domingo, 30 de mayo de 2010

C.R.A.Z.Y., el nacimiento del mesías pop



TÍTULO ORIGINAL C.R.A.Z.Y. (CRAZY)
AÑO 2005
DURACIÓN 127 min.
PAÍS Canadá
DIRECTOR Jean-Marc Vallée
GUIÓN Jean-Marc Vallée, François Boulay
MÚSICA Varios
FOTOGRAFÍA Pierre Mignot
REPARTO Michel Côté, Danielle Proulx, Marc-André Grondin, Émile Vallée
PRODUCTORA Cirrus Communications / Crazy Films

Jean Marc Vallée, cineasta debutante, sorprendió a propios y a extraños realizando una de las películas más renombradas del año 2005 con C.R.A.Z.Y. Arrasó en las entregas de premios del cine canadiense y obtuvo suculentos ingresos en el mercado internacional además de ser unánimemente alabada por la crítica especializada, llegando a ser considerada como la película revelación de la temporada. En ella se nos narra la relación de Zac, un niño especial desde su nacimiento, que posée una especie de don curativo y una sensibilidad especial, con su familia, especialmente con su padre, un homófobo asustado ante la idea de que su hijo pueda ser homosexual. Como curiosidad, y haciendo juego con el título de la canción que marca la relación del protagonista con su padre (Crazy, de Patsy Cline), el nombre de la película es un acrónimo que recoge la primera letra del nombre del propio Zac y de sus hermanos en el orden respectivo de su nacimiento: Christian, Raymond, Antonine, Zac e Yvan.

El cambio generacional

Desde que Nicholas Ray revolucionase el cine en 1955 (junto al Rossellini de Viaggio en Italia que plasmaba su vida en la pantalla interpretado por el siempre magnífico George Sanders) con el estreno de Rebelde sin causa, envejecidísima película que narraba las vivencias de un outsider incapaz de adaptarse al American way of life de los años 50, hemos visto miles de veces en el cine el eterno conflicto paterno-filial, esa destrucción de los lazos afectivos que conlleva pertenecer a dos mundos diferentes marcados simplemente por la diferencia de edad. Siempre, obviamente, ubicado en la adolescencia, quizás la etapa más conflictiva en la vida de una persona, donde se decide qué clase de miembro social seremos. En C.R.A.Z.Y., Vallée nos presenta un interesantísimo aunque irregular fresco de la sociedad canadiense de la llamada Revolución Tranquila, cuando en Quebec se llevó a cabo un descenso drástico de la influencia religiosa en la sociedad. Un país que cambió a marchas forzadas y que se cuestinó a si mismo su identidad social, cultural y religiosa. La familia Beaulieu, una figura un tanto fordiana del grupo por su función social (y metonímica) con respecto a Canadá, está siempre presente y nos va sirviendo de guía y de introducción en ese mundo aparentemente desconocido para el espectador no canadiense. De forma sutil, utilizando la navidad como leitmotiv, ubicando el nacimiento del joven Zac ese día tan importante en Occidente como es el 24 de diciembre, nos han colado el primer gol. Desde ese mismo instante, el protagonista simbolizará a todo un país, o mejor dicho, a toda una generación que necesitaba (y traía) el cambio.



La música es el alma de ese cambio generacional. La potente banda sonora es utilizada de manera ejemplar para narrar un período de 20 años en la vida de esta peculiar familia. Un poco a la manera de Martin Scorsese, quien siempre ha utilizado la música para proponernos elipsis y saltos temporales de forma sobresaliente. Nos encontramos con tres fases bien diferentes: la infancia, la seguridad, bajo el mando y el control paterno, en el que escuchamos a Patsy Cline, a Buddy Rich, a Charles Aznavour, música que, a día de hoy (y en los 60 en plena revolución pop también), podría ser considerada "antigua". Una época llena de momentos poéticos como esos paseos en coche con la cabeza fuera, las patatas fritas, los regalos navideños, y otros menos agradables, como los pequeños reproches o las aburridas misas. Pero la casa es un lugar seguro (cuando para ti, ser mariquita es simplemente algo que no hay que ser, sin conocer la realidad del termino), por eso cuando, de niño, orina en la cama, su madre corre en su auxilio pronto, y cuando va al campamento, los niños le ahogan por ser incapaz de controlarse. El patriarcado está siempre presente sobre los protagonistas, la fuerte presencia del pater familias sale a relucir desde que Zac tiene palabra. Las preocupaciones de este por la sexualidad de su hijo, el favoritismo de este hasta que empieza a aflorar la "sensibilidad" de Zac, esas fiestas navideñas marcadas por los karaokes que se monta el padre con Aznavour sonando (siempre a petición popular, como bromea Gervais). Especialmente significativo es ese "sacrificio" del protagonista al romper el disco de Patsy Cline que provocará un cisma con el padre. Él, pensando que lo solucionará, le regala a su padre el mismo disco pero en la edición canadiense, intentando subsanar el error, pero para el padre, aún teniendo las mismas canciones, las mismas letras, "no suena igual". Zac es ese disco que su padre no quiere escuchar.



