sábado, 22 de septiembre de 2012

Esperanza y Gloria: Amarcord


Hay un cliché en el diccionario cinéfilo que se utiliza cuando uno no sabe en qué categoría encuadrar a ciertos directores. Lo más fácil es echar mano del término inclasificable y quizás no darle más vueltas al tema. Porque es obvio meter a Raoul Walsh o Howard Hawks en el terreno de los cineastas clásicos, narradores potentísimos alejados de cualquier pretensión, del mismo modo que no se corre el riesgo de equivocarse al colocar a Rossellini o Nicholas Ray como cineastas modernos y transgresores, renovadores del cine a pesar de parecerse el uno al otro lo que un huevo a una castaña: ambos estrenaron con apenas un año de diferencia dos películas capitales en la forma de relacionar al director y al espectador con la película: Te querré siempre, en 1954, y Rebelde sin causa en 1955. No es tampoco demasiado arduo ubicar a a Ken Loach o a Ermanno Olmi como cineastas con un gran compromiso social, aunque el primero caiga demasiadas veces en el maniqueísmo. Y no cometemos locura alguna al hablar de Tarantino como el gran (y vacío) referente de la posmodernidad, del cine hecho a trozos de otras películas, extraído de la memoria cinéfila y no personal del creador, utilizando formas ya utilizadas pero que adquieren una nueva dimensión vistas a través de los ojos del nuevo cineasta. Lo complicado viene a la hora de etiquetar a gente como Kubrick, los Coen. Cineastas que nunca han parado por modas, que han ido casi siempre por libre, se han enfrentado a casi todos los géneros habidos y por haber y han salido triunfadores en la gran mayoría de sus envites, renovando incluso en muchos casos las propias bases sobre las que se asentaban los géneros que habían decidido a atacar. John Boorman es uno de esos cineastas a los que cuesta ceñir a un estilo, un hombre que ha nacido para llevar el calificativo de inclasificable por toda la extensión de su larga obra, un hombre que se ha enfrentado a multitud de retos audiovisuales y que, aún con una tremenda irregularidad en el global de su carrera, nunca ha dejado indiferente a nadie. Y es que, quizás, habría que hablar de él como del hombre cuyo estilo era el no tener un estilo, sino ser cambiante (no en un modo despectivo) y poder elegir de qué forma encarar una nueva producción.

Con un comienzo espectacular con la potentísima (aunque irregular) Point Blank, deconstrucción del cine de género en la que reducía el guión al mínimo y se atrevía a mezclar secuencias de claras influencias del cine más agresivo de Europa con otras de un ascetismo visual absorbidas de las propuestas más tradicionales del género en América, Boorman ha ido saltando sin detenerse buscando nuevas formas de contar historias: el brutal choque cultural en la desasosegante Deliverance, que entronca con otras películas de fondo parecido como Infierno en el pacífico o La selva esmeralda; la épica psicodélica, excesiva y desmitificadora de Excálibur, donde el cineasta daba rienda suelta a todo su torrente visual, pasando por las muy mediocres Zardoz o El Exorcista II; y, cuando su carrera estaba en su punto más bajo tras enlazar un par de películas de escasa entidad, sorprendió marcándose uno de los mejores thrillers dramáticos de los años 90 con la soberbia El General, donde se contaba la vida y obra, en clave casi cómica en ciertos puntos, del legendario ladrón irlandés Martin Cahill, quien no solo se enfrentó a la policía, sino que osó combatir al IRA (pero que no se me malinterprete: no por su justicia antiviolencia, sino por el control del crimen en Irlanda). Y, como director inclasificable que es, quizás la rareza dentro de su filmografía sea una de las películas más sencillas en apariencia: Esperanza y Gloria, basada en las memorias del propio realizador inglés durante su infancia a través de la Segunda Guerra Mundial. Y, como casi todas sus películas, marcada casi inevitablemente por la irregularidad, porque nos encontramos con una película llena de momentos admirables, pero también con otros fragmentos ciertamente poco llamativos y a los que, quizás, les faltaba un punto de maduración en el guión. 


Y es que al hablar de Esperanza y Gloria hay que hacerlo desde dos perspectivas bien diferentes, tal y como se divide la película: enfrentándonos a escenas de costumbrismo, con las actividades de los adultos, quizás la parte menos interesante (aunque no deja de ser necesaria), y aquellas en las que el joven Billy, Alter Ego de Boorman, nos muestra su visión de la guerra como un patio de recreo, con el disfrute de los pequeños detalles aunque también hay que puntualizar que el relato está basado enteramente en el punto de vista de nuestro joven protagonista. ¿Por qué? Porque desde la situación más inocente (quizás el escuchar a una pareja mantener relaciones sexuales entre los escombros y que el hombre grite FUUUUCK!) a la más dramática (la muerte de la madre de la joven Pauline, que luego simbolizará brevemente el despertar sexual del joven Billy) están intrínsecamente relacionadas, dependiendo única y exclusivamente del mundo casi fantasioso que se ha ideado el pequeño personaje y su grupo de pequeños gamberretes que campan a sus anchas por las desoladas calles del suburbio donde vive la familia. Por ejemplo, en la mencionada muerte de la madre de la chica, mientras los adultos intentan consolarla, los niños se acercan a ella y le preguntan si su madre ha muerto para poder echarle en cara a los amigos que no les creen al grito de “¿Lo ves?”. Y es que la película se desliza suavemente de un mundo al otro, con dureza y ternura, intentando introducirnos en la complejidad de la guerra sin olvidar que, en definitiva, estamos presenciando casi una comedia. Un poco lo que intentó, con escasa fortuna, Roberto Benigni en La vida es bella.  Por suerte, el realizador de El sastre de Panamá está más afortunado y es infinitamente más sutil que el italiano.

Porque no había otra forma de acercarse a una historia así, donde se toma la guerra casi como un hecho mágico, que la sutileza. Por ejemplo, en una de las escenas más bellas de toda la cinta, la cámara recorre las casas destrozadas en un travelling lateral, mostrando en primer plano cómo los adultos intentan buscar cosas entre los escombros, sus enseres personales y cosas aún utilizables, mientras al fondo del plano, recortados en silueta por el horizonte, un grupo de los amigos de Billy recorren los escombros buscando (y  festejando al encontrarlo) su preciado botín de guerra: la metralla, algo así como los cromos de fútbol para los niños, que compiten entre ellos a ver quién tiene más y mejor. Ese contraste es constantemente el que batalla en la cinta, el intento de adentrarnos en un mundo mágico, de aventuras y donde cada hecho es sorprendentemente espectacular, con un intento costumbrista cercano al que nos ha mostrado, aunque con más acierto, Terence Davies en películas como Voces distantes.



Porque los adultos de Esperanza y Gloria sirven como contrapunto, como motor para los niños (sobre todo la enseñanza del padre con el cricket, que posteriormente retomará con el abuelo cascarrabias) pero, cuando han de servir para que la acción gire en torno a ellos las cosas no terminan por ser todo lo consistentes que deberían: la relación entre los padres de la familia, con una Sarah Miles que no está todo lo bien a los que nos tiene acostumbrados, queda algo desdibujada, demasiado cómica; y la relación de la propia madre con Mac, el mejor amigo de la familia, no va a más, quizás por el miedo de Boorman a ser demasiado oscuro y desesperanzador. No se intuye ni un atisbo de que eso pueda ir a más, y termina siendo una subtrama redundante y poco profunda, aunque nos depare momentos magníficos como la vuelta de la playa en el tren donde el joven protagonista contempla a su madre y al viejo Mac hablar del desamor y las cosas perdidas, y ahí se comprueba lo que digo: Boorman parece temer que el melodrama se dispare, y coloca un gag en forma de señor dormido al lado del pequeño Billy, que se derrumba sobre él. Sí es más exitosa la de la hermana mayor de Billy, enamorada de un soldado canadiense destinado a Inglaterra. Quizás por seguir siendo una niña (no deja de tener 15 años, por muy enamorada que esté), el guión da más presencia a su historia de amor y desamor, que sí se puede considerar un fragmento más completo, pero no del todo satisfactorio por no dejar de ser el cliché de la típica historia de amor de película. No obstante, quizás para recalcar ese “tono cliché”, el director nos muestra, exactamente al dejar a la pareja terminando de hacer el amor, a la familia al completo viendo una película de temática similar, donde un soldado debe abandonar a su amada para ir al frente: parece querer decirnos que, aunque sea un tema trillado y peliculero, era verdad.

