase por sus ojos, creando efigies mutables dentro de la pintura. Saco este ejemplo a relucir porque hablamos de una película perfectamente imperfecta, de un acabado tan preciosista que resulta frío, alucinante y pictorialista, pero vacío y sin alma, como la obra de alguien que se sabe un genio y se ensimisma en su descomunal talento recreando historias fastuosas pero se olvida de insuflarles vida para ser algo más que una ilustración hiperrealista. Algo de lo que muchos acusaron a la anterior cinta del realizador, la historia del asesino del zodiaco, y que sin embargo hacía de esa desnudez formal casi artesanal su principal virtud (junto a uno de los mejores guiones que se han realizado en años), y que es lo que más se echa de menos en las aventuras y desventuras del personaje interpretado por Pitt, un poco de cordura estética apoyada en un guión más consistente.

Por contra, o a su favor, hay que decir que me gusta el retrato que realiza de Estados Unidos. Es puro Americana, y es que es donde más fácil resulta encuadrar esta epopeya romántica de aspiraciones algo grandilocuentes. Esa congregación donde cantan gospel, esa generación de los años 60 que, a ritmo de Beatles, se abría a un mundo nuevo, o esos barrios bajos de Nueva Orleans, todos ellos iconos mitificados y reconocibles por el cine norteamericano. Ninguna película en manos de Fincher puede ser clara, no es un mundo lleno de buena gente, de buenas intenciones, y de prototipos del american way of life, y eso queda retratado de una manera brillante, tal y como siempre hace el autor de The Game. Es la cara oscura de América, pues todos los protagonistas están en una situación llamémosla inféliz, al contrario que el país en los momentos en que es retratado: El señor Gateau, inventor del reloj, muere de pena por el fallecimiento de su hijo en la Gran Guerra; o el propio padre de Benjamin, representanción del capitalismo más exacerbado (destruye el método artesanal de la fábrica de botones por uno masivo e industrial acorde con el nuevo mercado) abandona a su hijo el día que se declara la victoria norteamericana en dicho conflicto en un geriátrico, y que, a pesar de su poder, cae víctima de sus enfermedades y vive atormendato por la muerte de su ex-mujer. Es un acertado retraro de la crueldad del sistema americano, donde los imperfectos no pueden triunfar. Y los personajes son clásicos del universo fincheriano: El capitán del barco amigo de Benjamin es la figura cínica y desencantada que ya interpretaron Morgan Freeman o Robert Downey Jr. en otras cintas del realizador, y el propio Benjamin no es más que una extensión del detective Mills de Seven o del Edward Norton de El club de la lucha, sujetos a los que la situación les sobrepasa y son incapaces de cambiar las cosas, y finalmente terminan manipulados o dirigidos por alguien, o derrotados.


Y nuevamente es una historia amarga, pesimista: todos los personajes están destinados a fracasar y no lograr sus objetivos. Es una de las grandes máximas de la carrera del realizador, y podemos comprobarlo con el ladrón honrado que interpretaba Forest Whitaker en La habitación del pánico o el incansable periodista incorporado por Jake Gyllenhaal en Zodiac. Todos ellos pelean por una causa o por un ideal más o menos justo, pero todos ellos nadan con todas sus fuerzas para morir en la orilla. ¿No es ese el gran trauma de Benjamin Button? La desesperacion de ver los objetivos incumplidos y, lo que es peor, la sensación de saber que no van a lograrse y no poder hacer nada por evitarlo. No obstante, gran parte de la película transcurre en ese geriátrico donde crece el joven anciano, reunido de gente que lo único que puede hacer es esperar la muerte con el único placebo de la visita semanal de algún familiar que se acuerde de ellos. No hay esperanza para los personajes, y Fincher los castiga con martillazos. Daisy tiene todo para ser la gran bailarina que todos esperan, y, sin embargo, recurriendo de nuevo al azar, lastra su carrera (y su vida) en un inoportuno cruce de malas coincidencias, del mismo modo que ella y Benjamin jamás podrán compartir una vida juntos, a no ser que sea como abuela y nieto. Sólo la madre de Benjamin es capaz de superar su problema y dar a luz a la "hermana" de nuestro protagonista. Y es que, por encima de todo, es una película sobre el desamor y la desesperación y el sacrificio que conlleva saber este hecho de antemano en una lucha contrarreloj contra tu propia vida.