Después, ya en los setenta, cuando el hijo ha decidido destronar a dios de sus creencias para colocar a las estrellas del rock en el altar, Bowie, Pink Floyd o los Stones ocupan la banda sonora. Se resquebraja la iconografía tradicional y se sustituye por deidades laicas, del mismo modo que en la misa, Zac no escucha salmos, si no una versión coral de Sympathy for the Devil. Nace la contracultura, muere lo convencional. Esta versión adolescente decora su dormitorio (que ahora comparte con su nuevo hermano pequeño) como su universo particular, con motivos que recuerdan a la portada del magistral Dark side of the moon de Pink Floyd y fotos de David Bowie, ese nuevo dios al que antes hacía referencia. Un mundo aparte dentro de su misma casa, y para remarcar esto, en un momento concreto vemos cómo canta Space Oddity, cuya letra tiene cierta semejanza con sus sentimientos adolescentes. Y una vez que el personaje de Zac parece haber madurado, haber dejado atrás su homosexualidad, aunque a la vez roto con su familia, el punk y la música electrónica son mostradas como símbolo de esa madurez rupturista, como lo fue dicho movimiento dentro del rock. Aunque como todo en esa época, ilustran la época de la confusión y la autodestrucción del personaje principal, su identidad perdida en un cambio constante de gustos musicales, sociales e incluso de su propia estética. El rechazo total de la familia y de las normas impuestas. Ahora Zac parece una especie de Sid Vicious que pasa de todo y va a su bola. Aunque aquí tenemos un pequeño momento Magdalena de Proust en la boda del mayor de los hermanos. Cuando la prima de Zac aparece con su novio, el bailarín que atrae a Zac, escuchamos Brother Louie, de Stories, antes de que, como en los 70, todo se rompa y los problemas adolescentes sobre la homosexualidad vuelvan a salir.



El reverso en el espejo

C.R.A.Z.Y.
habla sobre la identidad, ya sea de un país o de una persona. Y es el punto en torno al que gira todo, utilizando, como ya hemos dicho, la música. Pero el aspecto definitivo que ayuda a conformar (y a destruir, todo al mismo tiempo) la personalidad de Zac es la presencia religiosa en su vida, la asimilación de unos valores dogmáticos bien codificados dentro de la raigambre cristiana para terminar alejándose de la versión oficial y terminar siendo un simple asunto de fe, del hombre con dios sin iglesia de por medio. La película está plagada de referencias bíblicas, como la relación cainita de Zac y Raymond, "mi mayor enemigo", pero la más importante hace referencia a las cualidades mesiánicas del protagonista. Porque Zac es un personaje a contracorriente. Zac tiene asma, pero fuma. Zac no cree en dios, pero le reza. Zac es homosexual, pero se acuesta con mujeres por pura apariencia. Hemos de volver a recordar el dibujo del cuarto de Zac: la portada del Dark side of the moon, y junto a ella, un espejo en el que vemos la verdadera cara de nuestro antihéroe. Nosotros como espectadores somos los únicos que tenemos constancia de esa visión omnisciente, porque la personalidad del muchacho es extremadamente poliédrica, cambiando en función de con quien esté. Aunque quizás he de decir la aparente verdadera cara, porque si algo deja la película es libertad a la interpretación. De ahí que la comparación con Jesucristo sea bastante acertada. Como vemos en la escena anteriormente citada del disco de Patsy Cline. Nunca se nos dice que haya sido él, pero Zac carga con la culpa porque es su misión, la misión del mesias de la familia Beaulieu. Asó como la de sanar a todos sus familiares porque su madre se lo pide. Por ello, para conseguir que la familia esté en paz, opta por renunciar a su condición y e crea un maquillaje (como Bowie) para ser quien no es. Todo por el beneficio familiar, la felicidad del padre. Y de hecho, así se ve, cuando la cena de navidad de los 80 transcurre en total armonía, con padre e hijo unidos como nunca, hasta que vuelve a salir el tema de la homosexualidad. Por ello, unido al fatal destino del hermano díscolo, estamos ante un personaje preparado para un desenlace digno de la más pura tragedia griega. Es una pena que la película desvaríe y termine siendo un viaje psicotrópico al fondo de la mente, porque la idea de Jerusalén, con ese amante parecidísimo a nuestra visión estándar de Jesucristo, no es del todo mala, pero el exceso de momentos oníricos y de conjunciones y casualidades milagrosas restan más que aportan, y resultan algo cargantes, ya que reinciden en exceso sobre la misma idea de conexiones sensoriales y telepáticas entre madre e hijo que, digámoslo ya, son algo ridículas.



Pero C.R.A.Z.Y. , a pesar de sus virtudes, es irregular. No deja de ser la clásica película indie con todos sus tics y manías bien marcadas, desde abusos estéticos a forzadas elipsis y un sobrecargado uso de la música, buscando siempre la mayor belleza posible en detrimento de un ascetismo que, en ciertos momentos, son lo mejor de la película. Ese manierismo, ese barroquismo visual destrozan la tan conseguida fuerza dramática basada en el costumbrismo familiar, en las escenas de diario. Cuando Vallée deja la cámara reposar y permite que los que hablen sean sus maravillosos actores, la película crece de manera sorprendente. Michel Coté como el autoritario padre da lecciones de interpretación, y los momentos en que todo actúa con fluidez en los planos secuencia tenemos momentos impagables. La escena en el baño donde el matrimonio habla sobre su hijo, rodada en un único plano, tiene algo cercano a la magia, a la cotidianeidad atrapada en un encuadre. Esa sobriedad, unido al expresivo uso de los colores y las formas dan a estos segmentos más sosegados ciertos toques posmodernos del melodrama de Douglas Sirk. Pero cuando el realizador canadiense decide dar un golpe en la mesa y decir "esto lo firma un autor" la cosa se desmadra. La redundancia de la cámara lenta para resaltar la gravedad de una escena, la constanre búsqueda de la épica y del dramatismo forzado en su extremo, no hacen si no empeorar el resultado global. Suelen coincidir estos momentos con las miradas introspectivas al interior de Zac y su visión subjetiva del mundo, cómo él contempla la situación. Como antítesis de la escena del baño está la de la cena de navidad, ya en los años 80. En ella todo está yendo bien, de forma convencional y sin sobresaltos, la boda cristiana reafirma este tradicionalismo, hasta que estalla la situación y entran en conflicto droga y homosexualidad representadas en Raymond y Zac respectivamente. Un sobresaliente fragmento hasta que a Vallée no le parece suficiente poner a sus actores a interpretar. Él, como metteur en scene, tiene que dejar su huella. No hay que entrar como un elefante en una cacharrería para mostrar la dureza y la gravedad de una situación, hay más opciones además de la cámara lenta y a la música reventando tímpanos. Pregúntenle a un tal Clint Eastwood.