Otra elección curiosa es el espacio en el que se desarrolla la película. Casi unos No Lugares, alejados del bullicio de la guerra, pero donde ésta también se deja sentir. Porque, al hablar de cine bélico (aunque Esperanza y Gloria no sea estrictamente un “film de guerra”), un director suele plantear movimiento, escenarios cambiantes, para mostrar cómo el horror afecta a todos. Pero Boorman no pretende darnos un muestrario completo de cómo fue la guerra en Inglaterra. Es consciente de que su propuesta se focaliza en un grupo concreto de personas y la cámara, salvo en un par de excepciones y en la parte final, donde la acción se desplaza a otro lugar, no sale de esa pequeña calle en la que vive la familia protagonista. En ella, acontecen hechos de variado pelaje: desde la búsqueda de metralla de los jóvenes y la constitución de ese pequeño grupo de pequeñas bestias que quedan en su club social para reunir munición que no ha explotado y destrozar bidés, armarios y demás mobiliario ya inservible por la guerra, a las reuniones de las madres de familia para ir a recoger ropa de racionamiento, donde se nos muestra que, a pesar de la guerra, la vida sigue, y los chismorreos, marujeos y líos de faldas siguen vigentes como en cualquier otro momento del año. El bullicio, las precauciones, el miedo a los soldados alemanes (impagable la escena en la que un aviador alemán cae en mitad de la calle y asusta a todos los vecinos) son mostrados con total calma, sin enaltecerlos ni exagerarlos, con total sobriedad visual.


Y es que el espíritu de la película obliga a ese tono: es imposible querer mostrar todos los sucesos que transcurren a lo largo de la película sin dejar claro que es el plan de cada día, que esos sucesos que el joven Billy y sus amigos ven como algo extraordinario son algo plausible y normal. El director es consciente de ello y la mayor parte de la cinta es de una sencillez casi apabullante. No obstante, deja escapar ramalazos visuales del hombre que hizo Excalibur en algunos momentos impagables: en el primer bombardeo, la hija mayor sale del refugio y empieza a bailar con las casas en llamas al fondo mientras grita “¡Ven, Billy, vamos a ver los fuegos artificiales!”. Y esta sencillez se multiplica en el último tramo de la película: el viaje a casa de los abuelos maternos, donde un conscientemente sobreactuadísimo Ian Bannen se adueña de la función con su personaje machista y cascarrabias. En esta parte, la película transcurre como el río por el que navegan sus protagonistas: tranquila y liviana. Más comedia que nunca, con el abuelo enseñando a su nieto a manejar una canoa, a jugar al cricket, y con el punto de comedia romántica de la relación de la hermana mayor con el joven militar canadiense. Lo que podríamos denominar los pequeños placeres de la vida: las comidas familiares, los momentos de paz junto al río, la tranquilidad alejado del peor conflicto bélico que ha sufrido la humanidad. Pequeñas joyas casi renoirianas. Pero, si bien estas secuencias son altamente disfrutables por el carisma de sus protagonistas, no menos cierto es que hay ciertos momentos excesivamente alargados, como la partida de cricket entre abuelo y nieto, que se extiende sin aportar nada. De aquí hasta el final, todo son imágenes sencillas, pura comedia, que terminan con la explosión simbólica de lo que es toda la película: en el día de la vuelta al colegio tras el verano, éste está en llamas por los bombardeos, mientras una masa enfervorizada de niños pequeños gritan y rompen cosas, histéricos, felices, porque este gran patio de recreo llamado guerra continúa.

domingo, 17 de julio de 2011

I... como Ícaro: El Estado del Estado


En los años 60 y 70 se hizo el mejor cine político que jamás se ha visto. Pero ojo, que no se me malinterprete, porque con cine político no me refiero a Boinas verdes (The Green Berets, 1968), la segunda y fascistoide película como director del maravilloso John Wayne, ni a ese cine de espías intercambiando maletines en la Plaza Roja de Moscú tras haber matado sutilmente a un enemigo o haberse zumbado a cualquier chavalita de buen ver. Es decir, no pretendo enmarcar dentro del contexto de cine político aquel usado para poner en jaque al rival, demonizarle y sacar una conclusión más o menos triunfante del régimen (generalmente) occidental y, más concretamente, norteamericano. Nada más lejos de la realidad. Mi intención al hablar de cine político es la de referirme a esos numerosos thrillers y dramas que surgieron, aproximadamente, a raíz del mandato y posterior muerte de JFK, cuando el mundo comenzaba a abrir los ojos y a intentar penar por sí mismo, porque si la Guerra de Corea estuvo requetebién para detener a los rojos enemigos del estado de bienestar, lo mismo ahora con Vietnam ya no estaba tan bien la cosa ni la amenaza comunista en un país subdesarrollado era tan importante como se había vendido.

¿Y si pusimos el punto de mira en el lugar equivocado? ¿Y si, antes que a nuestro enemigo, tenemos que empezar a cuestionar a nuestro "protector"? Porque quizás el Estado, el guardián del bienestar público, ya no era ese ente amigable y protector que se encargaba de proveer al ciudadano de a pie de los servicios y la seguridad necesarios para que su vida, tan insignificante como rutinaria, siguiera su curso invariablemente. Porque antes ya hubo películas que se plantearon el (sin ánimo de sonar redundante) poder de los poderes, ya fueran la prensa o la clase política, como El político (All the king's men, 1949), Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, 1939) o El último hurra (The last hurrah, 1958). Pero es a raíz de la aparición de un presidente renovado, tendente al entendimiento con la Unión Soviética, el que dispara las suspicacias y, posteriormente, es asesinado. Ello generó una gran cantidad de controversias y teorías conspiranoicas que, analizando todas las vertientes, datos y opiniones, es la más plausible y probable. Y también fue el pistoletazo de salida para un gran reguero de cine político crítico y poco amigo de la clase dirigente: cineastas como Preminguer con Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962), el conspiranoico Frankenheimer con El mensajero del miedo (The manchurian candidate, 1962) y Siete días de mayo (Seven days in may, 1964), o en los 70 con los Pakula, Pollack o Schaefer pusieron el dedo en la llaga del sistema perfecto del capitalismo.

Pero, como era previsible, también llego el movimiento a Europa. Generalmente se consideran los dos pilares del movimiento europeo a Pontecorvo y Costa Gavras, quienes denunciaron con un estilo seco y directo el colonialismo europeo y americano en el resto de continentes, sin ambages, y le dieron voz a quien hasta ahora no la tenía: Europa también estaba dirigida por los mismos hombres que decidían el destino del mundo. Y a esa clase de películas pertenece la tremendamente actual I... como Ícaro (I... comme Icarus, 1979), del comercial cineasta francés Henri Verneuil. Una de las cabezas visibles del polar francés, habitualmente centrado en el género del thriller policíaco y la acción, decidió acometer la película más madura, contundente y áspera de su filmografía con un thriller político de corte sobrio en el que lo importante es el guión y no la caligrafía, en el que analizaría las teorías que hablan del asesinato de Kennedy ordenado por la CIA, situando la trama en un país ficticio con una bandera parecida a la de Estados Unidos y en donde se habla francés. Y para ello contó con uno de los musos de Costa-Gavras, el siempre excelente Yves montand, quien interpreta a un fiscal que ve demasiadas irregularidades en el informe que determina cómo murió el presidente y decirle no darlo por válido ante las quejas de sus compañeros del comité.