Sin embargo, a pesar de todos estos buenos apuntes, del buen trabajo de Fincher (sin llegar a grandioso), la película cojea demasiado, es portentosa en muchas partes y languidece en otras tantas. Es mágica durante hora y media y carece de interes durante otra hora y pico. Puede emocionar o conseguir que te rías o hacer que te desconectes cada tanto por la debilidad en determinados puntos del guión. Y es que es tramposa. La estructura de la hija leyendo el diario en el hospital, además de cortar el ritmo de una manera alarmante, ya nos da un indicio muy claro de lo que va a ser la "sorpresa final", cada vez más obvia, aunque Roth, guionista a quien estimo bastante, intente hacer creer al espectador algo que no va a suceder. Recuerda demasiado a Big Fish o una de esas películas de mujeres de toda la vida, de lagrima fácil, Tomates verdes fritos, decálogo de qué hacer para llegar al espectador en el menor tiempo posible y de la manera más tramposa a nuestro alcance. Es justo cuando aparece la coprotagonista interpretada por Cate Blanchett cuando la historia deja de interesarme, quizás porque sé paso a paso lo que va a suceder, y lo iba viendo antes que el personaje de Pitt en la sala de cine, y es realmente imperdonable que suceda eso cuando sobre ese punto gira toda tu historia. También imperdonable es el hecho de obviar al padre de Benjamin durante gran parte del metraje y, como recurso fácil de guionista, también llamado Maniobra David Koepp, sacarlo cuando más convenga aunque realmente te preguntes si no queda desencuadrado dentro del puzzle. A pesar de ello, hay que reconocer que los últimos 10 minutos son de una carga emocional portentosa y que el plano en que muere Benjamin es sencillamente sobrecogedor, uniendo la coda con el inicio de la cinta y la muerte con la vida, ya que cuando su madre da a luz ella muere y el niño nace anciano, y ahora, en lo que parecería el inicio de una vida, esta llega a su ocaso.

La mejor parte es la inicial, los primeros 30 años en la vida de Benjamin, justo cuando Pitt es todavía un anciano. Es una película cercana a la aventura con toques constantes de comedia, y que permiten tenerte cercano a la historia y zambullirte dentro de ella. Sus viajes, cómo descubre el sexo (divertidísima escena) y la brutal escena del submarino (he de reconocer que me dejó boquiabierto), con una planificación soberbia y verdaderamente marcada por el estilo Fincher, hacen de la primera mitad de El curioso caso de Benjamin Button una auténtica maravilla. Su infancia y su madurez son expuestas de una manera clara y cálida, de manera burtoniana (aún tengo grabado en la memoria el primer plano de un anciano Benjamin jugando con sus soldaditos de plomo), y es cuando aparece el personaje de Daisy cuando todo comienza a volverse convencional y todo va decayendo poco a poco. Fincher se adentra en la alcoba de Button y nos muestra una relación de postal (la escena del baile es realmente bonita a nivel visual, pero te saca de la película completamente) y cargada de tópicos (¿Alguien esperaba que cuando él va a verla bailar no se va a topar con su nuevo novio?). Ni si quiera entendí la supuesta grandeza que leo en todos lados de la relación con el personaje de Tilda Swinton, ¿Por qué? ¿Acaso Jordi Costa se ha quedado toda la comprensión del mundo y yo únicamente veía una serie de encadenados que no decían absolutamente nada con la presunta intención de representar la fugacidad del amor? Contemplaba la relación de Button con las mujeres, y ese momento final con todos los personajes paseando ante la cámara como quien contempla el anuncio de una marca telefónica de una chavala recordando todos sus ligues y lo mejor que han dejado en ella, y no dejaba de pensar: Benjamin Button funciona como vibrante película de aventuras, como comedia, como drama y desfallece en su intento de crear el amor con probeta. ¿Es Benjamin Button decepcionante o soy yo quien tenía las expectativas demasiado altas?