sábado, 29 de mayo de 2010

Caché: beyond the wall



TÍTULO ORIGINAL Caché
AÑO 2005
DURACIÓN 117 min.
PAÍS Austria
DIRECTOR Michael Haneke
GUIÓN Michael Haneke
MÚSICA
FOTOGRAFÍA Christian Berger
REPARTO Daniel Auteuil, Juliette Binoche, Maurice Bénichou, Annie Girardot, Lester Makedonsky, Bernard Le Coq, Walid Afkir, Daniel Duval
PRODUCTORA Coproducción Austria-Francia-Alemania-Italia; Wega Film / Les Films du Losange / Bavaria Film / BIM Distribuzione

Estoy en las antípodas de ser un especialista en el cine de Haneke, apenas he visto unas cuantas películas suyas (La pianista, Funny Games, 71 fragmentos de una cronología al azar y El vídeo de Benny) por lo que no puedo aventurarme a hablar de mundo creativo y autoral más allá de meros retazos que he podido percibir de sus trabajos, bastante particular eso sí, donde abundan un gusto malsano por la violencia que recuerda a otro aún más explícito, Cronenberg, y una visión bastante poco complaciente del ser humano, situándolo como un vulgar sujeto aburguesado al que sólo le saca de su burbuja autocontemplativa la irrupción de la violencia y la enfermedad. Leí el otro día una definición sobre el cine que, más o menos simple, no deja de ser muy acertada y esclarecedora de lo que es este arte: las películas comienzan cuando algo rompe la normalidad. Pues bien, Haneke parece querer retorcer este planteamiento reduccionista y darle la vuelta hasta hacer que sea la propia realidad la que irrumpe como un elefante en una cacharrería dentro de la realidad en un sin par juego de espejos. ¿Cómo es esto posible? Esa grabación con la que arranca el film, donde se nos muestra una calle de un lugar no identificado y que, de no ser porque de repente la imagen se rebobina y las voces de Juliette Binoche y Daniel Auteuil interrumpen, tomaríamos como el verdadero inicio de una película donde, en breve, va a suceder algo relacionado con los protagonistas. Y de forma sutil nos indica algo que hacen esta pareja de burgueses de vida aparentemente perfecta (y aburrida): alteran la realidad a su gusto y manera, si algo no les gusta lo cambian o lo tratan con desprecio (especialmente significativo en este aspecto es el fragmento en el que Georges está editando su programa de televisión y corta una gran parte para quedarse con lo "interesante"). Actúan con una venda en los ojos ante aquello que sucede en el mundo (Georges pasa junto a la cámara y ni se percata de ella) de forma bastante elitista, tienen la capacidad de decidir qué desechar y la utilizan sin miramientos. Una forma cruel y fría de vivir, pero la elegida por este par de snobs y su hijo, marca indudable de la generación Internet. Poseedora de un discurso duro, dentro de su irregularidad como película, la fuerza y la convicción con que narra los hechos (más bien con los que se detiene en ellos) la convierten en toda una experiencia que juega a quitarle la máscara a una sociedad como la actual, más preocupada de apariencias y de buenas falsas relaciones que de atender a las necesidades reales del mundo, por básicas que estas sean (la cuestión del racismo en Francia está latente durante todo el film).



El realizador se disfraza parcialmente de Hitchcock (con toques buñuelianos) al utilizar un mcguffin para narrar una historia de suspense con un fondo dramático, es decir, las cintas no valen para nada en la trama, son la chispa que enciende el motor. Lo único que Haneke buscaba era una justificación para analizar a la sociedad burguesa contemporánea, especialmente a la francesa (¿Por qué son tan odiosos y pedantes, incluso cenando distendidamente?) ya que, en un final tan desasosegante como abierto, no se nos aclara en ningún momento quién ha sido el autor de las grabaciones ni, evidentemente, se nos dan respuestas sobre lo plantado, dejando que sea el espectador quien rasque en la superficie para sacar conclusiones. Es más, la película, tras esos dos planos que podríamos llamar finales del protagonista durmiendo entre sombras y su recuerdo, finaliza como empieza, es decir, algo cíclico, y podríamos estar viendo de nuevo a ese ser misterioso (casi demiúrgico) captando fragmentos de la vida de los Laurent. La inquietante reflexión en que se basa la película ataca directamente a los intelectuales sumidos en un mundo no real, tanto él que trabaja en la televisión (repito, selecciona la realidad que le interesa) como ella (trabaja en una editorial literaria, no tengo más que decir) y su hijo (pijito que en su tiempo libre va a nadar) forman un microcosmos imperturbable en esa casa. Es ese detalle el que interesa a Haneke, poner al hombre en pugna con sus miedos y temores más certeros, los reales, esos que nunca vas a conseguir dejar atrás. Por ello Georges y Anne se indignan soberanamente cuando la policía les dice cómo es el procedimiento habitual de desapariciones, o cuando ella decide contratar un detective, a lo que él, de una forma cínica en exceso, le conteta que "has visto muchas películas". Majid, ese misterioso personaje, no deja de ser la culpa que se aparece constantemente al protagonista para devolverle a la realidad y que no le abandonará nunca. Esto es mostrado de forma bastante dostoievskiana, puesto que ese niño ahora convertido en un inquietante y casi espectral recuerdo no difiere mucho del fantasma que aparece ante Raskolnikov o el demonio ante Ivan Karamazov, o a una cinta que también bebía de las fuentes literarias del escritor ruso, la magistral obra de Fritz Lang Perversidad. Curiosamente, tiene otra cosa en común con estas obras. Al principio puedes sentirte identificado con el protagonista, pero cuando ves como espectador su comportamiento terminas cogiéndole incluso tirria. Georges, además de mentiroso, es mal hijo, y finalmente, y aquí radica la gracia de la elección de Haneke, puedes llegar a sentir empatía por el que en un principio es presentado como actante amenazante al entorno del protagonista.