Resulta inevitable acordarse de la barroca y complejísima obra periodística de Oliver Stone JFK (JFK, 1991), puesto que la trama que desgrana es la misma. Pero mientras el realizador norteamericano ponía mucho énfasis en el detallismo minucioso y puntillista con cada aspecto de la investigación llevada a cabo por el personaje de Kevin Costner, con una narración asfixiante y con un (extraordinario, por otra parte) montaje marcadísimo, Verneuil opta por simplificar conceptos y alejarse de cualquier intención verista como haría años después el realizador de Platoon (Platoon, 1986). Verneuil, aun siendo obvio que habla de Kennedy, utiliza las ideas, su arma más poderosa, y para llegar a ellas se sirve del ejemplo del magnicidio más famoso del siglo XX, por lo cual el caso importa realmente poco o nada. Eso sí, no busca tomar por tonto al espectador, y esa simplificación de detalles no va unida a una simplificación de conceptos, puesto que todo es expuesto con claridad gracias a un guión hábil, con sus minúsculas trampas, pero que funciona como un reloj. Es decir, elige el fondo antes que la forma. Y es una forma inteligente, ya que no queda nada en el tintero al final de esas dos brevísimas horas de metraje. Verneuil nunca fue un esteta, muy alejado de la capacidad de jugar con el montaje y con los encuadres, como sí fue Melville, así que optar por dejar hablar a los actores y al guión es la mejor opción posible.

No obstante, al hablar de este mundo consumido por el poder, de esta sociedad distante, fría e impersonal, utiliza con inteligencia los decorados. Oficinas, edificios, lugares públicos... todos ellos son rectilíneos, perfectos, grises. No hay una mácula de vida en estos "no lugares" en los que (sobre)vive el hombre, ajeno a lo que se cuece en las altas esferas, crédulo en su felicidad de ignorar y ser ignorado. Una verdadera jungla de asfalto en la que el ciudadano es una hormiga en manos de un gigante al que no puede ver. Así, por ejemplo, desde el despacho de Montand se divisa un amenazante skyline de pequeñas casitas presidido por un uniforme rascacielos, tenebroso y amenazante, vigilante de lo que sucede en el despacho del fiscal. El mundo que pensó Bradbury en Farenheit 451, el mundo en el que el hombre no se cuestiona su realidad y en el que todo aquel que osa hacerlo recibe un castigo. Ejemplo perfecto de esto es el listado de testigos marcados en rojo en es foto extraída del vídeo de un videoaficionado. El Estado del Estado se ha ido encargando de todo pequeño resquicio de pensamieno libre que haya, y se ha ido deshaciendo uno por uno de los testigos que fueron por su propia voluntad a testificar, de formas más o menos ortodoxas, pero con absoluto éxito. Eso sí con una pequeña salvedad: el único testigo que queda en pie es el que no se atrevió a ir a confesar que había visto algo. La felicidad del cobarde, del mediocre, del que no levanta la cabeza no vaya a ser que me den un golpe. El habitante medio del mundo global, ése al que el Estado premia dejándole seguir con su inane existencia.


Porque ahí está el otro punto sobre el que se cimenta este Estado dentro del Estado que gobierna en la sombra: la mezquindad del hombre. El videoaficionado que comentamos antes busca, a toda costa, sacar beneficio de su grabación, pidiéndole al fiscal que done 2000 dólares a caridad... y 25000 a su bolsillo. Nosotros como masa somos tan culpables de la situación como los gobiernos, y las acciones desinteresadas no existen. Y es el principal punto de separación con el JFK de Stone: si aquél se centraba exclusivamente en el caso, Verneuil decide ampliar el punto de mira y estudiar las consecuencias y los porqués de la situación actual desde una visión humanista. Y esto se ve muy bien en una secuencia tan magnífica como larga. En ella, el fiscal interpretado por Montand acude a un científico que lleva a cabo unos experimentos basado en la Experiencia Milgram, según la cual un hombre debía someter a una descarga eléctrica a un semejante cada vez que este cometiese un error en la prueba, y no podían parar salvo orden del científico al cargo. Evidentemente, a cada error la descarga aumentaba de potencia. La intención es demostrar quién, en caso de necesidad, se opondría a sus superiores si ven que su comportamiento se ha ido de las manos. Y el científico le da a Montand un dato terrorífico: 2 de cada 3 ciudadanos no pararon y le administraron cargas mortales a su compañero de experiencia. La única razón para detener este comportamiento sádico es la orden de la autoridad, esa autoridad que piensa por nosotros y que no quiere ponernos en la tesitura de pensar. La misma autoridad que permite que haya dictadores, holocaustos y crímenes de guerra. El que no se preocupa de que los servicios secretos, llámesen CIA, MI5 o Gestapo, hagan y deshagan a su antojo con el terrorismo de Estado. Porque son los que mandan y hacen lo correcto. porque no se pueden equivocar. Porque quieren lo mejor para nosotros. Y en ese caso, las conclusiones fluyen con total naturalidad sin resultar forzadas (a pesar de cierto didactismo), y como parece decirnos Verneuil en su escalofriante epílogo: ¿Realmente marca la diferencia saber la verdad?

viernes, 8 de julio de 2011

Jinetes eternos




TÍTULO ORIGINAL The Long Riders
DURACIÓN 100 min.
DIRECTOR Walter Hill
GUIÓN Bill Bryden, Steven Philip Smith, Stacy Keach, James Keach
MÚSICA Ry Cooder
FOTOGRAFÍA Ric Waite
REPARTO Keith Carradine, David Carradine, Dennis Quaid, James Keach, Stacy Keach, James Carradine, Robert Carradine, Randy Quaid, Christopher Guest, Nicholas Guest

SINOPSIS La Guera Civil americana ha terminado, pero muchos en el Sur se resisten a admitir la derrota. Algunos de los héroes que cabalgaron junto a Lee se han convertido ahora en unos facinerosos. Entre ellos, y dominando las praderas de Missouri, se encuentran los hermanos James, ladrones de bancos y asaltadores de trenes que viven al margen de la ley. (FILMAFFINITY)

Aproximadamente desde los años 70, cuando un director enfocaba a un género de los llamados clásicos (es decir, cada día más en desuso), esta mirada solía tener cierto tono melancólico y centrado en la perspectiva que el cineasta tenía de sí mismo viendo en el cine del barrio una película. Lo comentaba Scorsese en su portentoso documental sobre el cine americano haciendo referencia a cómo recordaba él haber visto una película tan violenta y sensual como fue Duelo al sol (Duel in the sun, 1946) del maestro King Vidor, en el que se tapaba la cara para no ver las cosas "prohibidas" que le sucedían a la mestiza Perla, interpretada por Jennifer Jones, y a ese par de hermanos incorporados por Gregory Peck y por Joseph Cotten. Es decir, la visión de ese mundo marcado por unas pautas reconocibles era filtrado por la visión de un realizador, añadiendo el factor subjetivo puramente nostálgico, en el que se contemplaba el género con cierto tono de respeto y veneración, y no se utilizaba de forma casi mecánica, industrial, como se llevaban a cabo antes las películas consideradas de género: mero producto hecho por hombres y nombres intercambiables. Así, donde John Ford veía en Monument Valley un decorado mastodóntico para sus westerns, los Hill, Kasdan, Scorsese o Bogdanovich lo observaban con total respeto y admiración, de forma cuasi religiosa. El western reescribía sus historias para hablar del paso del tiempo, de la pérdida de los valores, reflexionando sobre el propio cine a través de las películas, en lucha con una nueva forma de entender el audiovisual cada vez más descompuesto y en el que las historias desaparecian en beneficio de los efectos especiales y la parafernalia. A ello ayudaba, de manera indudable, la mezcolanza conseguida mediante el toque cabrón del western crepuscular que practicaron los cineastas desde los 60, reflejo de una época convulsa y en el que los héroes a caballo desaparecían para dejar sitio a borrachos, puteros y hombres cansados de vivir que seguían combatiendo y cabalgando por pura inercia.

