miércoles, 28 de abril de 2010

Moon: la identidad (de)construída



TÍTULO ORIGINAL Moon
AÑO 2009
DURACIÓN 97 min.
PAÍS Reino Unido
DIRECTOR Duncan Jones
GUIÓN Duncan Jones, Nathan Parker
MÚSICA Clint Mansell
FOTOGRAFÍA Gary Shaw
REPARTO Sam Rockwell, Kaya Scodelario, Matt Berry, Malcolm Stewart, Benedict Wong, Dominique McElligott, Robin Chalk, Kevin Spacey
PRODUCTORA Sony Pictures Classics / Liberty Films UK

Primera película del realizador británico Duncan Jones tras su cortometraje de 2002 Whistle con guión de Nathan Parker. Ha permitido a su joven realizador ganar el BAFTA al mejor director británico debutante el pasado año y triunfar como mejor película en el festival de Sitges.

Aparentemente, y recalco lo de aparentemente, Moon nos cuenta los últimos días de Sam Bell (Sam Rockwell) en el puesto de trabajo que ha estado ocupando los tres últimos años como supervisor de una plantación minera en la luna. Buen hombre de familia, Sam cuenta las horas que le quedan para volver a estar con los suyos. Pero algo raro comienza a pasar cuando Sam empieza a sentirse más cansado y a tener visiones y, finalmente, esto le provoca un accidente del que despierta sin mayores problemas... o eso parece.

Life on Mars, magnífica serie sci-fi policíaca de la BBC, se atrevió a situar a su protagonista, Sam Tyler, en un tiempo pasado sin ninguna de las comodidades de ser policía en el presente, sin sus técnicas CSI ni sus equipos de investigación. Pero lo importante no era eso, de hecho, los casos policíacos eran bastante predecibles. Lo que realmente interesaba era situar al personaje ante el mundo, observar sus reacciones y marearle, junto al espectador, que asistía perplejo al viaje a la locura del policía de Manchester. Como rezaba el mítico opening de la serie, ¿Es un sueño? ¿Está en coma? ¿O realmene ha viajado en el tiempo? Cito esta obra maestra de la televisión porque en Moon nada es lo que parece, y sigue un juego muy parecido en el confuso entramado. De manera bastante inteligente y para nada tramposa, la historia consigue meter al espectador de lleno en una pesadilla que va tornándose kafkiana conforme vamos despejando capas del entramado. ¿Verdad? ¿Mentira?

Toda la película está basada en ese juego entre realidad y ficción en torno a la identidad de Sam. El minero es una de las creaciones más caleidoscópicas que la gran pantalla ha visto en los últimos años. Presentado como un hombre sobrio, sencillo, trabajador, vamos descubriendo, junto a él, la escalofriante realidad de una vida modelada, esculpida al mínimo detalle. Como aquel que se atrevió a poner un pie fuera de la caverna e intentó avisar al resto de que las sombras eran simples ilusiones. Especialmente destacable es en este sentido la presencia de una ciudad de madera creada por Sam (en plural) a lo largo del tiempo, ya que no es más que el primer espejo al que, como espectadores, nos enfrentamos. A Sam le han colocado en un espacio falso, en una realidad falsa. Como él hace con sus muñecos. Por ello, cuando el nuevo Sam aparece, detruye la maqueta por completo intentando encontrar una salida. Cuando el hombre se encuentra a si mismo, cuando el hombre se ve en el espejo tal y como es, es cuando realmente está capacitado para actuar con coherencia. Esta aparición, el fondo especular, la presencia de uno mismo, provoca un desarrollo especialmente siniestro. Si antes citaba a kafka por esa pesadilla que vive Sam, incapaz de contactar con los burócratas que le retienen, nuevamente hay que hacerlo. Si el nuevo Sam ha aprendido de sus errores, ha visto lo que es el mundo real, al mismo tiempo el Sam original se va destruyendo, recordando a la también reciente Distrito 9, que colocaba al personaje desamparado en manos de una multinacional para la que trabajaba fervientemente. Al igual que el egoísta Wikus de la película de Neill Blomkamp, finalmente el personaje entiende su destino y acepta el sacrificio como algo necesario para darse a si mismo una oportunidad de empezar de cero, eliminar las experiencias de la caverna para tener una oportunidad en la tierra, en el mundo real.

