domingo, 17 de julio de 2011

I... como Ícaro: El Estado del Estado


En los años 60 y 70 se hizo el mejor cine político que jamás se ha visto. Pero ojo, que no se me malinterprete, porque con cine político no me refiero a Boinas verdes (The Green Berets, 1968), la segunda y fascistoide película como director del maravilloso John Wayne, ni a ese cine de espías intercambiando maletines en la Plaza Roja de Moscú tras haber matado sutilmente a un enemigo o haberse zumbado a cualquier chavalita de buen ver. Es decir, no pretendo enmarcar dentro del contexto de cine político aquel usado para poner en jaque al rival, demonizarle y sacar una conclusión más o menos triunfante del régimen (generalmente) occidental y, más concretamente, norteamericano. Nada más lejos de la realidad. Mi intención al hablar de cine político es la de referirme a esos numerosos thrillers y dramas que surgieron, aproximadamente, a raíz del mandato y posterior muerte de JFK, cuando el mundo comenzaba a abrir los ojos y a intentar penar por sí mismo, porque si la Guerra de Corea estuvo requetebién para detener a los rojos enemigos del estado de bienestar, lo mismo ahora con Vietnam ya no estaba tan bien la cosa ni la amenaza comunista en un país subdesarrollado era tan importante como se había vendido.

¿Y si pusimos el punto de mira en el lugar equivocado? ¿Y si, antes que a nuestro enemigo, tenemos que empezar a cuestionar a nuestro "protector"? Porque quizás el Estado, el guardián del bienestar público, ya no era ese ente amigable y protector que se encargaba de proveer al ciudadano de a pie de los servicios y la seguridad necesarios para que su vida, tan insignificante como rutinaria, siguiera su curso invariablemente. Porque antes ya hubo películas que se plantearon el (sin ánimo de sonar redundante) poder de los poderes, ya fueran la prensa o la clase política, como El político (All the king's men, 1949), Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, 1939) o El último hurra (The last hurrah, 1958). Pero es a raíz de la aparición de un presidente renovado, tendente al entendimiento con la Unión Soviética, el que dispara las suspicacias y, posteriormente, es asesinado. Ello generó una gran cantidad de controversias y teorías conspiranoicas que, analizando todas las vertientes, datos y opiniones, es la más plausible y probable. Y también fue el pistoletazo de salida para un gran reguero de cine político crítico y poco amigo de la clase dirigente: cineastas como Preminguer con Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962), el conspiranoico Frankenheimer con El mensajero del miedo (The manchurian candidate, 1962) y Siete días de mayo (Seven days in may, 1964), o en los 70 con los Pakula, Pollack o Schaefer pusieron el dedo en la llaga del sistema perfecto del capitalismo.

Pero, como era previsible, también llego el movimiento a Europa. Generalmente se consideran los dos pilares del movimiento europeo a Pontecorvo y Costa Gavras, quienes denunciaron con un estilo seco y directo el colonialismo europeo y americano en el resto de continentes, sin ambages, y le dieron voz a quien hasta ahora no la tenía: Europa también estaba dirigida por los mismos hombres que decidían el destino del mundo. Y a esa clase de películas pertenece la tremendamente actual I... como Ícaro (I... comme Icarus, 1979), del comercial cineasta francés Henri Verneuil. Una de las cabezas visibles del polar francés, habitualmente centrado en el género del thriller policíaco y la acción, decidió acometer la película más madura, contundente y áspera de su filmografía con un thriller político de corte sobrio en el que lo importante es el guión y no la caligrafía, en el que analizaría las teorías que hablan del asesinato de Kennedy ordenado por la CIA, situando la trama en un país ficticio con una bandera parecida a la de Estados Unidos y en donde se habla francés. Y para ello contó con uno de los musos de Costa-Gavras, el siempre excelente Yves montand, quien interpreta a un fiscal que ve demasiadas irregularidades en el informe que determina cómo murió el presidente y decirle no darlo por válido ante las quejas de sus compañeros del comité.

