miércoles, 21 de abril de 2010

El héroe y la leyenda: Indiana Jones y la útima cruzada



No sé si es una aseveración de un eminente filósofo, de un famoso con grandilocuencia verbal, de un idiota como el que escribe este comentario, o directamente se le ha ocurrido al idiota que escribe este comentario, pero la frase que dice que cada gran persona o cada gran héroe es hijo de su tiempo, no podría tener un mejor uso que para describir a grandes héroes del cine o la literatura. Y es que estos vienen creados por brillantes escritores o plumillas a sueldo que buscan un salario mensual que les saque de apuros con los que sufragar los costes de la vida bohemia. A su vez, dichos escritores tendrán una forma diferente de concebir a su héroe según la época en que lo hayan imaginado, y también el período en que lo ubiquen, ya que nunca un modelo de actitud estará ubicado por igual en cualquier período temporal. Y a su vez, dichos escritores recibirán unas influencias completamente distintas en apariencia para construir sus personajes fetiche, pero casi todos tienen un prototipo que suelen seguir a rajatabla desde que Cervantes se sacase de la chistera su Quijote. Es el padre de la novela (de aventuras) moderna. ¡Qué digo padre! ¡El abuelo de la novela (de aventuras) moderna! Ese cinismo a veces ajeno a la conciencia del protagonista, ese desencanto en la narración de los acontecimientos, ese afeamiento de la figura del héroe romántico de las novelas de caballería, de Rolando o el Cid, fue quizás el mayor cambio de la literatura en los últimos cinco siglos. Casualmente, fue escrito en plena decadencia del Imperio colonial español, aquel en que no se ponía el sol y que ahora menguaba de manera espídica, y que en la literatura dio como resultado la culminación de, quizás, el mejor libro jamás escrito. El Quijote era hijo de su tiempo, como más tarde lo fueron los románticos mosqueteros de Dumas; el cínico y chulesco detective por excelencia, Philip Marlowe, hijo primogénito y mimado de ese cronista del lado oscuro de la vida que era Chandler; el quijotesco y ensoñador perdedor Arturo Bandini ideado por John Fante; o personajes estrictamente cinematográficos como El hombre sin nombre leoniano; el moral e injustamente acusado de fascista Harry Callahan; Han Solo, sobrado capitán intergaláctico; y el galán de los galanes, (anti)héroe por antonomasia del cine moderno y el mayor mito creado en los últimos 25 años, Indiana Jones.




¿Hay mejor ejemplo para hablar de un héroe y su tiempo que el bueno de Indiana? Mezcla sutil de caracteres que el propio Harrison Ford había interpretado, como el ya nombrado Han Solo, carismático algo chuloplayas aunque tierno personaje robaplanos en Star Wars o el post-Arca Perdida Rick Deckard, blade runner capaz de asesinar por la espalda a alguien si con ello se consigue más dinero y realizar el trabajo más rápido. Indy es el perfecto (anti)héroe surgido de la mente de dos cinéfilos de pro y prestidigitadores cinematográficos de primera como Lucas y Spielberg, sobre todo del primero. El también creador de Star Wars es el verdadero artífice de la construcción de este personaje a modo de, aunque suene irónico teniendo en cuenta el resultado, asaltatumbas: pillo un poco del cínico Bogart de El tesoro de Sierra Madre, la honradez y la valentía del Gary Cooper de Tres lanceros bengalíes o Beau Geste, otro poquito de la autosuficiencia increíble y exagerada del Bond de Connery y quizás otro poquito del toque rata de biblioteca de Tintín. Un profesor aburrido (¿Nunca os habéis preguntado qué les pasa a sus alumnos? Deben tener la carrera planificada para 10 años) que únicamente ansía la aventura alejada de su convencional mundo, cambiando exámenes, secretarias y alumnas enamoradizas por tesoros inimaginables, malos de pérfido carácter y damiselas mas o menos en apuros, involucionando desde Marion, borrachina y peleona, más cómoda en pantalones que en vestido, hasta la tercera chica Indy, la ninfómana de dudoso carácter Ilsa Schneider, pasando por la pizpireta y algo cargante Willie. Todo ello combinado resultó una mezcla perfecta que, a modo de Quijote ochentero, subvertía aquellos modelos a los que copiaba y los barnizaba con un nuevo toque irónico y alejado del héroe ideal tipo Robin Hood de Errol Flynn, más acorde con la época de desencanto que se vivía con títulos desmitificadores y descreídos como Robin y Marian o Excálibur. Estos eran más oscuros y violentos que las clásicas visiones de esos mismos personajes que tenían acostumbrado al público más antiguo, conformando un protagonista rupturista al que la hábil pluma de Lawrence Kasdan y sus tramas sobrenaturales y la espectacular y cuidada puesta en escena de Spielberg supieron colocar en el lugar que se merecía en la primera entrega del genial arqueólogo. Y es precisamente a esa primera parte a donde vuelve Indiana Jones y la última cruzada, título que ejemplifica a la perfección el nivel estrella que alcanzó el personaje durante toda la década de los 80 que le han llevado a ser un personaje que cala hondo en padres e hijos que comparten juntos una afición, donde, a diferencia de la primera aventura del doctor Jones, llamada En busca del arca perdida, ahora el propio personaje y no la historia es un motivo en sí para que el espectador corra a verla al cine. Pura evasión donde el subtexto, siempre presente, queda sepultado ante la brillante planificación del Rey Midas y al carisma de un Harrison Ford directo a la leyenda, capitaneados por un George Lucas que explota el filón a marchas forzadas, y nosotros que nos alegramos de que lo haga.