Y es que nos hallamos ante una cuestión latente en la sociedad, el omnipresente control de las multinacionales y la capacidad para controlarnos, para crearnos en serie según modas. Viviendo en un mundo aséptico, desnaturalizado por completo al haber sustraído los colores en un diseño del espacio verdaderamente minimalista, parece poner a nuestro personaje en un no-lugar, un vacío en medio de la nada, donde cada habitación tiene la misma estética y cuya única compañía es un elemento artificial (magníficamente doblado por Kevin Spacey) para, dicho vulgarmente, darle charla. Como imaginó Bradbury en Farenheit 451, en el futuro estaríamos ensimismados, viviendo a través de pantallas y no nos preguntaríamos nada. Y ese robot marca un punto curioso también en la reflexión sobre la identidad del propio Sam. En un lugar inerte, donde todo es creado y no hay nada orgánico, las propias máquinas evolucionan, tienen la capacidad de buscar ser algo para lo que no están diseñadas. Como Roy Batty en Blade Runner, como Wall-E en la película del mismo nombre, las máquinas aspiran a ser, y Gerty, quien estaba creado para servir a la multinacional para la que trabaja Sam, y que le oculta información todo el tiempo, entabla una relación empática con su "jefe" y opta por romper las cadenas, enfrentarse a su creador, y sacrificarse porque él está "para que Sam esté bien". Una decisión que, si bien puede parecer positiva para el personaje (realmente Gerty es lo único que le queda) deja la duda sobre si queda algo humano en Sam o Gerty le ha ayudado por empatía "cibernética", por pura compasión al saber que ya no tiene nada.

Pero Moon es también una forma de entender y crear el cine. Actualmente el 3D reina en las taquillas. Avatar ha llenado salas en medio de una crisis y toda película que se precie taquillera parece necesitar un lavado de cara en postproducción para que a gente pague el doble por verla. Desbordantes efectos especiales, un ritmo siempre vertiginoso y la insana capacidad de atontar al espectador mediante mil estímulos sinérgicos para que no se dé cuenta de que realmente no está presenciando nada más allá de unos muñecos digitales tremendamente bien hechos. Moon apuesta por el personaje ante el drama y por una realización impecable de forma sobria de estilo muy clásico. Sin aditivos, con los efectos especiales justos y necesarios, la tensión en aumento y la sobresaliente interpretación (por partida doble) de Sam Rockwell, Jones sale triunfante a la hora de recuperar el estilo humanista de la ciencia ficción con pocas armas pero excelentemente empleadas. Sin buscar el suspense ni la sorpresa (cuando Sam tiene el accidente, el montaje consta de un simple corte al nuevo Sam, no hay ningún tipo de efecto), Moon apabulla por la capacidad de contactar con el espectador de forma directa y por su sobresaliente última media hora, que compensa ligeros errores del guión.

Por tanto cabe decir que, sin revolucionar la ciencia ficción (tampoco lo pretende, la verdad) sí que rescata ese sabor añejo de las producciones más humanistas del género que se produjeron durante los años 60, 70 u 80 y que utilizaban naves espaciales, cyborgs y otras (ya) entelequias para preguntarse qué es el hombre. Moon es valiente a pesar de su escasa innovación. Y lo es por su honestidad y su romanticismo, ya que se atreve a contar una historia pequeña y bien hilvanada en un género acostumbrado desde los años 90 a aturdir la mente del espectador con un montaje frenético y unos efecto especiales ultrarrealistas que desbordan la capacidad perceptiva de más de uno. Por ello, no cabe más que felicitarse por este gran logro conseguido por Duncan Jones. Esperemos saber más de él como cineasta que como el hijo de David Bowie.

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