Resulta inevitable acordarse de la barroca y complejísima obra periodística de Oliver Stone JFK (JFK, 1991), puesto que la trama que desgrana es la misma. Pero mientras el realizador norteamericano ponía mucho énfasis en el detallismo minucioso y puntillista con cada aspecto de la investigación llevada a cabo por el personaje de Kevin Costner, con una narración asfixiante y con un (extraordinario, por otra parte) montaje marcadísimo, Verneuil opta por simplificar conceptos y alejarse de cualquier intención verista como haría años después el realizador de Platoon (Platoon, 1986). Verneuil, aun siendo obvio que habla de Kennedy, utiliza las ideas, su arma más poderosa, y para llegar a ellas se sirve del ejemplo del magnicidio más famoso del siglo XX, por lo cual el caso importa realmente poco o nada. Eso sí, no busca tomar por tonto al espectador, y esa simplificación de detalles no va unida a una simplificación de conceptos, puesto que todo es expuesto con claridad gracias a un guión hábil, con sus minúsculas trampas, pero que funciona como un reloj. Es decir, elige el fondo antes que la forma. Y es una forma inteligente, ya que no queda nada en el tintero al final de esas dos brevísimas horas de metraje. Verneuil nunca fue un esteta, muy alejado de la capacidad de jugar con el montaje y con los encuadres, como sí fue Melville, así que optar por dejar hablar a los actores y al guión es la mejor opción posible.

No obstante, al hablar de este mundo consumido por el poder, de esta sociedad distante, fría e impersonal, utiliza con inteligencia los decorados. Oficinas, edificios, lugares públicos... todos ellos son rectilíneos, perfectos, grises. No hay una mácula de vida en estos "no lugares" en los que (sobre)vive el hombre, ajeno a lo que se cuece en las altas esferas, crédulo en su felicidad de ignorar y ser ignorado. Una verdadera jungla de asfalto en la que el ciudadano es una hormiga en manos de un gigante al que no puede ver. Así, por ejemplo, desde el despacho de Montand se divisa un amenazante skyline de pequeñas casitas presidido por un uniforme rascacielos, tenebroso y amenazante, vigilante de lo que sucede en el despacho del fiscal. El mundo que pensó Bradbury en Farenheit 451, el mundo en el que el hombre no se cuestiona su realidad y en el que todo aquel que osa hacerlo recibe un castigo. Ejemplo perfecto de esto es el listado de testigos marcados en rojo en es foto extraída del vídeo de un videoaficionado. El Estado del Estado se ha ido encargando de todo pequeño resquicio de pensamieno libre que haya, y se ha ido deshaciendo uno por uno de los testigos que fueron por su propia voluntad a testificar, de formas más o menos ortodoxas, pero con absoluto éxito. Eso sí con una pequeña salvedad: el único testigo que queda en pie es el que no se atrevió a ir a confesar que había visto algo. La felicidad del cobarde, del mediocre, del que no levanta la cabeza no vaya a ser que me den un golpe. El habitante medio del mundo global, ése al que el Estado premia dejándole seguir con su inane existencia.


Porque ahí está el otro punto sobre el que se cimenta este Estado dentro del Estado que gobierna en la sombra: la mezquindad del hombre. El videoaficionado que comentamos antes busca, a toda costa, sacar beneficio de su grabación, pidiéndole al fiscal que done 2000 dólares a caridad... y 25000 a su bolsillo. Nosotros como masa somos tan culpables de la situación como los gobiernos, y las acciones desinteresadas no existen. Y es el principal punto de separación con el JFK de Stone: si aquél se centraba exclusivamente en el caso, Verneuil decide ampliar el punto de mira y estudiar las consecuencias y los porqués de la situación actual desde una visión humanista. Y esto se ve muy bien en una secuencia tan magnífica como larga. En ella, el fiscal interpretado por Montand acude a un científico que lleva a cabo unos experimentos basado en la Experiencia Milgram, según la cual un hombre debía someter a una descarga eléctrica a un semejante cada vez que este cometiese un error en la prueba, y no podían parar salvo orden del científico al cargo. Evidentemente, a cada error la descarga aumentaba de potencia. La intención es demostrar quién, en caso de necesidad, se opondría a sus superiores si ven que su comportamiento se ha ido de las manos. Y el científico le da a Montand un dato terrorífico: 2 de cada 3 ciudadanos no pararon y le administraron cargas mortales a su compañero de experiencia. La única razón para detener este comportamiento sádico es la orden de la autoridad, esa autoridad que piensa por nosotros y que no quiere ponernos en la tesitura de pensar. La misma autoridad que permite que haya dictadores, holocaustos y crímenes de guerra. El que no se preocupa de que los servicios secretos, llámesen CIA, MI5 o Gestapo, hagan y deshagan a su antojo con el terrorismo de Estado. Porque son los que mandan y hacen lo correcto. porque no se pueden equivocar. Porque quieren lo mejor para nosotros. Y en ese caso, las conclusiones fluyen con total naturalidad sin resultar forzadas (a pesar de cierto didactismo), y como parece decirnos Verneuil en su escalofriante epílogo: ¿Realmente marca la diferencia saber la verdad?

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