El punto sobre el que gira esta parte es, como ya he dicho, la vuelta a los orígenes de todo, el regreso casi inconsciente al comienzo de la leyenda, tanto de la película, con una estructura calcada a la de la primera parte, como del propio personaje de Indiana Jones, que vivirá un pequeño viaje al pasado de sus recuerdos a lo largo del film con la aparición del doctor Jones Senior, en una maravillosa interpretación de un carismático Sean Connery. Y es que todo comienza de forma bastante alegórica con una de las mejores y más imaginativas secuencias de acción-comedia de la trilogía, lo cual es mucho decir viendo el desparrame de talento de Spielberg en la planificación de cada persecución o pelea. Si bien durante las anteriores películas el trío calavera nos ha deconstruído y desmitificado al héroe clásico de diversas formas (ridiculizándolo y haciéndole daño en las caídas, amén de nunca perder el sombrero, colocando siempre una X en el lugar donde se encuentra el tesoro, además de poner en su boca ingeniosas frases sacadas de las mejores comedias glamourosas hollywodienses de los años 30 y 40 en sus verborréicos duelos con Willie Scott en El templo maldito), aquí nos muestran como ese héroe se construye con un prodigio de asimilación de los autores y un gran trabajo de mimetización de River Phoenix del propio personaje simplemente alucinante en una secuencia de opening que homenajeaba a aquellas aperturas de las cintas de James Bond cuando este personaje aún no había caído en la mediocridad, y presentándolo como en la primera: con un inteligente juego de sombras e identidades que confunden al espectador con el verdadero Indiana. Y es que la autoconsciencia de grandeza suele ser a veces un pecado que hace que las películas caigan en vulgaridades autocomplacientes aprovechando la fama del personaje o de la película. Pero aquí Spielberg y el guionista se las apañan para contarnos los traumas y las debilidades del héroe al tiempo que nos presentan aquello por lo que siempre es recordado: su sombrero Fedora, su cicatriz y su látigo. Y resume también aquello que le caracteriza: su sincera filantropía, su interés por darle a la gente aquello que se merece, y alejarlo de las manos que únicamente pretenden explotar las cosas en beneficio propio, ya sea económico o para conquistar el mundo. Es la característica principal de Jones, la bondad y la honradez por encima de cualquier cosa. Pero, a partir de aquí, comienza ese torrente de sensaciones que es esta tercera entrega de las aventuras del legendario arqueólogo donde será ese tercer hermano templario al que se le entrega el grial para su protección en una soberbia escena en la que Donovan le entrega una simple copa de champán. Eso es economía de medios y madurez narrativa.




El gran acierto de esta cinta es hacerla más comedia que película de acción, rebajando también el tono oscuro que tuvo reproches en El templo maldito. Limitando la importancia del guión a una sucesión de escenas de acción entrelazadas con geniales e inolvidables gags, Spielberg se aleja de la trama sobrenatural en busca del Grial y se centra en el duelo-reencuentro paterno-filial y las carencias afectivas del héroe Jones, un personaje que tuvo que crecer solo y por ello, o quizás gracias a ello, se volvió el ser autosuficiente y cínico que es actualmente. Nunca hay que olvidar que, si bien es cierto que la acción es una parte importantísima en esta modernización del clásico cine serial de aventuras, es el humor desbordante y absurdo en ocasiones aquello que reina imperiosamente durante toda la película, y que se va acrecentando conforme avanza la saga. Si bien en la primera película tenía en el cine de mamporros y caídas sus mejors gags, la segunda volvía a esos duelos interpretativos entre Cary Grant o Spencer Tracy y Katharine Hepburn con diálogos cargados de equívocos y dobles sentidos, y esta tercera ponía en primer plano a una extraña pareja cargada de química que recordaba a la formada por el propio Connery y Michael Caine en El hombre que pudo reinar, quizás la más maravillosa cinta de aventuras clásicas de la historia del cine. En un constante tira y afloja, la sucesión de hilarantes secuencias se adueñan por completo de una trama que resulta ser un mero mcguffin supletorio para permitir el juego dialéctico entre padre e hijo, sustituidos a veces por el también divertidísimo y algo inocentón Marcus, entrañable interpretación de Denholm Elliot. Dicho mcguffin únicamente cobra fuerza al final de la cinta en la que Indiana comienza a ver que el grial no es más que una metáfora de la búsqueda que le servirá para conocer a su padre, idea típicamente spielbergiana, ya que la ausencia paternal es siempre motivo recurrente en la filmografía del maestro.



Y es que las películas de Indiana Jones siempre van más allá. En el cine clásico de aventuras se buscaba un tesoro para hablar de la ambición, y quizás esa crítica a la ambición desmedida la tienen también las aventuras ideadas por Lucas, como ejemplifican los casos de Belloq en la primera parte o de Elsa Schneider en esta tercera, pero lo que destaca es que dichos tesoros siempre tienen virtudes sagradas. De este modo, se otorga a la historia un carácter casi espiritual en determinados momentos, realizando un pequeño análisis acerca de la relación del hombre con dios y su posible existencia, debido a que la trilogía obliga, prácticamente, a la creencia de que hay un ente superior, llámese dios o demiurgo, que rige los destinos del mundo, y que aquí es aprovechado para estrechar (y de qué manera) la figura del padre y con el hijo y el emocionante final con el Grial y la prueba de valor a la que se ve sometido Indiana. Pero no hay que olvidar que, en determinadas películas el mcguffin no deja de ser eso, un mcguffin, una excusa que sirve para articular un gran entretenimiento en torno a ella con personajes muy muy buenos y muy muy malos y cuyo interés inicial queda a expensas de cómo avance la historia y, sobre todo, como lo haga el director para que no resulte aburrida la casi ausencia de un entramado histórico central, y ese es el caso de las películas de Indiana Jones. Son un continuo juego de acción-comedia donde Spielberg da alas a su impresionante talento. En ellas, crea unas espectaculares secuencias de acción a la vez que rueda los mejores gags cómicos de su carrera y permite al espectador viajar a tierras lejanas, enfrentarse a los nazis y vivir en primera persona hechos inverosímiles a los que el talento de un buen cuentacuentos saca todo su potencial, y entregan una absoluta y rotunda obra maestra, una película ejemplar de aquello tan defenestrado que es el cine de entretenimiento de la que deben huir aquellos que amen el arte y ensayo por encima de la más pura concepción del cine: espectáculo.



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