En su último palito a esta clase social, Haneke hace hueco para no dejarse en el tintero el uso casi religioso de la mentira por parte de los personajes. En contraposición con ese choque que supone enfrentarse a la realidad, tantas veces oculta por esa venda, la familia emplea el engaño como forma básica de relacionarse. Desde el primer momento estamos ante una realidad manipulada, donde el padre no sabe ni qué hace su hijo, puesto que este se lo oculta de forma inocente. Cuando aparece una cinta en mitad de la cena, él lo oculta; cuando descubre quién puede ser el extorsionador, él lo vuelve a ocultar. Una cadena de mentiras que se creó hace 40 años de la forma más rastrera posible, que vuelve incrementándose hasta llegar un punto en el que el matrimonio se cuestione la verdadera base de su relación, la necesidad de la confianza como forma de entender la vida junto a otra persona. Recordando a la coda de Kubrick, Eyes Wide Shut, por la forma en que tortura al personaje (y al espectador) saltando entre realidad y ficción, de forma sutil, Haneke aumenta esa sensación hasta hacer el agobio insostenible, puesto que el hijo también decide unirse al festín mentiroso. Criado en un mundo como el actual, vivo reflejo de su padre, con todas las comodidades del mundo, caprichoso y malcriado, y ensimismado en la natación, no tiene mayor relación con ellos que despedirse de ellos antes de acostarse, del mismo modo que se extraña cuando su padre va a recogerle al colegio "cuando tengo un poco de tiempo". Una familia resquebrajada, muerta y que recibe con esto su toque final. No sé si de forma deliberada, pero resulta especialmente singular el hecho de que Haneke muestre el salón completamente desnudo a excepción de los libros, que se cuentan por decenas en las estanterías, una gran televisión donde siempre hay puestas noticias (siempre graves) que los protagonistas ignoran encerrados en su burbuja, y una gran mesa donde se dan cenas a sus amigos, para dar esa imagen de estar socialmente integrados y comprometidos con las charlas intelectuales que se prodigan entre este tipo de gente, todos ajenos a la praxis de la existencia. Quizás por ello, el director elige tomarse cierta distancia con respecto a la historia, su eleccion de la puesta en escena es fría, sin necesidad de tomar primeros planos y con una violencia real nada coreografiada (el suicidio es escalofriante por la celeridad y la sorpresa con que se produce). Con su radicalidad habitual y un minimalismo muy marcado, deja que todo fluya según el curso natural (todo lo natural que puede ser ir a 24 frames por segundo) y que sean los actores (especialmente un superlativo Auteuil) quienes carguen con el peso de la acción. Para finalizar, recordando al Paul Thomas Anderson de la irregular pero interesantísima There will be blood, escoge mostrarnos ese momento que marca la historia posterior de los tres personajes mediante un plano general de casi 2 minutos, para, como le dice el hijo de Majid a Georges, saber el castigo que es cargar con la vida de una persona.



Lucía y el sexo: Un cuento esquizofrénico-moral



TÍTULO ORIGINAL Lucía y el sexo
AÑO 2001
DURACIÓN 129 min.
PAÍS España
DIRECTOR Julio Medem
GUIÓN Julio Medem
MÚSICA Alberto Iglesias
FOTOGRAFÍA Kiko de la Rica
REPARTO Paz Vega, Tristán Ulloa, Najwa Nimri, Daniel Freire, Javier Cámara, Silvia Llanos, Elena Anaya, Diana Suárez, Juan Fernández, Arsenio León, Javier Coromina
PRODUCTORA Sogecine


Julio Médem supuso un soplo de aire fresco dentro del trillado cine español de comienzos de los 90. Parecía (y lo sigue pareciendo) que no habíamos superado la transición artísticamente, un cine en constante recuerdo de períodos pasados, ya fuese la República o la Guerra Civil, pero nuestros cineastas optaron por un camino muy sobado, probablemente por la necesidad de expresarse tras años de dictadura. Por eso, el toque lynchiano de Médem, su surrealismo, la fuerza de sus imágenes y la capacidad ensoñadora de sus historias marcaron un antes y un después en el territorio patrio. El desborde de imaginación que desprendían sus películas le colocó rápidamente en el disparadero, tanto para lo bueno y para lo malo. Y es que quien ve una película de Médem elige un modo de entender el cine, casi un modo de vida. Un cineasta al que se ama o se odia, un cineasta al que, según sus fans, no hay que entender, o un cineasta al que, según sus detractores, hay que entender. Médem nunca ha sido un tipo de términos medios, de grises, siempre ha optado por el negro o el blanco, y por ello resulta totalmente inclasificable.

El sexo como alfa y omega

Resultaría altamente complicado, por no decir imposible, tratar de extraer conclusiones racionales y demostrables científicamente de una película como Lucía y el sexo, la cual se mueve constantemente entre los terrenos de lo real y lo imaginario con una facilidad absoluta. Y es que Médem plantea un cuento a todas luces, difícil de seguir si se le pretende aportar una linealidad y una coherencia del llamémoslo cine serio, convencional creando la sensación de que estamos ante una sesión de psicoanálisis del verdadero protagonista del relato. Este es Lorenzo, cuya dualidad identitaria bifurca la narración en dos estratos diferentes, uno más luminoso y otro más oscuro y cercano a la pesadilla. ¿Por qué hablamos de un cuento? Porque, como fábula, las intenciones quedan bien claras desde el principio, llegando Lucía a la isla y viendo como una paella se hace únicamente para dos personas, sintiéndose desplazada al ver algo tan tópico y aparentemente tonto, rasgo narrativo inequívoco del género. Con un aire casi desenfadado y construido a base de clichés como una heroína bastante inocente y, en cierto modo, risueña e infantil que busca a su príncipe azul, el director vasco plantea un acercamiento nada sexy o visceral al complemento directo del título, el sexo, y a la doble identidad que tenemos todos y la imposibilidad de mantenerlas. Arranca con una escena idílica y pomposa, romántica hasta el extremo, y desgrana poco a poco la relación entre las personas como uniones establecidas a través del sexo, el cual, ni más ni menos, es el origen de todo, así como el final, aludiendo a la eterna cercanía y necesaria relación entre el eros y el tanatos. Las prácticas sexuales son mostradas casi como un juego, una diversión que sirve como comunión, un intercambio de sentimientos y emociones entre dos personas y que termina convirtiéndose en motor de todo, tanto de una nueva vida como de la propia novela de Lorenzo, el punto sobre el que parece estructurarse toda la trama y que, como su hija Luna, surge a raíz del encuentro con una mujer, abriendo un nuevo camino para la confusión.



