lunes, 24 de noviembre de 2008

Vampyr, o cómo se manejaba Rudolph Maté con la cámara

Llega un momento en la vida de todo cinéfilo en que, para demostrar que realmente sabe, tiene que nombrar al bueno de Dreyer. ¿Por qué? No lo sé. Está en esa lista, junto a los Ophuls, Godard, Ozu o Tarkovski que si los sacas en una conversación sobre cine con aficionados de un nivel medio alto les das la imagen de un tío que sabe, medianamente, de lo que está hablando, aunque probablemente no hayas visto ninguna película de los susodichos (además, Ophuls suena a opulento, de categoría, no me digáis que no). En definitiva, si no conoces a Carl Theodor no eres nadie para un tío que se ha mamado media vida de la filmoteca de su ciudad. Sin embargo, por mucho que pueda parecerlo, no tengo la menor intención de ponerme a disertar sobre la figura de Dreyer, ni mucho menos, no son las horas ni el día adecuado (ando con un gripazo del 15), y disto muchísimo de ser un experto (únicamente he visto seis películas de las catorce que rodó), pero hace tiempo que quería poner algo sobre el trabajo en esta película del director de fotografía y operador de cámara Rudolph Maté, quien en su anterior colaboración con Dreyer en La pasión de Juana de Arco más o menos que dinamitó las bases sobre las que se sentaban la fotografía cinematográfica (siempre he defendido que el trabajo de Maté es un adelanto a su tiempo), siendo casi toda la película un excepcional montaje de primeros planos totalmente impresionistas que barruntaban lo que sería el estilo psicológico de muchas producciones posteriores.



Vampyr (Vampyr, 1932) vuelve a suponer un salto adelante en su carrera como fotógrafo cinematográfico con la extraordinaria ambientación de este cuento de terror del grandioso director danés rodado en Francia. Destacando ese juego que hace con la iluminación en algunos momentos casi fuera de campo (sencillamente alucinante la secuencia al final en la casa del médico), en otros opta casi por un naturalismo insólito para la época, destacando algunos primeros planos en los que la cámara sigue la terrofícia y frenética mirada del personaje de Leone (Sybille Schmitz), personaje de una sexualidad enfermiza con su propia hermana al haberse conertido en vampiro, hasta utilizar una estética totalmente vaporosa y neblinosa para los planos de exteriores, dando esa sensación onírica/fantasmagórica que toda la historia lleva consigo. Vampyr está en las antípodas de su trabajo realizado hasta ese momento, y se sitúa en medio de su trilogía acerca de la religión, formada por tres obras culmen del cine como la citada pasión, Dies Irae (donde casi redefinía el concepto de femme fatale) y Ordet, por lo que se la podría considerar un paréntesis temático donde permite dar rienda suelta a su vena más (si cabe) experimentadora tocando ramas como el surrealismo o el abstraccionismo, con una trama que recuerda por momentos al Nosferatu de Murnau, sacado a su vez del Drácula de Stoker. Y, aunque no estemos hablando del guión, cabe decir que, para suplantar esos errores en la elipsis propia de un libreto mudo adaptado al sonoro, Maté elabora un trabajo sensacional en la ambientación y la conducción de personajes, definiendo con la iluminación la participación de cada uno en la historia (ver la sombra del cojo que vaga sola por las paredes como si fuera Peter Pan).





El otro punto fuerte de la cinta a nivel estético son sus suaves movimientos de cámara. Y es que, si bien es cierto que ya habían tenido un gran desarrollo en los últimos años del mudo (casi siempre consistentes en barridos o panorámicas descriptivas), el estatismo seguía siendo el elemento dominante de la puesta en escena de las películas, ya fueran americanas o europeas, y los movimientos de cámara armonizados eran cosa de unos pocos privilegiados (excepcionales travellings como los de ... Y el mundo marcha o El ángel azul, silente la primera, sonora la segunda) . Es esa la razón por la que quiero destacar los singulares movimientos con la cámara del polaco, que aquí vuelve a servirle a Dreyer un continuo seguimiento de personajes que el danés no corta en momento alguno, si no que permite el virtuosismo del director de foto, hasta llegar al extremo y colocar la cámara dentro de un ataúd. Aquí podemos observar el punto de vista del fallecido, casi en un ejercicio hitchcockiano de puesta en escena, en un espectacular travelling boca arriba donde el cielo se funde con los edificios y los abyectos rostros de aquellos que lo han encerrado ahí. Es un sueño del personaje protagonista, quien casi podemos decir que desdobla su personalidad y viaja a casa del médico que colabora con la vampiresa, y las tinieblas le visitan y le muestra esa pesadilla que es su muerte, resuelta de la manera más espectacular posible, y es que Dreyer no deja de ser uno de los grandes revolucionarios de la historia del cine que más o menos inventó el arte y ensayo cuando muchos aún andaban intentando aprender a encuadrar, ayudado aquí por un grande de la fotografía como Maté que, tras cerrar su carrera en este campo con el portentoso trabajo en La dama de Shangai a las órdenes de Welles, entró de lleno en una mediocre trayectoria como director. Zapatero a tus zapatos




