viernes, 24 de septiembre de 2010

[REC]: Terror hiperreal



De pequeño solía ir con mi familia cada fin de semana a una casa de campo de la que son dueños mis abuelos. La clásica casa de campo vieja, con cierto aspecto tétrico y realmente inquietante si tienes una edad propensa a soñar con monstruos bajo la cama y fantasmas de esos que hacen ruidos que te hielan la sangre mientras te tapas con las sábanas hasta la cabeza, independientemente de la época del año. Entre los juegos inocentes que tenía con mis primos estaba el subir a la segunda planta, donde no dormía nadie y cuyos dormitorios se usaban como almacén para ropa vieja y utensilios varios, y que, vista desde fuera, asustaba, pues, de vez en cuando aparecía alguna luz encendida o las ventanas estaban abiertas sin que, aparentemente, nadie lo hubiera hecho. Íbamos tres o cuatro niños de no más de ocho o nueve años subiendo las escaleras que se bifurcaban en dos partes que conducían a sendas puertas. Ese breve momento en las escaleras era la idea básica del pánico, mirando hacia arriba y viendo que las puertas parecían abrirse para, una vez dentro, no volver a salir. Es decir, cinematográficamente, la subida de escaleras del detective Arbogast en Psicosis, lenta y cargada de tensión. Una vez allí, intentábamos pasar el mayor tiempo posible mientras nuestro corazón iba a mil por hora y la casa parecía gemir, más producto de nuestra sugestión que del posible interés del mobiliario en asustarnos. En medio de la oscuridad, sin saber si eso con lo que te topabas era una cama, o el brazo de algún monstruo que anduviese por allí, sin saber si el ruido que escuchábamos era el de una cañería o algún fantasma que se movía lentamente hacia nosotros, la tensión y el miedo que experimentábamos iba increscendo conforme nos adentrábamos en la oscuridad, hasta que de repente uno salía corriendo y los demás le seguíamos gritando despavoridos entre las viejas estancias hasta que veíamos un rayo de luz a través de la puerta entreabierta y volvíamos seguros al salón familiar. Lo que se sentía en esos momentos era el puro terror, el horror, el asfixiante miedo en su más pura concepción, ese que te atenaza y que no puedes sacudirte de encima, ese miedo que casi exclusivamente pueden experimentar los niños, aquellos con capacidad para soñar tanto para lo bueno como para lo malo. En el cine, esa sensación sólo la había tenido mientras una pelota que bajaba de la inhabitada segunda planta golpeaba la escalera como si fuera un martillo y un acongojado e incrédulo George C. Scott se acercaba a comprobarla en Al final de la escalera. Ni obras maestras del género como El Resplandor o La semilla del diablo me hicieron experimentar la sensación del miedo, un miedo que te domina y te deja inmóvil. Con [REC] volví a aquella segunda planta, a aquella oscuridad impenetrable, volví a tener nueve años y a pensar que debajo de mi cama podría haber algo que me agarrase el pie en mitad de la noche y me arrastrase con él.

La cinta no pretende ser ninguna tesis, por mucho que esté vestida de documental televisivo de esos que podríamos encontrarnos en rancios programas para ancianos como España Directo, no pretende ser una ácida crítica a la televisión y su tirón por el morbo y lo malsano, a pesar del célebre No pares de grabar con el que Ángela le dice al cámara, como si persiguieran al Jesulín de turno para preguntarle por las anginas de su tía abuela, que cualquier cosa puede ser interesante para luego emitirlo a pesar de que todo iba en torno al anodino trabajo nocturno de dos bomberos. Una película que busca, casi en exclusiva, el puro entretenimiento del espectador, basado en hacérselo pasar mal en algo menos de hora y media, en ochenta frenéticos y terribles minutos en los que cada acción parece estar improvisada por la capacidad de dos directores que demuestran un dominio del lenguaje cinematográfico superlativo, llevando el terror a unas cotas a las que hasta ahora casi no se había acercado, siendo real como la vida misma, y pudiendo ser el germen de un género híbrido entre el terror más asfixiante y el neorrealismo más puro, un género donde cada gota de sudor y de sangre fueran hiperreales, donde cada jadeo hubiera sido provocado por un terror tangible, y donde el suspense se encontrara en aquello que no se puede controlar, aquello inexplicable, saliéndose de la tangente de habitaciones oscuras, golpes de efecto creados por el sonido o manos que se apoyan en los hombros de los asustados protagonistas en medio de la oscuridad. La experimentación en un género dedicado a repetirse en los mismos clichés y que cada cinco o seis años cambia dichos tópicos provenientes de alguna cinematografía periférica a la norteamericana (asiática en los últimos años), para volver a caer en un bucle, es algo que no se ve nunca. Plaza y Balagueró han hecho de la libertad y lo imprevisible su gran arma, colocando a sus personajes, tan reales como el miedo, en un entorno aparentemente controlado pero el más inseguro a la vez, puesto que todos tememos aquello desconocido, y esto suele ser siempre aquello que más cerca tenemos y que, por tanto, menos esperamos que cambie. Un guión sencillo, con trampas que no incordian para colocar a los personajes en situaciones insalvables, y con personajes perfilados de forma brillante y coherente, y con algunos toques sorprendentes de humor, que ayudan a que todo se haga más llevadero, y el ejercicio de dirección más virtuoso y sorprendente del año 2007 junto al de Zack Snyder en 300, consiguen llevar la película a un grado superior del género del terror, convirtiéndola en un rara avis que mezcla como pocas la violencia, el suspense y la acción, y que conducen al espectador a un final de infarto, dando muestras del control de la propia película de sus competentes directores, y donde, casi plagiando a Fresnadillo en su brillante 28 semanas después, y a Demme en El silencio de los corderos, hacen de la visión nocturna el mejor modo de crear la sensación de desconcierto y miedo con sólo intuir las formas, jugando con esa idea del miedo provocado por lo desconocido y lo que no podemos más que sentir. Balagueró y Plaza firman la mejor película de sus respectivas filmografías y del género en bastantes años, y demostrando al resto de mediocres y llorones cineastas españoles que para que una película sea buena no hace falta un gran presupuesto, si no buenas ideas y trabajar conforme a lo que se tiene. De pequeño jugaba de forma voluntaria para pasar miedo. Ahora pago en un cine para que me asusten… sí, la diferencia es que ahora lo consiguen con alguien que no tiene nueve años.

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