¿Estamos ante algo real con personajes de carne y hueso o sale todo de la mente del accidentado escritor, el cual parece que vive por y para plasmar con letras un mundo nuevo? Para resaltar eso, Médem juega hábilmente con la fotografía creando mundos casi abstractos, donde la luz sobreexpuesta y la oscuridad son los que rellenan la imagen, creando un mundo a la medida del relato, especialmente en la isla, centro neurálgico del cuento y lugar que plantea realmente todo el debate cuando Lucía cae por el agujero al comienzo de su viaje cuasi iniciático, a modo de Alicia en el país de las maravillas o la Dorothy de El mago de Oz, el agujero que, según Lorenzo, te permite regresar al punto de la historia que a ti te apetezca, estableciéndose pues un juego cercano a la metaliteratura y una reflexión sobre el propio mundo ilusorio. El hecho de que todos los personajes coincidan ahí, en esa isla que únicamente parece conocer él, le da a todo un aire absolutamente fantasioso, eliminando totalmente los límites entre ficción y realidad y dejando la acción en manos del azar sin más justificación que la credibilidad del propio espectador. En ese juego de verdad o mentira nos encontramos con la compleja relación entre Lorenzo, Lucía y Elena, madre de Luna y que puede llevar a pensar que la heroína es la hija del novelista debido a una secuencia en la que, mientras Lucía y Lorenzo mantienen una relación sexual, Elena da a luz, de ahí que la relación entre ambos entre en crisis en el momento en que el perro sesga la vida de la niña. Esta es representada como algo inalcanzable para el protagonista, la estabilidad que da tener una vida en tus manos, debido a la inestabilidad personal, la cual se le termina de ir de las manos cuando el personaje de Belén, o lo que es lo mismo, el sexo malo, visceral, pasional, se pone frente a él, ya que la película establece dos tipos diferentes de sexualidad, la romántica, que se usa para establecer un vínculo emocional, que siempre aporta algo (Lorenzo-Lucía-Elena) de la eminentemente gozosa y, a la manera de Cronenberg, casi enfermiza (Lorenzo-Belén) que descentra el alma y da como resultado un hundimiento moral y vital para ambos. También el joven escritor cuenta con una representación en su propia historia, al que sólo ven los tres personajes femeninos, Carlos/Antonio.



Como si de un enfermo mental, de un esquizofrénico se tratase, a través de él saca a la luz su lado más animal y primario, ese que está reprimido y que nunca dejamos salir, este misterioso alter ego únicamente aparece para desatar las pasiones más bajas de las mujeres, quienes casi acaban peleadas entre ellas por él, y que termina por destruir al personaje de Belén y a su madre y, finalmente, decide viajar a la isla donde se encuentran todos para despejarse, donde conocerá a Lucía y Elena, hasta que el ego, Lorenzo, llegue poner un poco de orden pero, justo cuando este aparece acompañado por Pepe, desaparece por el agujero para ser sustituido por un faro, el símbolo de Lorenzo cuando hablaba con Alsi, la ciberidentidad de Elena, y, casualmente, nos encontramos con un final típicamente cuentista (en el buen sentido), donde Lorenzo y Lucía terminan juntos y Elena parece darse cuenta de que la chica del padre de su hija no es ni más ni menos que Luna, quien volverá a la vida mientras la heroína se abraza a su príncipe azul una vez que todo ha dejado de tener esa luz blanca tan inexistente y abstracta y el indefinido mundo ha adquirido forma.



Película intensa, totalmente recomendable, a diferencia del cine de Médem, no envejece ni palidece en segundos visionados. Sin llegar al tono pasteloso que alcanzó en la muy repelente Caótica Ana, Lucía y el sexo supone el cénit artístico y visual de un orfebre de la imagen que posteriormente ha sido incapaz de repetir semejante logro. Sutil rompecabezas en el que intentar encajar las piezas hace que pierda parte de su encanto, pudiendo disfrutarse como una historia de amor de esas llamadas inmortales, con unas interpretaciones sobresalientes (Elena Anaya poniendo toda la carne en el asador, casi literalmente) y un uso del digital impactante a pesar de ser pionera en este aspecto.

martes, 4 de mayo de 2010

La trampa de la muerte: El escritor, la vidente, su mujer y el amante



TÍTULO ORIGINAL Deathtrap
AÑO 1982
DURACIÓN 116 min.
PAÍS Estados Unidos
DIRECTOR Sidney Lumet
GUIÓN Jay Presson Allen (Novela: Ira Levin)
MÚSICA Johnny Mandel
FOTOGRAFÍA Andrzej Bartkowiak
REPARTO Michael Caine, Christopher Reeve, Dyan Cannon, Irene Worth, Joe Silver, Henry Jones
PRODUCTORA Warner Bros. Pictures

En La trampa de la muerte, Lumet adapta a Ira Levin, quien ya fue llevado al cine con bastante éxito por Roman Polanski con la muy interesante La semilla del diablo, o por Franklin J. Schaffner en Los niños del Brasil. Fue una obra de teatro representada mundialmente con un éxito anrumador que mezclaba inteligentemente la comedia y el teatro policíaco. En el texto que nos incumbe se nos cuenta la historia de Sidney, un reputado autor teatral en horas bajas al que las críticas de su última obra lo han colocado en el disparadero. Su mujer, Myra, intenta consolarle, hasta que Sidney tiene la idea de robarle una gran obra a un antiguo alumno suyo, Clifford y luego asesinarle para venderla él. Pero los problemas empiezan con la aparición de una vidente.