domingo, 16 de noviembre de 2008

La secuencia: Perversidad, crimen y castigo


Fritz Lang se especializó siempre en ilustrar la vida de personas al límite. Seres al borde de la locura, con la violencia a flor de piel, reprimidos que descargan toda su ira contenida en el subconsciente, con la vida de una persona y la suya propia en sus manos, alejados de cualquier término medio. Y Perversidad (Scarlet Street, Fritz Lang, 1945) es mayormente el resumen de casi todas las inquietudes que poblaron el cine del maestro austriaco. Negra hasta decir basta, cuenta una historia tan simple como efectiva: un hombre aburrido decide acompañar a un amigo a coger el autobús tras una fiesta, por lo que llega tarde a su transporte y, a mitad de camino, se encuentra con una mujer a la que están abofeteando, y a partir de ahí arranca ese maremagnum psicológico en que termina convertida esta obra cumbre del género negro. Desde este punto, todo lo que viene irá en consonancia con lo mostrado anteriormente en otra de las cimas del noir, La mujer del cuadro, y que luego volverá a repetir en Secreto tras la puerta, que mayormente podríamos denominar la trilogía Bennett, pues en todas ellas nos encontramos con Joan Bennett en el papel protagonista femenino, ya sea como inocente víctima o como auténtica golfa (no olvidemos que aquí nos encontramos ante una revisión de la cinta de Renoir La golfa, de 1931).



Actores aparte, los referentes temáticos y éticos se repiten en las tres, pudiendo verse como un evolución en el estudio de los deseos reprimidos, yendo desde lo más inocente hasta el mayor crimen posible sin justificación alguna, amén de un nexo casi en común con todas ellas que consiste en algo que se puso muy de moda en esa época y que hace que películas como Recuerda o Vorágine hayan envejecido tan mal: el psicoanálisis. A diferencia de Hitchcock o Preminger, el realizador de Los verdugos también mueren desnuda a los personajes durante toda la película, siendo una sesión de psicoanálisis. Los protagonistas encarnados por Edward G. Robinson en las dos primeras y por Michael Redgrave en la tercera son, especialmente este último, seres reprimidos que, de manera diferente, liberan sus pulsiones más internas de una manera violenta y, en cierto modo, malvada, cuya perversidad (por hacer un juego de palabras) va in crescendo hasta la última entrega de este tríptico. Si en La mujer del cuadro el criminólogo Richard Wanley hilvana todo un mundo en el que prueba aquello que estudia, lacrimonología y la posibilidad de cometer un crimen de una manera casi casual, Perversidad lleva a cabo un ejercicio que roza la fábula y que, hasta el momento del crimen, busca demostrar que cada hombre es un asesino. Y aquí no hay justificaciones morales, por mucho que se pueda entender por qué se comete dicho acto, del mismo modo que no hay el suspense que encontramos en las otras dos cintas, ambas de desigual final, ya que el epílogo de Secreto tras la puerta es excesivamente blando, a pesar del interesante Mark Lamphere con el que se casaba Joan Bennett.