domingo, 8 de febrero de 2009

Pura química: Michael Caine y Sean Connery en El hombre que pudo reinar


Creo que pocas cosas son más disfrutables dentro de una película, ya sea buena o mala, que la química que demuestren sus intérpretes entre sí. Ese duelo constante, esa interacción, ese intercambio de golpes, es uno de los momentos más memorables de cualquier cinta que se precie. Vi el otro día (aunque la entrada aparezca del domingo, la he escrito el jueves 12) Frost/Nixon, probablemente la película que siempre soñó con rodar Ron Howard, escaso talento tras la cámara, un grandísimo guión, y dos actores frente a frente en una pelea de miradas, golpes consistentes en planos-contraplanos que cada uno llena de una manera prodigiosa, especialmente un monstruoso Frank Langella, quien hace que una especie de biopic sea atrayente. Probablemente, sin esa presencia de Sheen y Langella, sin alguien que supiese encajar los golpes del otro y respondérselos con grandeza, la cinta habría sido muy floja, poco más que un thriller periodístico como tantos otros, y encima en manos del padre de Bryce. Por ello, hoy tengo el gran placer de inaugurar una nueva sección de este inutilizado blog, un recorrido alrededor de mis parejas favoritas de la historia del cine, ya estén formadas por hombre y mujer, hombre y hombre, mujer y mujer, o Rock Hudson y Doris Day. Y qué mejor manera que empezar con una película que, en poco más un año, ha entrado en mi particular ránking de mis 10 favoritas, y que es, para mí, la mejor película de aventuras de toda la historia (si no contamos Lawrence de Arabia como aventuras, pues Lean está completamente metido en el drama y la sección aventurera de sus películas suele remitirse a los constantes viajes que tienen sus personajes). Hablo de la majestuosa El hombre que pudo reinar, del no menos grande John Huston, quien cubrió con numerosas obras maestras las también numerosas mediocridades que lacran su larguísima filmografía. Magnífica adaptación del maravilloso Kipling, que sirve para mostrarnos cómo hay que adaptar un relato corto añadiendo y sumando en lugar de añadiendo y restando (esto va por Fincher), y además de eso, es un excepcional alegato contra la tiranía colonial de los occidentales (¡Cuando acabemos con vosotros podréis masacrar como hombres civilizados!) y el clásico retrato de perdedores que siempre adoró el realizador, pero por encima de todo ello, es un canto a la amistad, una enfervorecida defensa de la lealtad y el compañerismo.


Por ello es remarcable el hecho de que sean dos verdaderos amigos quienes interpreten las dos caras de una misma moneda (menos mal que se hizo en los 70, las opciones Gable-Bogart y Redford-Newman me dan pánico), Connery como el bravucón y valiente Daniel Dravot y Michael Caine como el inteligente y perspicaz Peachy Taliaferro Carnehan, amén del siempre agradable de ver Christopher Plummer como Rudyard Kipling, quien, a modo de narrador en la sombra (es Peachy quien le cuenta a este la historia, pero es el escritor inglés quien se la cuenta realmente al espectador en el relato corto escrito por él mismo, una gran idea del propio Huston) refuerza aún más esos fuertes vínculos de amistad que representa constantemente la película, gracias a la masonería, de la que los tres son partícipes desde hace tiempo y por la que, como guiados por el destino, se unen de una forma estrecha. La química entre los tres es sorprendente, ya que en las secuencias que comparte Kipling con Carnehan primero y Dravot después para reunirse posteriormente con los dos a la vez, demuestran una brillante agilidad mental por parte de los tres intérpretes, intercambiando miradas y sonrisas, hasta que, finalmente, se dan cuenta de que son compañeros de fatigas. Pero centrémonos en nuestros dos protagonistas. Son dos antihéroes encantadores, carismáticos y pícaros más que malintencionados y avariciosos. Irónicos y cínicos, su principal cometido será ser reyes de Kafiristán, por lo que, delante de su nuevo colega, firman un contrario vinculante que les impide, a los dos, beber (pocos gestos hay tan impresionantes como el de Connery dando el último trago) y tener sexo (con mujeres, obviamente, su amistad no llega a tanto) hasta que no sean coronados como soberanos del país oriental. Es, en definitiva, un pacto de sangre que, de una manera casi sobrenatural, les pondrá tentaciones y les servirá, de una manera bastante cómica, de guía moral. Y es que, en la secuencia que cuelgo abajo, nos damos cuenta de que, aún habiendo pertenecido al ejército británico (Ford tendría algo que decir sobre esto), es decir, aún habiendo formado parte de una gran comunidad que les ha dejado huella, como la masonería, y siendo dos sujetos claramente británicos a quienes el Imperio les ha dotado de esa arrogancia casi innata que demuestran, lo que realmente marca a estos dos sinvergüenzas (si se me permite la palabra) son sus aventuras juntos, pues dan la sensación de estar toda la vida juntos y de necesitarse de una manera radical.