Ahí pone el punto de mira Walter Hill en Forajidos de leyenda (The long riders, 1980), irregular intento de mirar al pasado con nostalgia pero, al mismo tiempo, tratando de realizar una eficaz película de acción siguiendo los códigos canónicos del western crepuscular más marcado, ese que realizan con acierto, Peckinpah y Clint Eastwood. En un momento en el que el western estaba dando sus últimos coletazos tras el sonado fracaso de La puerta del cielo (Heaven's Gate, 1980), Hill buscó realizar un ejercicio de morriña y respeto por un género que parte de la mítica como base de su estructura. Y si antes hablábamos de Monument Valley como un lugar clave e icónico de las películas del oeste, no es menos importante la historia que los bandidos y su leyenda han tenido en ella, y de esa mitificada raza trata precisamente este acercamiento: Jesse James y su banda, compuesta por él y su hermano (losh ermanos Keach), los Younger (interpretada por los hermanos Carradine) y los Miller (los hermanos Quaid), además de la aparición de Charlie y Bob Ford (los Guest), en un intento de dotar de verosimilitud las relaciones fraternales entre los protagonistas. Esto es algo que, posteriormente, descubrimos que es un detalle insignificante, ya que, salvo David Carradine, ningún actor parece estar cómodo con su personaje, con trabajos anodinos que aprueban la tarea, pero no dejan momento alguno para enmarcar en el imaginario. Porque no encontramos buenos personajes en Forajidos de leyenda, todo lo contrario: meras marionetas que giran en torno a la trama en función de la necesidad de ésta, con la pequeña excepción de Cole Younger (David Carradine) y mínimamente Jesse James, aunque la interpretación que James Keach hace del mítico ladrón de bancos sea bastante plana y que no le aporte matiz alguno, como el resto del reparto, que no logran elevar los actantes a la categoría de personaje. Por tanto, el primer error de la película es del cásting de la banda, ya que las interpretaciones necesitaban ser carismáticas y con garra, y nos encontramos ante una sosa corrección. En su intento de construir un western coral, el autor de Driver (ídem, 1977) fracasa por lo erróneo de sus elecciones y por el baldío tratamiento de ciertos temas que comentaremos más adelante.

No obstante, y en beneficio del trabajo de Hill como director y del equipo de guionistas (del que también forman parte la dupla de hermanos Keach) y quizás también al grupo de intérpretes, hay que decir que la película fue masacrada en la sala de montaje, y se nota constantemente, especialmente en los últimos tramos de la película. La historia que se nos narra no transcurre con fluidez, hay demasiadas lagunas y los personajes no alcanzan en momento alguno un arco dramático satisfactorio y pleno, dando la sensación de que el productor, en una errónea decisión, eligió la vía de la acción desenfrenada para tener mayor éxito comercial, y destrozando el intento de crear ese híbrido nostálgico-crepuscular que busca el realizador. Junto al ya nombrado tratamiento de personajes, la subtrama que más se resiente de este corte es el conflicto surgido entre el norte y el sur contado a través de los ojos de ese policía yanki (Prentiss Rowe) encargado de detener a la banda de los James. Desde el primer momento se ha presentado a la banda como una panda de recalcitrantes sureños que combatieron en la guerra civil (y se atisba que, en gran parte, este conflicto es el que les llevó a vivir la vida disoluta y criminal que todos tomaron) y que odian al norte por encima de todo. ¿Por qué digo esto? Habría sido una opción interesante comprobar la confrontación de ambos modos de ver el mundo a la manera de John Ford en, por ejemplo, Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959), en la que el maestro, en medio de la Guerra Civil, daba una visión bastante acertada: una nación que se desgarra y desangra por dos formas radicalmente opuestas de entender el mismo mundo, cuando hombres iguales pelean y destrozan lo creado por ellos mismos. Porque hay pequeños momentos interesantes, cuando se habla de la imposibilidad de los profesionales de la ley venidos del norte de localizar a los miembros de la banda por el fuerte sentimiento de comunidad que tienen los sureños, que se protegen unos a otros, pero no va más allá del entierro de un personaje secundario y poco más. De hecho, el autor toma parte descaradamente por los forajidos y coloca a los justicieros como meros asesinos que matan a inocentes, como auténticos patanes. Fracasa mostrando la destrucción del grupo (particularmente, la desaprovechada relación de rivalidad por el liderazgo entre Cole y Jesse, que nunca llega a consumarse), demasiado repentina, y a sus perseguidores, algo que conseguía John Milius en su Dillinger (ídem, 1973), cambiando el western por los gangsters, y en donde la sensación de película de acción con personajes estaba mucho mejor conseguida.

Del mismo modo, personajes con aparente importancia en un montaje más completo, como el periodista que interroga la madre de los Younger o el pequeño de los Miller, interpretado por Dennis Quaid, pasan de puntillas por una historia en la que, por su primera aparición, son parte importante, pero que luego aparecen lastrados y, de hecho, la cinta habría ganado en dinamismo con su eliminación absoluta y no sólo parcial. Amén de un excesivo respeto hacia la figura de Jesse James, demasiado correcta y poco interesante y carismática (y más aún tras la excelsa adaptación de su vida que hizo Andrew Dominik en 2007), como la del niño que teme acercarse al futbolista a pedirle un autógrafo por temor a que se deshaga la ilusión. Los mejores momentos de la película, al haber quedado reducida a una action movie con momentos de desarrollo íntimo, son aquellos en los que se ensalza la masculinidad y la virilidad de los protagonistas. Hill es un cineasta experto en ello, y como muestra la que es su película más redonda: The Warriors (ídem, 1979). En la adaptación de la novela de Sol Yurick, el cineasta enarbolaba la bandera de la hombría más potente a través de la pesadilla en forma de persecución de unos pandilleros durante una noche en una ciudad futurista donde la ética y las reglas han dejado paso a la ley del más fuerte. Y aquí encontramos el referente más claro en el que es, con casi total seguridad, el personaje más redondo: Cole Younger. La interpretación de David Carradine eleva un poco el apartado actoral, y la relación de su personaje con la prostituta Belle es la única parte verdaderamente humana en todo el metraje. Porque si tenemos las acartonadas relaciones de Jesse James y el mediano de los Younger (Keith Carradine) con sus respectivas mujeres, la que realmente respira es la de Cole con la puta que quiere ser respetable. Porque ambos saben lo que son, los dos al margen de las personas "normales", y la relación entre ellos nunca podrá llegar a buen puerto y, aunque la rechaza, no obstante va a buscarla a su nueva casa y pelea con su marido (James Remar) a cuchillo en una de las escenas más vibrantes y conseguidas, con un montaje de primeros planos en tensión durante todo el duelo. Tras vencerle, abandona a la puta con su marido, habiendo dejado claro que, en el oeste, los que mandan son los hombres. A la manera de Peckinpah, aunque para acercarse al magnífico autor de La huida (The getaway, 1972), de la que el propio Hill fue guionista, debería haber menos violencia física y más psicológica.

martes, 5 de abril de 2011

The Way Back: El eterno retorno


Resulta bastante complicado encontrarle un lugar en la cartelera actual a una película como The Way Back. Como ese oasis que los protagonistas encuentran en mitad de la nada, "un milagro" en boca de uno de ellos, la nueva película de Peter Weir es uno de esos trabajos a los que, fácilmente, se les coloca el cartelito de rara avis por encontrarse en el lugar erróneo en la etapa equivocada. Y es que, en los tiempos actuales, lo entendido como cine de aventuras está en las antípodas de lo que siempre se ha contado, especialmente en el cine de los estudios norteamericano. Uno de los géneros supremos, ya fuese en sus vertientes de espadas, de aventuras coloniales, de piratas o tirando más al bildungsroman, la temática aventurera siempre se utilizaba para contar algo. Huston hacía El tesoro de Sierra Madre para hablarnos sobre la ambición desmedida; William Wellman nos contaba en Beau Geste el destino de tres hermanos que deciden permanecer juntos por el honor familiar y Victor Fleming adaptaba a Kipling en Capitanes intrépidos para hablarnos de un niño que lo tenía todo menos un padre.

Es decir, como el gran género que es, junto al western o el noire, su estética, sus clichés, sus reglas, han estado siempre al servicio de un fondo, de un subtexto presente en la historia, ya fuese sobre piratas o sobre dos aventureros que se dirigen al lugar más recóndito de la tierra para ser reyes de Kafiristán. Y ahí es donde radica la anacronía de este magnífico producto con sabor añejo. Por aventura entendemos hoy ver a un pirata amanerado, gracioso en un principio pero cargante al final, hacer todo tipo de niñerías; o la variante de ver a actores florero como Penélope Cruz, Matthew Maconagiu (o cómo coño se escriba) o Kate Hudson recorrer el mundo sin más motivo que sacarles en un par de escenas mojados por el mar o quitándose la camiseta, acompañados de un par de explosiones y tiroteos, para que el público sienta que le ha cundido pagar por la entrada. Pero Weir, como el sabio y veterano cineasta que es, vuelve a arriesgar y a hacer un producto alejado de complacencias, de un ritmo farragoso y una historia nada amable.

Y es que, como ya hizo hace 7 años con su última obra maestra, Master & Commander, el cineasta australiano elige abordar una historia clásica desde un punto de vista convencional, si por convencional entendemos una narración sobria, donde la historia se relata con honestidad, y se insufla grandeza vía anamórfico. Weir no trata en ningún momento de innovar ni de sentar las nuevas bases de una rama del cine bastante sobada y usada. Al contrario, reafirmándose como uno de los últimos clásicos vivos, parece querer dinamitar la concepción moderna de este tipo de cine volviendo al estilo que murió allá por los 80, cuando David Lean realizó su ultimo trabajo. Alejándolo del videoclip palomitero y los montajes vertiginosos, e introduciendo vida en unos personajes que, aun pudiendo considerarse arquetípicos por su construcción casi simbólica y su temática algo anticomunista, se elevan por encima de los muñecos sin vida que estamos acostumbrados a ver en los últimos tiempos. Porque, y volviendo a usar al director de Breve encuentro como referente, Weir se zambulle de lleno en la psique de sus personajes, abordando, de forma sutil, diferentes puntos de vista sobre una época del mundo ya extinta, y utilizando el montaje para dilatar el tiempo y provocar el tedio a la vez en espectadores y personajes.

Porque, como el genio Fincher en Zodiac, que utilizaba la ausencia de destino en la segunda parte de su magistral fresco sobre los 70 para llevar deambulando a los personajes de un lado a otro durante hora y cuarto de metraje en el que la cosa no avanzaba, el realizador de Gallipoli parece querer seguir sus pasos. Decisión que puede causar revuelo, y más teniendo en cuenta que en una película de aventuras debe primar, casi siempre, el ritmo de la narración. Pero, como él mismo dice en una entrevista, para llevar a cabo una película como The Way back hay que tener mucha experiencia, y donde cualquier novato contratado por los estudios hubiera tropezado, Weir triunfa haciendo clara su propuesta: los espectadores han de sentirse tan desolados y faltos de rumbo como los protagonistas que recorren medio mundo buscando la libertad. Porque sí, estos tienen un destino, todos y cada uno de ellos pretenden huir de ese gulag y volver a casa (si es que, parias todos ellos, aún la conservan), pero el camino consiste en andar y andar y andar sin más descanso que las paradas obligatorias para buscar comida, en la mayor parte de los casos inexistentes. Elige la épica de la antiépica, mostrando lo que cualquier otra película eliminaría por la elipsis, recordando a la notabilísima y hoy olvidada película de Andre de Toth Play Dirty, en el que narraba cada pequeño paso de unos mercenarios por los desiertos del norte de África en la Segunda Guerra Mundial, jugando con el tiempo y el espacio como elementos primordiales en el retraro de las protagonistas, todo ello de forma ascética y minuciosa. Por tanto, la total ausencia de espectacularidad elimina cualquier atisbo de acción, y resolviendo las escenas más "comerciales" (entiéndase por comercial una escena de "acción") a la manera en que Lean resolvía la batalla de Akaba con una panorámica hacia el cañón inútil: una tormenta de arena es resuelta con apenas tres planos.

Para ello, el autor no teme, con la clara inspiración de David Lean, en pasar de ampulosos y bellos planos generales mostrando los paisajes naturales más bellos que se han visto en el cine en años, a angostos y violentos primeros planos donde se muestran las marcas del camino en forma de heridas y costras. Suaves panorámicas y travellings sirven para describirnos las localizaciones, ubicándonos en la monstruosidad del espacio y jugando con los escenarios narrativamente con un lenguaje portentoso. Como Lawrence de Arabia, como Doctor Zhivago, como El puente sobre el río Kwai. El paisaje, el lugar en el que transcurre la acción, es un personaje más, y así lo muestra el director. Por contra, y haciendo una especie de división dentro de la cinta, en el gulag el estilo de la realización se vuelve casi más psicológico, cerrando el ambiente de forma opresiva y jugando constantemente con primeros planos, y describiendo a todos y cada uno de sus personajes con un par de pinceladas, siempre visuales: el bondadoso Janusz, el pragmático "Mister", el criminal Valka asesinando por un chaleco, el gracioso Zoran. Así nos muestra, perfectamente, lo que les dice el alguacil al llegar a todos los prisioneros: el que quiera huir encontrará la muerte, pero la cárcel no son los barrotes, ni los alambres de espinos, nisiquiera los guardias. Es la naturaleza, los diminutos barracones donde se encuentran hacinados decenas de presos, la mina de estrechos pasillos... el gulag de Siberia es peor que la muerte. A destacar, por tanto, una maravillosa fotografía de Russell Boyd, ajeno a las modas actuales del azul y el naranja, y optando por colores ocres y crudos para ilustrar el eterno retorno de los protagonistas.

El otro gran aspecto, además de la granciosidad de la puesta en escena, es el estudio psicológico llevado a cabo a través de los personajes. Y aquí es donde la radicalidad de la aventura vuelve a mostrarse a tumba abierta. Cada uno de ellos representan a una nación diferente, y cada uno de ellos tiene una ideología y un ideario diferente. Pero ojo, no nos enfrentamos a la clásica película donde se recogen todos los tópicos de la población (el religioso fanático, el negro gracioso, el rico sin corazón, la puta bondadosa...) porque a Weir no le interesan los blancos y los negros, no quiere mostrar la visión básica. En su idea de mostrar toda la gama de grises posibles, cada personaje tiene dos caras: Janusz fue traicionado injustamente por su mujer, pero su bondad le hace querer volver a casa y perdonarla; "Mister", interpretado por un sobresaliente Ed Harris, es un americano que jamás se perdona la muerte de su hijo, de la que se culpa por haberlo traido a Rusia; Irena quiere ocultar su origen humilde y finge ser una aristócrata para que sus compañeros de viaje crean que es de fiar, presuponiendo que los nobles son buenos y honrados; y luego está Valka, la contradicción en sí misma, un ladrón y asesino que no duda en llevar Stalin y Lenin tatuados en el pecho y decir que son grandes hombres. La incultura es el caldo de cultivo de las dictaduras, y Peter Weir da un brochazo sobre esta cuestión con el personaje del criminal, incapaz de abandonar la URSS porque no sabe estar en libertad, ama la represión. Es el único de los protagonistas que ya está en casa, porque el resto sigue su odisea a través del infierno convertido en desierto, una especie de purgatorio donde han de pagar injustamente sus pecados.