Al analizar Perversidad habría que ahondar en las frustraciones de Christopher Cross, magistralmente interpretado (sobra decirlo) por Robinson. Trabajo mediocre que no le permite más que llevar una vida gris donde es totalmente dominado por una mujer que aún recuerda a su "difunto" marido y le humilla constantemente recordándole el infierno en el que está sumido. Confiado, supersticioso, calzonazos, únicamente la pintura le permite escapar de la asquerosa rutina en la que está sumido. Toda su vida cambia en un cruce. Y es que Cross descubre por primera vez lo que es vivir, pero todo se trata de una mentira orquestada, una farsa en la que él tiene poco que controlar. En La mujer del cuadro es un sueño y en Secreto tras la puerta un marido que ha creado un matrimonio carente de vida cuyo propósito es culminar su particular colección. Aquí, Kitty y su amante, el cargante y malévolo Dan Duryea, marean a su antojo a un hombre inocente que comienza a delinquir por amor. Y poco a poco vamos viendo cómo en casa va liberando aquello que tanto tiempo ha tenido dentro y no ha sacado, su mujer despierta en él un odio acérrimo, empuñando el cuchillo que usa para limpiar la carne con una violencia extrema.

Es una evolución abrupta, un personaje callado que comienza a ir a tumba abierta, hasta llegar al cénit de su comportamiento, que se produce cuando Chris descubre la verdad, el engaño al que ha estado sometido, movido por otro de los totems temáticos del realizador, la venganza, y en una portentosa escena llena de detallismo (inteligentísimo el recurso de colocar a Robinson un abrigo totalmente negro en contraposición con la claridad y la luz del cuarto) asesina a Kitty con un picahielos, el cual había cogido Johnny. Es entonces cuando esa fábula se vuelve en pesadilla más psicológica y terrorífica aún si cabe y Lang saca a pasear al Dostoievski que lleva dentro para ilustrar la culpabilidad y la imposibilidad de callar las voces de la conciencia.



Y es que en Perversidad, el amigo Fritz, a diferencia del Hitchcock de Yo confieso o Extraños en un tren, no perdona moralmente los actos de sus personajes aunque la sociedad si lo haga, caso contrario al de las cintas hitchcockianas anteriormente nombradas, en las que ambos eran falsos culpables de un crimen que no habían hecho. Aquí el realizador parece haber dejado atrás esos modelos happy ending del principio de su carrera norteamericana, como en Furia o La venganza de Frank James, Cross comete un asesinato del que sale indemne y no sólo eso, si no que se echa una muerte más a sus espaldas cuando el amante de Kitty es acusado y condenado a muerte, a pesar de que pueda tener cierta legitimidad aquello que ha hecho. Manejado por mezquinos y avaros, Chris Cross es un inocente que únicamente estaba esperando una gota que colmara su vaso, perdiendo su último tornillo y cobrándose justicia por toda una vida de maltratos y mentiras, y que termina convertido en un pobre diablo que llama a gritos a la muerte y únicament recibe el más absoluto silencio por respuesta. Toturado, llevado al borde de la locura, e incluso incomprendido por la policía que le toma por un viejo demente al confesar que mató a dos personas.


El realizador termina así por orquestar una maldición, casi un mal de ojo, sobre el pobre Robinson, rompiendo todos los tabúes y clichés del cine de los estudios, y eliminando cualquier posibilidad de redención para un hombre que actuó de una manera que casi todos haríamos. Fritz Lang se vuelve excesivamente cruel con su personaje, le martiriza y le impide calmar sus ánimos, convertido ni más ni menos que en una nueva versión del célebre judío errante destinado a pasear solo por la tierra, condenado a expiar sus pecados hasta que la muerte le llegue... si es que le llega,ya que no hay mayor castigo que una conciencia que no calla, cerrando con un impresionante plano final este furibundo estudio de la culpabilidad y la violencia halladas en una sola persona, y pensando que, quizás, todo podría haberse evitado si Chris Cross no se hubiera fumado aquel puro.


sábado, 1 de noviembre de 2008

De Sica, maestro de Leone: De El Limpiabotas y Érase una vez en América

Aparentemente, Sergio Leone y Vittorio De Sica no tienen nada en común más allá de compartir lugar de nacimiento, Italia, y ser reconocidos como dos grandes autores dentro del panorama cinematográfico mundial, amén de estar criando malvas hace tiempo. Uno hacía cine espectáculo en su más pura concepción, de raíces norteamericanas, aprendiendo al lado de directores estrella del cine estadounidense, y el otro, a pesar de ser un galán y un autor de divertidas comedias, destacó sobre todo por ser el primer gran abanderado del neorrealismo creado, más o menos, por Rossellini (Visconti no cuenta, demasiado pesado) con un cine social combativo de carácter netamente europeo. Sin embargo, se pueden establecer algunas comparaciones en sus respectivos cines: ambos contaron historias acerca de personas por encima de situaciones, de carácter fuerte en un mundo duro en el que o comes o te comen, ya sea el salvaje oeste o la dura Italia surgida tras la Segunda Guerra Mundial, y casi siempre desde un punto de vista amargo, donde la felicidad no es una opción, y, por tanto, poco atrayente para un público acostumbrado al 1+1 son 2.