Un cineasta entre dos orillas

Sidney Lumet dirigió La trampa de la muerte en el que probablemente sea el cénit de su carrera, después de haber dirigido un buen puñado de obras maestras, que incluían cintas como Doce hombres sin piedad, El Prestamista o la notabilísima (y generalmente desconocida) La colina, y un par de películas claves para entender el cine (y la sociedad) de los 70, Network, un mundo implacable y Tarde de perros. Surgido en una generación intermedia entre el gran Hollywood clásico de los Hawks, Ford, Wilder o Hitchcock y los chicos de Corman encabezados por Scorsese, Coppola, Spielberg y Lucas que renovaron la narrativa cinematográfica desde la cinefilia, Lumet siempre navegó entre dos aguas, la de un cine intimista y pequeño, casi cine de cámara; y otro más de género, especialmente el policíaco, donde encontró en Sean Connery a su habitual compañero de fatigas. Y eso sin contar su horrible versión afroamericana de El mago de Oz con Michael Jackson. Pero ambos estilos, que podrían parecer el día y la noche, vistos siempre desde un prisma político y social comprometido y necesario. Como hacían sus compañeros generacionales surgidos de la televisión, Frankenheimer o Peckinpah, mostrar las miseries del ser humano a través de películas codificadas de manera bastante explícita en sus respectivos géneros como El mensajero del miedo o La cruz de hierro respectivamente. Su cine, algo decadente desde los años 90, donde realizó películas de infausto recuero coronadas con el innecesario y pobrísimo remake de la brillante Gloria, de John Cassavetes, se ha visto revitalizado en los últimos años con los estrenos de la irregular aunque interesante Find me guilty, en la que satirizaba el proceso judicial contra un capo mafioso, y la abrumadora Antes que el diablo sepa que has muerto, donde mostraba el lado oscuro de una familia aparentemente feliz, que, como en todo su cine, estaba repleto de personajes de doble cara. Podemos afirmar, por tanto, que Lumet es el cineasta de la mentira, de la destrucción de las convenciones sociales. Parece haber nacido para enseñarnos el desagradable rostro de la verdad, como hacía ese profeta iracundo llamado Howard Beal (un brillante Peter Finch) al que tachaban de loco en Network, un mundo implacable, película que en su día fue calificada de apocalíptica (Lumet nunca ha sido un integrado) pero que, a dia de hoy, parece incluso haberse quedado corta viendo el nivel de bajeza moral que impera en televisión.

Es inevitable compararla con La huella, adaptación del magnífico libreto de Anthony Schaffer. El clásico de Mankiewicz es casi un referente moral cuando se habla de películas de crímenes de impronta teatral, cargados de giros y muy referencial, una estrategica partida metaliteraria donde, conociendo muy bien las reglas del género (en aquel caso la novela policíaca, aquí el mismo género pero en su vertiente escénica). Además de contar, todo sea dicho, con la magnética presencia del siempre soberbio Michael Caine, quien interpreta aquí a Sidney, el dramaturgo en horas bajas. Podemos afirmar que es un film de dos caras analizándolo desde su base teatral en relación a la vasta obra del director de Antes que el diablo sepas que has muerto. La trampa de la muerte supone un retorno al cine de claro corte escénico que el relizador llevó a cabo al inicio de su carrera, pero también un punto de inflexión (no sabemos si para bien o para mal visto el posterior nivel de sus trabajos) ya que es un estilo que difícilmente volverá a recuperar en filmes tardíos, eligiendo un tono con una puesta en escena más trabajada donde el trabajo de los actores va siempre en función de la cámara, y no al revés, como se verá en la siguiente película del autor, Veredicto final, nos encontramos en un terreno más cinematográfico. Podemos afirmar que con la traslación de la obra de Levin realizó un pequeño descanso en un cine habitualmente intenso, un paréntesis para divertirse sin mayores consecuencias.

La mentira como forma de comunicación

La trampa de la muerte tiene dos mitades bien diferenciadas, dos actos, por utilizar el lenguaje profesional, de acabado realmente distinto, pero con una palabra en común: ambición. En la primera parte nos encontramos con una intriga muy bien trabajada, con unos giros de guiones que, por esperados, no dejan de sorprender. Nuevamente tenemos la clásica historia de falsa realidad, de confusión y destrucción de identidades. Como buen dramaturgo que es (quien sabe si, como pedía John Ford a sus guionistas, el personaje tiene una biografía anterior, y en ella fue actor), Sidney ha montado una historia, una ficción absolutísima para su vida. Y Lumet es especialista en tratar la mentira. Durante todo su cine, el maestro ha analizado a grandes mentirosos, hipócritas de todo tipo, desde policías a políticos pasando por simples ciudadanos de a pie. Y Sidney Bruhl es uno más, uno de los peores. Presentado como un ambicioso sediento de éxito, Lumet va deslizando píldoras que desgranan la verdadera personalidad del dramaturgo, rematado por ese larguísimo travelling mientras él llama para quedar con Clifford en el que su mujer, Myra, parece intuir que hay algo raro en esa llamada. Sidney miente por deformación profesional, Sidney ficcionaliza su realidad, parece un personaje que necesita la mentira como el oxígeno. Miente a Clifford, al que lleva al cadalso prometiéndole corregir su obra, miente a su mujer, miente a su abogado y, por supuesto, miente a la vidente. Incluso ensaya esa mentira con Clifford para dotarla de verosimilitud, la verosimilitud que, según Aristóteles, convierte lo falso en creíble, sabedor de la importancia de la exactitud de ese entramado gracias a su trabajo como escritor policíaco, como hacía Laurence Olivier creando las mentiras para Milo Tindle en La huella (en la buena, no en la de Brannagh).

Y la segunda mitad, más imprecisa, más inexacta, más forzada dramáticamente, afianza el gusto de Lumet por las historias de perdedores. Si en Tarde de perros veíamos a una pareja de ladrones que iban a robar un banco y donde cada cosa que podría salir mal salía mal, esa situación se vuelve a repetir en La trampa de la muerte. Una vez que conocemos la verdadera cara de Sidney, su relación con Clifford y el plan que habían tramado para conseguir la herencia de Myra, empezamos a ver a dos grandes mentirosos frente a frente. Clifford escribe una obra de teatro basada en la primera parte de la cinta, pero le dice a Sidney que está haciendo algo de carácter social, pues busca el prestigio crítico, pero lo esconde bajo llave en un cajón y no deja que el personaje de Caine la lea. En este punto nos damos cuenta de que lo único real que sabemos de Sidney más allá de su máscara es que de verdad está en barbecho creativo (Hay que destacar el travelling hacia el rostro de Sidney impotente ante la máquina de escribir mientras las teclas de la máquina de su amante, exultante de creatividad, resuenan como truenos). Por ello, sabiendo que Clifford oculta algo, ha de mentirle: le obliga a dejar la mesa que ambos comparten en su escritura haciéndole ir a diferentes estancias para, al final, decirle "no te he visto". Sabedores ambos de lo que es capaz el otro, se van desnudando y comprobamos cómo son realmente los personajes, y para este arranque de velada sinceridad, ha sido necesario introducir un poco de verdad, esa obra que escribe Clifford en la que se narraría el asesinato de Myra y que podría destaparlo todo. Lumet, con su habitual maestría, comienza a crear un ambiente de tensión insoportable, ayudado (de forma bastante irónica, todo sea dicho) por la codificación del clima como elemento dramático, con esa tormenta constante durante la última media hora de película. Pero el buen trabajo de Lumet no consigue evitar la sensación de forzado que producen muchos momentos ahora. Los continuos giros de guión, la dilatación de la resolución del conflicto, la entrada en juego de la vidente. La intención de burlar y atacar a los elementos claves del género hacen que, irónicamente, caiga en esas mismas reglas a las que pretende parodiar, haciendo que el tour de force del realizador de Fail-Safe sea vacuo y el final de la película algo pesado, a pesar de ese brillante juego de sombras con el que se encadena el momento final.

Porque si hay algo que destacar de esta cinta es el intenso trabajo de Lumet, quien pone toda la carne en el asador en un trabajo que no es todo lo visible que muchos necesitan para valorar una dirección como sobresaliente. Es evidente que su puesta en escena bebe del teatro, y hay fragmentos de la película que son puro plano secuencia interpretativo, donde la cámara se limita a seguir a los actores por el escenario mientras sueltan sus líneas. Pero es que realmente es la funcionalidad lo que motiva a actuar a Lumet. Su estilo, adquirido durante sus años en la televisión realizando obras de teatro y telefilmes estaba marcado por la sencillez y la importancia del actor como elemento simbólico, el centro del drama. Acusado de academicista y simple en muchas ocasiones, Lumet no necesita recargar la acción de primeros planos de forma pueril, si no que se reserva esos detalles para los momentos en que realmente es necesario, como la sensacional escena donde Sidney le hace creer a Myra que va a matar a Clifford y se ve el miedo en el rostro de ella, enfrentado con varios primeros planos del rostro enfatizado de Caine. A destacar también en este aspecto el uso morfológico de la casa, la ubicación del lugar del crimen y el desarrollo de la acción. Probablemente, esto ya esté remarcado en la obra teatral de Levin, que no he tenido el placer de leer ni ver representada, pero no por ello hay que desdeñar la función del realizador cinematográfico, quien muestra una casa perfecta para el crimen con su chimenea para quemar documentos (otro punto clave de esa mirada irónica al género). El propio edificio en sí parece obligar a sus personajes a contar mentiras, a tratar de estar siempre un paso por delante del otro. También hay que nombrar como uno de los referentes morales lo tenemos en La soga, de Alfred Hitchcock. En la casa de aquellos dos asesinos homosexuales interpretados por Farley Granger y John Dall (uy, qué casualidad, como en La trampa de la muerte) había un centro neuralgico al que se dirigían todas las miradas: el baúl. Pues aquí se adopta una estrategia parecida, todas nuestras miradas se dirigen desde los títulos de crédito hacia esa habitación llena de armas utilizadas en la ficción que aparentemente Sidney utiliza como despacho y lugar para la inspiración. La importancia de este sitio se nos indica en dos momentos claves: la "muerte" de Clifford, como buena mentirijilla literaria, sucede aquí, en el lugar donde Sidney trama sus historias y donde, quién sabe, lo mismo planificó esta; y en la visita de la vidente al matrimonio, donde ella anticipa que va a ocurrir una tragedia con esas armas sacadas de las obras del escritor. Por ello, durante toda la obra, especialmente en el último tramo, cuando los personajes hablan de asesinato, de muerte y demás cosas truculentas, parece haber una fuerza superior que los guía hacia ese rincón de la casa. Y para muestra, un botón: mientras Sidney y Clifford ensayan la resolución de la ficcional obra que ambos escriben, el segundo estrangula al primero de forma bastante real, justo en ese punto.