Y, por continuar con la reflexión política de la película, hay que hablar sobre cierto toque anticomunista del cineasta. Pero que no se me malinterprete. Weir no busca realizar un panfleto ultraderechista ni nada por el estilo. Su película es un canto a la libertad y, como tal, sería estúpido caer en tal maniqueísmo. Como en El Show de Truman, el realizador australiano muestra a un personaje a mercer de un mundo que no entiende, y que ni mucho menos puede controlar, presa de un demiurgo que mueve los hilos. Seres desubicados en un sitio que parece rechazarlos. Porque, cuando llegan a Mongolia confiando en que están a salvo, se dan cuenta de que el comunismo soviético ha llegado también a Asia mientras ellos estaban en una cárcel en el culo del mundo. Son personas casi de otra época, perdidas en un maremágnum. Y el comunismo que muestra Weir es un partido corrupto, sucio, desconfiado, violento, que hizo y deshizo en varios países a su antojo, ya fuese Letonia, Polonia o Yugoslavia. Como muestra de ello, la escalofriante escena en que Voss e Irene entran en un monasterio budista e éste, al ver los cráneos agujereados por las balas de los monjes, le cuenta su oscuro secreto fruto de la entrada de los soviéticos en su país. Es decir, Weir ataca directamente al comunismo no por sus ideas políticas, sino por sus atrocidades y brutalidades cometidas durante décadas, tanto matar como encarcelar a alguien por algo tan inofensivo como sacar una foto de la Plaza Roja.

lunes, 18 de octubre de 2010

El tren de las 3:10: Cerrando el espacio



Cuando comienza un western, todos imaginamos que será como las grandes epopeyas épicas de John Ford, Raoul Walsh o Howard Hawks, que abrirá con una gran panorámica del Monument Valley o del clásico desierto norteamericano siendo surcado por una pequeña diligencia perdida en la inmensidad del monumental paisaje que tenemos ante nosotros. Probablemente, luego sonará el tema principal de la película cantado por la estrella country del momento, y nos dispondremos a ver llegar dicha diligencia a un pequeño pueblo del oeste, con su cantina, su salón (saloon para los puristas) y su burdel, además de una iglesia si es un pueblo sacado de una cinta fordiana. Puede haber variables, como que, antes de llegar a dicho pueblo, la diligencia sea atacada, ya sea por indios o por forajidos al margen de la ley. En este último caso, el paradigma sería sin duda El hombre que mató a Liberty Valance, clásico imperecedero y magistral alegato de Ford por la libertad, o El tren de las 3:10, western de esos llamados psicológicos en los que presenciamos un tenso thriller camuflado de película del oeste de las de toda la vida, pero en la que la acción transcurre en un corto período de tiempo, que el realizador dilatará a su antojo, y donde se huye de los grandes espacios abiertos y panorámicas que aprovechan todo el potencial del cinemascope que proporciona habitualmente este género para resguardarse en pequeñas casas y habitaciones asfixiantes que ahogan a los personajes encuadrados en frenéticos primeros planos, adentrándolos en situaciones extremas que suelen concluir con un catártico final en consonancia con toda la tensión acumulada. ¿Qué diferencia, por tanto, a la brillante cinta de Delmer Daves del clásico fordiano, aún teniendo un comienzo que podría catalogarse de prototípico, o de la hawksiana Río Bravo, con ingredientes parecidos? Quizás ese desencanto y ese cinismo que transmite el guión, esos personajes que se mueven por dinero y por dignidad más que por bondad, la interrelación y empatía que se establece entre el protagonista y el criminal, y la increíble puesta en escena del realizador, quien entrega aquí un ejercicio de estilo cercano al expresionismo alemán, algo que ya habían puesto en práctica brillantes autores como William Wellman en Incidente en Ox-Bow, probablemente el primer atisbo de western psicológico, o mediocres como Zinnemann en su incomprensiblemente bien valorada Solo ante el peligro, quizás la más conocida muestra de este subgénero que, en cierto modo, anticipaba ese western crepuscular que tanto furor causaría de los años 60 en adelante, y que tan alejado estaría en ideales del western clásico que inauguró Ford con La diligencia.



Daves se atrevió a ir un paso más allá y eliminó esa textura rugosa de los westerns clásicos, esos colores intensos y esas imágenes vivas donde primaban los paisajes vistosos para convertir la película en un intenso y virulento drama de fondo elegíaco y tan seco y escasamente poético como la tétrica escena en un cortejo fúnebre sigue al conductor asesinado a la vista de los dos protagonistas. Y es que no hablamos de una historia de ganadores, es un viaje interior de un perdedor, un cobarde, buscándose a sí mismo para probar su valentía ante su familia tras haber sido humillado ante sus hijos por ese matón con más pinta de miembro de la mafia calabresa que de cowboy interpretado de forma portentosa por Glenn Ford, y compensar a su esposa por tantas penurias y estrecheces. Y es que aquí, el personaje encarnado por un magnífico Van Heflin no busca la gloria, si no dinero, lo que le hace colocarse en una posición que no dista demasiado del criminal Ben Wade. El contraste con el héroe clásico es notable, y esa figura del caballero andante que detenía solo al malvado se borra de un plumazo en la sensacional secuencia de la detención al comienzo del peligroso ladrón. Heflin no duda en distraerle de una manera poco honorable para que el sheriff pueda encañonarle por la espalda, y todo ello mientras le pide dinero por haberle hecho perder el tiempo. Es, quizás, uno de los más claros adelantos del Tom Doniphon que asesinaría por la espalda a Liberty Valance años más tarde y que significaría el verdadero final del western de siempre, de los de cartón-piedra. Visto esto, la cinta nos sitúa en un interesante punto en la que el personaje de Ford tendrá un aire que, si no es más romántico y honorable, si que pone en un aprieto al espectador debido a la extraña dualidad entre bien y mal que lleva consigo, siendo un personaje con una moralidad un tanto dudosa, capaz de asesinar a alguien pero pedir para dicho cadáver un entierro digno en su ciudad. Es alguien con sus propias reglas, un código propio. El brillante juego de caracteres entre cazador y presa, la sensación de dependencia, casi amistad, empatía, que se crea entre ambos, es el motor de toda la cinta, las constantes ofertas del prepotente Wade y las dudas del honrado Dan Evans, tentado por el demonio en forma de cínico y carismático asesino. Gracias a esta relación, la película nos otorga la oportunidad de ver un soberbio duelo interpretativo que se verá un poco minimizado al final con una conclusión un tanto distante y poco coherente con lo mostrado hasta ese momento, haciendo que la película tenga su único fallo en ese final que empaña el brillante trabajo realizado por el guionista.



Pero analicemos fríamente la gran construcción de la historia que el escritor realiza, puesto que es lo más importante. Es cierto que la película tiene una estética sin la que resulta inimaginable, que la fotografía es simplemente impecable, siendo un elemento básico para narrar la historia, que la música intimista y casi que podría decirse experimental para la época encaje como un guante en las imágenes, y que el montaje es otro de los elementos básicos que ayudan a crear esa sensación de agobio y suspense a lo largo de toda la película, pero es el guión lo que más destaca, ya que la cinta es algo más que una mera revolución estética, es la posición del discurso por encima de cualquier método narrativo, que aquí rompió barreras, y que tiene como resultado final una simbiosis entre retórica y envoltorio simplemente asombrosa. Mezcla de western y un thriller que por momentos es puro cine negro, nos encontramos con un intenso estudio de personajes rara vez visto en este género. Dentro de esta muestra de cine de género, encontramos también un poderoso drama dentro de la aparente destrucción de esa familia consumida por las deudas y el hambre, y los celos, viendo la mujer de Dan en el personaje de Wade una especie de escapatoria a su rutinaria y mediocre vida, una evasión y una vuelta a la juventud en una ciudad donde era hija de un importante capitán de barco. A través de ello, Wade descubre las ventajas de la vida sedentaria, la maduración de su personaje se produce justo cuando deja a la joven Emmy en la taberna del pueblo y prueba un poco de estofado casero en compañía de la familia Evans, donde despierta la curiosidad de los niños como si de un personaje novelesco se tratase. Es, por tanto, un choque de costumbres, ya que, como alguien decía, el western es el género donde se dan la mano mito y realidad. A partir de aquí, el brillante manejo del director por parte de la historia enclaustra a los personajes en un pequeño hotel en el que llegará el momento definitivo del encontronazo entre ambos, donde surgirá la lealtad y Dan deberá luchar contra sí mismo y contra su presa, mostrando los mejores momentos de la cinta en la que los miedos aflorarán y la lealtad será más necesaria que nunca. Y es la lealtad, precisamente, aquello que hará cambiar de motivación al protagonista, consumido por las dudas y la soledad en búsqueda de ese cometido. Y es aquí donde la cinta falla, un clímax que, si bien es correcto y mantiene el suspense, tiene formas algo tramposas, algo disonantes con el tono y las ideas transmitidas por la película, concluyendo durante el tiroteo de rigor comercial que hacen que no hablemos de una película simplemente perfecta, rompedora en términos argumentales y estilísticos y que supuso un paso de maduración enorme para un género que tendría posteriormente una visión rupturista que es la que ha llegado hasta nuestros días.