No obstante, al ver El limpiabotas (Sciuscià, Vittorio De Sica, 1946) uno puede apreciar con mucha claridad dichos matices. Es la clásica película cargada de humanidad del maestro italiano. Es una historia dura y trágica de esas de verdad, de las que no cantan a moralina y didactismos baratos, un drama pesimista con formas shakespirianas y con un clímax absolutamente desolador y deprimente que hace justicia a la realidad, especialmente a la de la posguerra. No obstante, mientras la veía me llamó la atención un par de secuencias que reconocí al instante por otra película: Érase una vez en América (Once upon a time in America, Sergio Leone, 1984), y me di cuenta de que, en definitiva, ambas cuentan una historia, si no igual, sí parecidísimas y con más de un punto en común(incluso Max viste de manera calcada a la de Pasquale Maggio, sombrerito incluido, y para que lo veáis, adjunto foto) acerca de la amistad, la lealtad y la pérdida de la inocencia Leone, director que está en mi panteón de grandes monstruos del cine, fue hijo del cine, ya que su padre fue de los precursores del cine mudo italiano, y su primera profesión fue deambular de estudio en estudio buscando trabajo, y finalmente dió con De Sica, y parece que le cayó en gracia, tanto es así que fue asistente de dirección y extra en El Ladrón de bicicletas, la gran cumbre del cine italiano de los años 40 junto a Roma, ciudad abierta, lo que le llevó a iniciar una gran carrera como director de segunda unidad para el cine norteamericano que venía a rodar a Cinecitá, e incluso Wyler le llegó a considerar el mejor director de seguda unidad del mundo.

Famoso por sus spaguetti westerns, en ellos supo empaparse de la mitología norteamericana para contar grandes epopeyas en el oeste, pero con un temperamento netamente europeo, especiamente en la concepción de los personajes, todos ellos una panda de antihéroes a cada cual más variopinto. Esas vetas de cineasta italiano siempre se le vieron, especialmente con algunos personajes típicamente italianos, caso de los pícaros niños que aparecían de vez en cuando en sus películas, casi siempre para aprovecharse de Clint Eastwood y sacar un beneficio económico con su pillería, aunque también el campanillero de Por un puñado de dólares, o malos tan latinos, pasionales y sobreactuados como las dos encarnaciones de Volonté en las dos primeras entregas de la trilogía del dólar (personaje que, sin duda alguna, prosiguió Eli Wallach con su Tuco Benedicto Pacífico Juan María Ramírez). Y es que luego llegó Hasta que llegó su hora, muy leoniana, pero más cerebral, menos italiana y sí más norteamericana, casi sin sentido del humor, algo típicamente leoniano, desechado aquí en beneficio de explotar esa vena tan poderosa que proporciona la estructura operística del a cinta.

Y esos niños tan propios del cine italiano los volvió a retomar en Érase una vez en América, su gran canto de cisne y una de las mejores películas que ha deparado el cine desde los años 80, muy en la línea de las fábulas de De Sica allá por los años 40, especialmente de El limpiabotas. Y eso se aprecia muy bien en la historia, dos amigos inseparables, casi podría decirse que, de manera muy hitchcockiana, son las dos caras de una misma persona, tienen un sueño juntos y que, al final, terminará convirtiéndose en pesadilla por culpa del maldito azar y de las malas compañías. Es, en definitiva, la historia de dos amigos unidos por un destino y con un mismo final, la muerte de uno de los dos a manos del otro, ya sea real (De Sica) o figurado (Leone). Pero más allá de eso, cabría destacar un par de secuencias calcadas en planificación, la de la preparación del plan, detonante de todo lo que ocurre posteriormente, y la del los encarcelamientos de Noodles en la cinta leoniana y de Giuseppe y Pasquale en El limpiabotas.

Pongo algunas capturas y un vídeo para que veáis momentos idénticos, primero la escena del plan, donde vemos la llegada del jefecillo con el que hacen el negocio en ambas, en El limpiabotas en barca a una plataforma en el río, y en Érase una vez en América la llegada del capo a una fábrica:












Y ahora la secuencia del encarcelamiento: