martes, 28 de septiembre de 2010

El viento que agita la cebada: La hipérbole de un hecho




Siempre que me dispongo a ver una película del buen (insertar risotada) Ken Loach, me imagino a mí mismo en una clase y entrando el profesor, muy rojillo y simpaticote él, nos empieza a dar una clase de historia y su estrategia se trata de convencernos a todos de que tomemos parte en los hechos empíricos, en que juzguemos a unos personajes sin tener en cuenta el momento histórico en que ocurrieron esos actos, sin juzgar la educación recibida por dichas personas, o sin entender las cuestiones sociales y el estilo de vida de la época. Te machaca la cabeza, te señala con el dedo y hace que te cuestiones si realmente eres buena persona si no apoyas sus mismas causas, sean justas o no (no entraré a valorar esa cuestión, ya que hablamos de historia, hechos pasados), y poco menos que te faltará al respeto si no cumples con lo que él desea. Lo curioso es que el cineasta británico no es ni más ni menos que el mayor maniqueo del cine actual, camuflando de manera descarada sus ideas pretendidamente revolucionarias y buscando la objetividad y el verismo desde la subjetividad más extrema, y es por ello que El viento que agita la cebada termina convirtiéndose en un panfleto algo ridículo por lo plano de su entramado y por la escasa intención de humanizar a las dos partes de un conflicto armado, amén de por la frialdad con la que Loach narra unos hechos que, partiendo de una base bastante dramática, como es el conflicto político de un país y las luchas entre amigos o hermanos, como aquí sucede, y que contentará a todos aquellos incapaces de ver más allá de sus narices y de entender la complejidad de un acontecimiento que se remonta a casi 800 años en el pasado, y que el impúdico director convierte aquí en un tratado de partidismo insultante que finaliza alejándose de la cuestión nacionalista de Irlanda (cosa absolutamente legítima y con la que estoy de acuerdo hasta el último punto) para centrarse en el topicazo de su rancio cine social, donde los malvados opresores son ricos terratenientes que apoyan a los ingleses y los buenazos de la película, aquellos que no tienen ninguna ventaja en la vida y que luchan por una causa justa, son los pobres irlandeses de clase baja quienes superarán todos los problemas para llevar a cabo su revolución y triunfar sobre el mal, y que no es ni más ni menos que la versión proletaria del Michael Collins hollywoodiense que hace unos años realizó el siempre interesante Neil Jordan, y que aquí cuenta con una puesta en escena sobria y algo inerte, y que, si bien es cierto que tiene alguna que otra gran secuencia, el director casi se borra y termina siendo una película sin fuerza alguna.

Dentro de ese pretendido historicismo que busca Loach dentro de la historia, comete dos errores bien grandes en su narración y en la estructura de la cinta: si quiere ser histórica y verista debería dar una visión más general de algunos hechos, ya que pasa por alto bastantes elementos importantes del conflicto, como la presencia de Michael Collins o De Valera, su firma del tratado o su virulenta lucha una vez que se escinde Irlanda en dos mitades; y la excesiva distancia que impregna en el relato, imposibilitando que se establezcan vínculos entre los dos personajes protagonistas, los hermanos O'Donovan, y el espectador, el cual se debatirá en su fuero interno a cuál de los dos debe apoyar según sus propias ideas políticas y no porque realmente le importe qué le pase a uno o a otro, ya que, a según que altura de la película, eso importa lo mismo que el color de los ojos de Ana Botella. El guión, de su colaborador habitual Paul Laverty, está plagado de incoherencias entre los protagonistas, contradicciones, especialmente en el caso Damian O'Donovan, un muy buen Cillian Murphy, personaje capaz de ejecutar a sangre fría a un compatriota pero luego acusar de asesinos e injustos a los protratado por hacer exactamente lo mismo (quizás Loach no se de cuenta, pero es una representación de su cine, bastante mentiroso y manipulador). Hay alguna escena que no aporta nada, aquella en la que Damian le cuenta a Sinead su encuentro con la madre del joven ajusticiado, y que habría conseguido un mayor resultado siendo narrada visualmente y no con las palabras del protagonista, pero imagino que a Loach no le gustaría cargar de semejante responsabilidad a su culto y refinado héroe, personaje del que realmente nunca llegamos a entender su completa evolución, ya que en apenas un par de escenas vemos cómo pasa de ser un zopenco neutral y bastante cobarde, por llamarlo de algún modo, a ser el extremo del patriotismo más idealizado, dejando a Collins, el padre de la patria irlandesa, a la altura del betún. Y es que esa es otra cuestión. Resulta, cuanto menos, estridente el hecho de que los revolucionarios verdaderos, aquellos que llevan razón, estén guiados por un personaje con estudios, ya que, en cierto modo, ningún paleto será capaz de darse cuenta de las injusticias que cometen los ingleses para con los irlandés, y no se corrompan como el malvado Teddy, mezcla entre Judas y Caín, con el que se ceba Loach para demostrar su férrea doctrina y demostrar cuánto se equivocaba con su hermano pequeño, el intelectual de la familia (aunque, irónicamente, el chaval puede estudiar a pesar de que su familia no tiene un centavo).