martes, 28 de septiembre de 2010

El viento que agita la cebada: La hipérbole de un hecho




Siempre que me dispongo a ver una película del buen (insertar risotada) Ken Loach, me imagino a mí mismo en una clase y entrando el profesor, muy rojillo y simpaticote él, nos empieza a dar una clase de historia y su estrategia se trata de convencernos a todos de que tomemos parte en los hechos empíricos, en que juzguemos a unos personajes sin tener en cuenta el momento histórico en que ocurrieron esos actos, sin juzgar la educación recibida por dichas personas, o sin entender las cuestiones sociales y el estilo de vida de la época. Te machaca la cabeza, te señala con el dedo y hace que te cuestiones si realmente eres buena persona si no apoyas sus mismas causas, sean justas o no (no entraré a valorar esa cuestión, ya que hablamos de historia, hechos pasados), y poco menos que te faltará al respeto si no cumples con lo que él desea. Lo curioso es que el cineasta británico no es ni más ni menos que el mayor maniqueo del cine actual, camuflando de manera descarada sus ideas pretendidamente revolucionarias y buscando la objetividad y el verismo desde la subjetividad más extrema, y es por ello que El viento que agita la cebada termina convirtiéndose en un panfleto algo ridículo por lo plano de su entramado y por la escasa intención de humanizar a las dos partes de un conflicto armado, amén de por la frialdad con la que Loach narra unos hechos que, partiendo de una base bastante dramática, como es el conflicto político de un país y las luchas entre amigos o hermanos, como aquí sucede, y que contentará a todos aquellos incapaces de ver más allá de sus narices y de entender la complejidad de un acontecimiento que se remonta a casi 800 años en el pasado, y que el impúdico director convierte aquí en un tratado de partidismo insultante que finaliza alejándose de la cuestión nacionalista de Irlanda (cosa absolutamente legítima y con la que estoy de acuerdo hasta el último punto) para centrarse en el topicazo de su rancio cine social, donde los malvados opresores son ricos terratenientes que apoyan a los ingleses y los buenazos de la película, aquellos que no tienen ninguna ventaja en la vida y que luchan por una causa justa, son los pobres irlandeses de clase baja quienes superarán todos los problemas para llevar a cabo su revolución y triunfar sobre el mal, y que no es ni más ni menos que la versión proletaria del Michael Collins hollywoodiense que hace unos años realizó el siempre interesante Neil Jordan, y que aquí cuenta con una puesta en escena sobria y algo inerte, y que, si bien es cierto que tiene alguna que otra gran secuencia, el director casi se borra y termina siendo una película sin fuerza alguna.

Dentro de ese pretendido historicismo que busca Loach dentro de la historia, comete dos errores bien grandes en su narración y en la estructura de la cinta: si quiere ser histórica y verista debería dar una visión más general de algunos hechos, ya que pasa por alto bastantes elementos importantes del conflicto, como la presencia de Michael Collins o De Valera, su firma del tratado o su virulenta lucha una vez que se escinde Irlanda en dos mitades; y la excesiva distancia que impregna en el relato, imposibilitando que se establezcan vínculos entre los dos personajes protagonistas, los hermanos O'Donovan, y el espectador, el cual se debatirá en su fuero interno a cuál de los dos debe apoyar según sus propias ideas políticas y no porque realmente le importe qué le pase a uno o a otro, ya que, a según que altura de la película, eso importa lo mismo que el color de los ojos de Ana Botella. El guión, de su colaborador habitual Paul Laverty, está plagado de incoherencias entre los protagonistas, contradicciones, especialmente en el caso Damian O'Donovan, un muy buen Cillian Murphy, personaje capaz de ejecutar a sangre fría a un compatriota pero luego acusar de asesinos e injustos a los protratado por hacer exactamente lo mismo (quizás Loach no se de cuenta, pero es una representación de su cine, bastante mentiroso y manipulador). Hay alguna escena que no aporta nada, aquella en la que Damian le cuenta a Sinead su encuentro con la madre del joven ajusticiado, y que habría conseguido un mayor resultado siendo narrada visualmente y no con las palabras del protagonista, pero imagino que a Loach no le gustaría cargar de semejante responsabilidad a su culto y refinado héroe, personaje del que realmente nunca llegamos a entender su completa evolución, ya que en apenas un par de escenas vemos cómo pasa de ser un zopenco neutral y bastante cobarde, por llamarlo de algún modo, a ser el extremo del patriotismo más idealizado, dejando a Collins, el padre de la patria irlandesa, a la altura del betún. Y es que esa es otra cuestión. Resulta, cuanto menos, estridente el hecho de que los revolucionarios verdaderos, aquellos que llevan razón, estén guiados por un personaje con estudios, ya que, en cierto modo, ningún paleto será capaz de darse cuenta de las injusticias que cometen los ingleses para con los irlandés, y no se corrompan como el malvado Teddy, mezcla entre Judas y Caín, con el que se ceba Loach para demostrar su férrea doctrina y demostrar cuánto se equivocaba con su hermano pequeño, el intelectual de la familia (aunque, irónicamente, el chaval puede estudiar a pesar de que su familia no tiene un centavo).

El recurso, bastante gastado, aunque no por ello menos eficaz, de colocar como protagonistas a dos hermanos, es bastante previsible, y su semejanza con la guerra civil irlandesa y la visión cainita de Paddy O'Donovan es muy pobre. Podría llegar a tener entereza si sus ideas y su mensaje no fueran tan diáfanos y no demonizase a británicos e irlandeses protratado hasta la extenuación, pero a la hora de dividir la historia en dos partes, la jugada le sale mal y, de hecho, de manera maliciosa, se podría llegar a apoyar a los proingleses ante la cursilería y el heroísmo de libro del personaje de Murphy, y su falsa visión de los campesinos, capaces de soltar una parrafada política en medio de una reunión de los rebeldes irlandeses donde encontramos a pros y anti tratado, y donde los segundos hablan con justificación y argumentaciones coherentes mientras que los primeros apenas pueden justificarse con balbuceos y dudas, pruebas irrefutables para el director de sus poco acertadas ideas, y que, además, es de las escenas más increíbles (por inverosimilitud) y aburridas de toda la cinta. Destrozando por completo el marco histórico, como ya dije arriba, el retrato que realiza de los ingleses, además de ser superficial, algo que sólo se tragarán los más inocentones, es el de unas máquinas de matar deshumanizadas, que lo único que hacen en Irlanda es disfrutar matando nativos y abusando de ellos sin parar, ni más ni menos que el que se realizaba en los años 40 en Hollywood sobre los nazis, y, de hecho, esta cinta tiene mucho en común con la, por otra parte, portentosa Los verdugos también mueren, del (sí) maestro Fritz Lang. Cierto que en el clásico del director austriaco había didactismo, y un claro buenos y malos, con ese intelectualismo propio de Brecht que la hacía algo fría y difícil de asimilar por el espectador que tanto le gusta a Loach, pero carente de la fuerza de la otra, y, sobre todo, del debate moral que se le presentaba a Brian Donlevy, entre realizar lo correcto o claudicar contra los nazis, mientras que aquí la creación de Cillian Murphy es un héroe en el sentido más homérico de la palabra, decidido y sin debilidades para luchar contra los colosos malvados que atacan a su gente. Y es que, en El viento que agita la cebada no hay lugar para el debate, el inglés destruye cualquier intentona de reflexión por parte del espectador y le hace tragar con su mensaje, resultando realmente peligroso el hecho de que justifique, de manera bastante explícita, el uso de la violencia, llegando a simpatizar con el IRA, algo parecido a lo que hizo el pasteloso Médem en su pretendidamente incendiaria La pelota vasca. Había más ideas, a priori, más interesantes, como la deshumanización que provoca la guerra en las personas, o la imposibilidad de mezclar leyes y conflicto bélico, pero eso ya no interesa en el punto en que termina convertida la película, una parodia para niños pequeños que no busquen comerse la cabeza y para gente de extrema izquierda que vea aquí el clásico canto mitificado hasta el ridículo de una lucha basada en unos ideales bastante correctos pero donde el fin nunca debe justificar los medios y que vean respaldado su ideario político, y señal inequívoca de que en los festivales está pasando algo raro y se busca todo aquello que sea político para remover conciencias... de la mía, desde luego, que se olviden, será que soy un malvado mataboers