Para concluir brevemente, hay que decir que, dentro de su irregularidad, La trampa de la muerte es una pequeña joya altamente disfrutable, una inteligente comedia de enredos a la que se le perdona el intento de estirar hasta el límite la parodia del género policíaco. Unas interpretaciones de altura, con un Christopher Reeve que aguanta bien el tipo ante todo un Michael Caine, y un soberbio trabajo tras la cámara de un dinosaurio del cine en una de sus películas más nostálgicas y ligeras. Una película a la que no se le puede dar un segundo, porque probablemente perderemos más de un detalle.

lunes, 3 de mayo de 2010

The Assassination of John Dillinger by the coward Melvin Purvis



La historia de John Dillinger, así como la de otros tantos compañeros generacionales del ambiente criminal, ha sido tan trastornada y edulcorada con el paso de los años que cuesta por tanto diferenciar leyenda de realidad, a modo de western. Así comienza la desmitificadora cinta de Max Nosseck, cargada de tantas virtudes como errores, sobre todo la ausencia de un personaje con un drama que le motive y la plana puesta en escena del cineasta. Mientras se proyectan unas imágenes en un cine narrando las fechorías del romántico ladrón, el público contempla estas con expectación, puesto que el plato estrella de la noche está por aparecer: el propio padre de la estrella, quien comienza a narrar ante la atónita platea cómo fue la vida de su hijo. Se puede apreciar una clara intención del realizador y del guionista en esta ubicación espacial: enlazar un documental con la palabra de alguien que, en condiciones normales, no podría mentir sobre la vida de Dillinger, es decir, la pretensión de la cinta es la de trazar un retrato lo más verista (casi objetivo, a la manera de Zodiac) sobre una figura que arroja tantas luces como sombras a los historiadores y mitómanos. Pero del mismo modo tenemos que volver a fijarnos en la ubicación del personaje, el centro de atención de una sala de cine: la pantalla. Contradiciendo a Godard, el cine son 24 mentiras por segundo, y si no mentiras, si engaños o medias verdades, y esta película no es otra cosa que una gran media verdad que coge muchos de los célebres acontecimientos de la vida de este criminal pero a la que se le cae su pretensión de realidad al terminar siendo una mediocre cinta de acción que olvida pronto a sus personajes.

Dillinger es presentado como un sanguinolento psicópata de gatillo fácil pero no se justifica, únicamente porque sí. No es por tanto una versión mitificadora y dulcificada de la leyenda, todo lo contrario, algo sorprendente en la época, puesto que no nos propone la clásica visión de un moderno Robin Hood carismático, si no la desglamourizada vida de un enfermo vengativo que es capaz de matar a sangre fría después de jugar con la víctima, e incluso como un cobarde que le tiene miedo a la silla del dentista. Pero todo ello son meros esbozos que se intuyen y que nunca se llegan a mostrar. La interpretación de Tierney se reduce a poner cara de enfado, aunque salva el papel logrando que, durante algunos momentos muy contados, pasemos por la mente del ladrón, especialmente en los minutos anteriores a su muerte, agazapado como un animal herido en su madriguera. Por tanto, tenemos muchos secundarios que únicamente actúan como peleles de Dillinger pero que no tienen vocación de personaje, únicamente quedan convertidos en actantes cuya función es morir o traicionar al protagonista. Especialmente curioso es el caso de Specs, el que le introduce en el mundo del crimen profesional (antes era un torpe ladrón que robaba para pagarle copas a las mujeres, su auténtica debilidad y la causa de sus males, otro punto que tampoco se explota). Su relación es quizás la mejor establecida en el libreto (siendo muy generosos), y sin embargo se forja de una manera rápida e inexplicable, y de una manera fugar tenemos al protagonista en el grupo de cacos. Nosseck narra, narra y narra y no se para en ningún momento a analizar el por qué de lo que está contando, por ejemplo, con el caso sangrante de la importantísima (y casi obviada) relación del antihéroe con su amante, del mismo modo que tampoco sabemos por qué esta decide salir con el tipo que le ha robado. Por tanto, nos encontramos con una contextualización totalmente difusa y compleja de seguir.

Saber manejar el tempo narrativo de una película es la prueba de fuego de un director. Casualmente, este Dillinger de serie B (incluso diría serie Z) se estrenó el mismo año que la magistral Detour, de Ulmer. En ella, el cineasta sueco demostraba un talento descomunal a la hora de dilatar y contraer el tiempo a su antojo. El juego psicológico en el que sumía a Tom Neal terminaba convirtiendo una pequeña producción sin importancia en un thriller estudiado e imitado por su sobresaliente puesta en escena y su acertado guión. En Dillinger, el constante uso de elipsis hace que la noción temporal sea confusa y que de la sensación de que en las escenas realmente nunca pasa nada de relevancia, puesto que algunas de ellas no llegan ni a los 30 segundos. En los primeros cinco minutos ya hemos visto como el protagonista ha robado por primera vez, ha entrado en la cárcel y ha salido de ella. La historia termina convirtiéndose en un encadenado de secuencias de robos y asesinatos sin ton ni son que no aburren en exceso debido al celerísimo montaje y a la brevedad del relato, puesto que seguir dos horas a este ritmo habría convertido al mediocre realizador alemán en el claro precursor de Michael Bay. Únicamente podemos destacar algún momento notable donde el director deja escapar una idea brillante, como ingenioso el gag donde parece que va a robar y, con el inteligente uso del fuera de campo, terminamos viendo que es un billete (curiosamente, esto a título personal, fue una idea que rodé en primero de carrera para una práctica, así que me lanzaré flores), o la transición inteligente de la escapada de la cárcel de los compinches del protagonista encadenada con un robo al banco. Por contra, algunos momentos que deberían ser cumbres están resueltos de manera apresurada, probablemente por la falta de fondos económicos, especialmente los robos. Si ya vimos que Melville utilizaba un estilo pausado para mostrar las acciones delictivas como un ritual, tomándose todo el tiempo del mundo (así lo atestiguan los 15 minutos dedicados al robo en El círculo rojo), Nosseck parece estar incómodo con estos momentos y se carga de un plumazo cualquier épica o suspense posible, convirtiendo Dillinger en una colección de escenas carentes de importancia alguna.