El recurso, bastante gastado, aunque no por ello menos eficaz, de colocar como protagonistas a dos hermanos, es bastante previsible, y su semejanza con la guerra civil irlandesa y la visión cainita de Paddy O'Donovan es muy pobre. Podría llegar a tener entereza si sus ideas y su mensaje no fueran tan diáfanos y no demonizase a británicos e irlandeses protratado hasta la extenuación, pero a la hora de dividir la historia en dos partes, la jugada le sale mal y, de hecho, de manera maliciosa, se podría llegar a apoyar a los proingleses ante la cursilería y el heroísmo de libro del personaje de Murphy, y su falsa visión de los campesinos, capaces de soltar una parrafada política en medio de una reunión de los rebeldes irlandeses donde encontramos a pros y anti tratado, y donde los segundos hablan con justificación y argumentaciones coherentes mientras que los primeros apenas pueden justificarse con balbuceos y dudas, pruebas irrefutables para el director de sus poco acertadas ideas, y que, además, es de las escenas más increíbles (por inverosimilitud) y aburridas de toda la cinta. Destrozando por completo el marco histórico, como ya dije arriba, el retrato que realiza de los ingleses, además de ser superficial, algo que sólo se tragarán los más inocentones, es el de unas máquinas de matar deshumanizadas, que lo único que hacen en Irlanda es disfrutar matando nativos y abusando de ellos sin parar, ni más ni menos que el que se realizaba en los años 40 en Hollywood sobre los nazis, y, de hecho, esta cinta tiene mucho en común con la, por otra parte, portentosa Los verdugos también mueren, del (sí) maestro Fritz Lang. Cierto que en el clásico del director austriaco había didactismo, y un claro buenos y malos, con ese intelectualismo propio de Brecht que la hacía algo fría y difícil de asimilar por el espectador que tanto le gusta a Loach, pero carente de la fuerza de la otra, y, sobre todo, del debate moral que se le presentaba a Brian Donlevy, entre realizar lo correcto o claudicar contra los nazis, mientras que aquí la creación de Cillian Murphy es un héroe en el sentido más homérico de la palabra, decidido y sin debilidades para luchar contra los colosos malvados que atacan a su gente. Y es que, en El viento que agita la cebada no hay lugar para el debate, el inglés destruye cualquier intentona de reflexión por parte del espectador y le hace tragar con su mensaje, resultando realmente peligroso el hecho de que justifique, de manera bastante explícita, el uso de la violencia, llegando a simpatizar con el IRA, algo parecido a lo que hizo el pasteloso Médem en su pretendidamente incendiaria La pelota vasca. Había más ideas, a priori, más interesantes, como la deshumanización que provoca la guerra en las personas, o la imposibilidad de mezclar leyes y conflicto bélico, pero eso ya no interesa en el punto en que termina convertida la película, una parodia para niños pequeños que no busquen comerse la cabeza y para gente de extrema izquierda que vea aquí el clásico canto mitificado hasta el ridículo de una lucha basada en unos ideales bastante correctos pero donde el fin nunca debe justificar los medios y que vean respaldado su ideario político, y señal inequívoca de que en los festivales está pasando algo raro y se busca todo aquello que sea político para remover conciencias... de la mía, desde luego, que se olviden, será que soy un malvado mataboers

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