viernes, 24 de septiembre de 2010

[REC]: Terror hiperreal



De pequeño solía ir con mi familia cada fin de semana a una casa de campo de la que son dueños mis abuelos. La clásica casa de campo vieja, con cierto aspecto tétrico y realmente inquietante si tienes una edad propensa a soñar con monstruos bajo la cama y fantasmas de esos que hacen ruidos que te hielan la sangre mientras te tapas con las sábanas hasta la cabeza, independientemente de la época del año. Entre los juegos inocentes que tenía con mis primos estaba el subir a la segunda planta, donde no dormía nadie y cuyos dormitorios se usaban como almacén para ropa vieja y utensilios varios, y que, vista desde fuera, asustaba, pues, de vez en cuando aparecía alguna luz encendida o las ventanas estaban abiertas sin que, aparentemente, nadie lo hubiera hecho. Íbamos tres o cuatro niños de no más de ocho o nueve años subiendo las escaleras que se bifurcaban en dos partes que conducían a sendas puertas. Ese breve momento en las escaleras era la idea básica del pánico, mirando hacia arriba y viendo que las puertas parecían abrirse para, una vez dentro, no volver a salir. Es decir, cinematográficamente, la subida de escaleras del detective Arbogast en Psicosis, lenta y cargada de tensión. Una vez allí, intentábamos pasar el mayor tiempo posible mientras nuestro corazón iba a mil por hora y la casa parecía gemir, más producto de nuestra sugestión que del posible interés del mobiliario en asustarnos. En medio de la oscuridad, sin saber si eso con lo que te topabas era una cama, o el brazo de algún monstruo que anduviese por allí, sin saber si el ruido que escuchábamos era el de una cañería o algún fantasma que se movía lentamente hacia nosotros, la tensión y el miedo que experimentábamos iba increscendo conforme nos adentrábamos en la oscuridad, hasta que de repente uno salía corriendo y los demás le seguíamos gritando despavoridos entre las viejas estancias hasta que veíamos un rayo de luz a través de la puerta entreabierta y volvíamos seguros al salón familiar. Lo que se sentía en esos momentos era el puro terror, el horror, el asfixiante miedo en su más pura concepción, ese que te atenaza y que no puedes sacudirte de encima, ese miedo que casi exclusivamente pueden experimentar los niños, aquellos con capacidad para soñar tanto para lo bueno como para lo malo. En el cine, esa sensación sólo la había tenido mientras una pelota que bajaba de la inhabitada segunda planta golpeaba la escalera como si fuera un martillo y un acongojado e incrédulo George C. Scott se acercaba a comprobarla en Al final de la escalera. Ni obras maestras del género como El Resplandor o La semilla del diablo me hicieron experimentar la sensación del miedo, un miedo que te domina y te deja inmóvil. Con [REC] volví a aquella segunda planta, a aquella oscuridad impenetrable, volví a tener nueve años y a pensar que debajo de mi cama podría haber algo que me agarrase el pie en mitad de la noche y me arrastrase con él.

La cinta no pretende ser ninguna tesis, por mucho que esté vestida de documental televisivo de esos que podríamos encontrarnos en rancios programas para ancianos como España Directo, no pretende ser una ácida crítica a la televisión y su tirón por el morbo y lo malsano, a pesar del célebre No pares de grabar con el que Ángela le dice al cámara, como si persiguieran al Jesulín de turno para preguntarle por las anginas de su tía abuela, que cualquier cosa puede ser interesante para luego emitirlo a pesar de que todo iba en torno al anodino trabajo nocturno de dos bomberos. Una película que busca, casi en exclusiva, el puro entretenimiento del espectador, basado en hacérselo pasar mal en algo menos de hora y media, en ochenta frenéticos y terribles minutos en los que cada acción parece estar improvisada por la capacidad de dos directores que demuestran un dominio del lenguaje cinematográfico superlativo, llevando el terror a unas cotas a las que hasta ahora casi no se había acercado, siendo real como la vida misma, y pudiendo ser el germen de un género híbrido entre el terror más asfixiante y el neorrealismo más puro, un género donde cada gota de sudor y de sangre fueran hiperreales, donde cada jadeo hubiera sido provocado por un terror tangible, y donde el suspense se encontrara en aquello que no se puede controlar, aquello inexplicable, saliéndose de la tangente de habitaciones oscuras, golpes de efecto creados por el sonido o manos que se apoyan en los hombros de los asustados protagonistas en medio de la oscuridad. La experimentación en un género dedicado a repetirse en los mismos clichés y que cada cinco o seis años cambia dichos tópicos provenientes de alguna cinematografía periférica a la norteamericana (asiática en los últimos años), para volver a caer en un bucle, es algo que no se ve nunca. Plaza y Balagueró han hecho de la libertad y lo imprevisible su gran arma, colocando a sus personajes, tan reales como el miedo, en un entorno aparentemente controlado pero el más inseguro a la vez, puesto que todos tememos aquello desconocido, y esto suele ser siempre aquello que más cerca tenemos y que, por tanto, menos esperamos que cambie. Un guión sencillo, con trampas que no incordian para colocar a los personajes en situaciones insalvables, y con personajes perfilados de forma brillante y coherente, y con algunos toques sorprendentes de humor, que ayudan a que todo se haga más llevadero, y el ejercicio de dirección más virtuoso y sorprendente del año 2007 junto al de Zack Snyder en 300, consiguen llevar la película a un grado superior del género del terror, convirtiéndola en un rara avis que mezcla como pocas la violencia, el suspense y la acción, y que conducen al espectador a un final de infarto, dando muestras del control de la propia película de sus competentes directores, y donde, casi plagiando a Fresnadillo en su brillante 28 semanas después, y a Demme en El silencio de los corderos, hacen de la visión nocturna el mejor modo de crear la sensación de desconcierto y miedo con sólo intuir las formas, jugando con esa idea del miedo provocado por lo desconocido y lo que no podemos más que sentir. Balagueró y Plaza firman la mejor película de sus respectivas filmografías y del género en bastantes años, y demostrando al resto de mediocres y llorones cineastas españoles que para que una película sea buena no hace falta un gran presupuesto, si no buenas ideas y trabajar conforme a lo que se tiene. De pequeño jugaba de forma voluntaria para pasar miedo. Ahora pago en un cine para que me asusten… sí, la diferencia es que ahora lo consiguen con alguien que no tiene nueve años.