"¿Lunáticos? ¿Habrían redactado dos lunáticos un contrato como éste?"

Huston lo sabe bien, y son escasos los planos que podemos ver de uno sin el otro. Puede que estemos en una película de aventuras, y que haya enormes planos que nos sorprenden por su belleza, pero la grandiosidad de esa historia no recae en su épica o en su espectacularidad, todo lo contrario, el verdadero interés es su drama y cómo se comportan Dravot y Carnehan uno con el otro, a modo de comedia dramática. Ese sentimiento recíproco de necesidad se va acrecentando conforme la película va avanzando, y vamos viendo claramente que no son dos personas diferentes, si no ambas complementarios, dando la sensación de ser las dos caras de una misma moneda. Parafraseando a Orson Welles hablando de Stewart y Fonda, si no son gays, entonces es que es la amistad más pura que he visto nunca. Y es que son varios esos momentos en los que se demuestra la conexión que hay entre ambos, casi un amor platónico. Carnehan ayuda a Dravot cuando este pierde la vista en la nieve, y ambos están casi sincronizados para detener a cinco ladrones afganos y, finalmente, ser ellos los que se hagan con el botín. Como dice al final de la película Peachy, uno nunca dejó la mano del otro, y Peachy nunca dejó la cabeza de Daniel Dravot, una vez que este dejó de ser rey. Y es que la lealtad guía a ambos, y a todos los protagonistas de la peli, pues tampoco está de mal olvidarnos de Billy Fish, quien heroicamente se lanza a una carga suicida por el deber moral contraído con los dos ingleses. La historia reprende a los dos protagonistas cuando ese vínculo casi idílico amenaza con derrumbarse. Justo cuando Dravot asume su posición sagrada como hijo de Sikander, creyéndose sus propias mentiras (genial Huston logrando que nos creamos el cambio de carácter de una persona en sólo dos escenas), rompe el pacto que firmó en presencia de Kipling y decide guiarse por sus delirios de grandeza, e incluso llega a humillar a su gran amigo. A pesar de ello, justo cuando Peachy decide irse, su fervorosa fidelidad para con Dravot le hará quedarse, aún suponiendo perder todo lo que tanto han tardado en conseguir, y, sin embargo, el personaje de Caine terminará perdonando al de Connery en los últimos momentos que ambos compartirán juntos.


Por otra parte, de una manera bastante fordiana (vuelvo a recurrir a él, sí), Huston utiliza la maravillosa versión que le realiza Maurice Jarre de la balada irlandesa Minstrel Boy, leitmotiv ya mítico de toda la banda sonora, y que ilustra en diferentes formas las aventuras de los dos soldados británicos, rasgo inequívoco del carácter irlandés de Huston. Durante el fatigoso viaje de ambos hacia Kafiristán, Dravot afirma que Si un rey no puede cantar, entonces no merece la pena ser rey, de ahí que la portentosa secuencia final esté rodada con tanta sutileza y brillantez por el director de La jungla de asfalto. Pocas veces una canción ha sido utilizada de una manera tan asombrosa para ilustrar una relación entre dos personas, y poquísimas veces su canto supone el clímax supremo dentro de la cinta, el momento justo en que entendemos que esa amistad no se romperá suceda lo que suceda. Tal como sucedía en la maravillosa secuencia de Río Grande donde Maureen O'Hara contemplaba a un grupo de cantantes entonar la balada Kathleen, el Can't take my eyes off you en El cazador, la ritualizadora nana rusa del bar en Promesas del este o la escena del baile de Zorba el griego, la fuerza de la escena radica en esa canción, y lo que ella simboliza, una unión imperecedera, y de la que únicamente formarán parte esos dos geniales perdedores que eran Dravot y Carnehan, puesto que aquí es usado como símbolo del vínculo existente entre ambos, y su aparición diegética es en dos momentos claves: la secuencia de la nieve, en la que ambos son salvados por sus risas (provocando un alud poco después de que Dravot cantase la canción) después de que Peachy guiase a un ciego Dravot, y en el final de la aventura, cuando, vencidos por la ambición ciega de Daniel y la más ciega fidelidad de Carnehan, sufren la más dolorosa de las derrotas con el más épico de los finales para dos vidas increíbles, poniendo un enorme broche final para una de esas historias inmortales del gran cine.