sábado, 6 de junio de 2009

Cine seriado: State of play; todos los hombres del editor




Hace unos años, esa obra maestra del cine moderno que es Buenas noches y buena suerte, rodada en pulcro blanco y negro, nos narraba las vicisitudes de un tótem de la libertad de expresión, los riesgos que corrió por la verdad y la presión política que tuvo para que cerrarse la boca. Era, en definitiva, una oda al periodismo de calidad, al de investigación, el de aferrarse a una idea que se cree justa, aunque no por ello dejaba de ser crítica con ciertos aspectos informativos, o normas de la cadena o grupo empresarial tras el periodista. Clooney evidenció un profundo respeto hacia la profesión, pero eso no le impidió lanzar alguna puyita que dolió a más de uno, siendo coherente y retratando un mundo que no es feliz, y que hace del claroscuro su forma de ser y existir. El periodismo como tal es el tema central de State of play, magnífica miniserie de la BBC que cuenta una intrincada trama de corrupción política y personal en la se radiografía la tarea del reportero, del redactor, del editor, y, por qué no decirlo, la mentira como forma de relacionarnos. Como lo fue la citada película sobre el duelo entre Morrow y McCarthy, la miniserie de Yates busca ofrecernos el retrato más fiel posible del idealismo periodístico, la deuda recíproca entre estos hombres y la sociedad, pero no es un idealismo dulzón, feliz, si no que tiene dos caras. No hay triunfadores, sólo profesionales que saben perfectamente a lo que se acogen. El trabajo tiene riesgos, y aquí se exponen de forma cruda y evidente. Como los policíacos, el periodista puede descender a los infiernos en pos de publicar la verdad, pues junto a su buena intención van añadidas una gran cantidad de responsabilidades y problemas morales inapelables. La imposibilidad de conjugar vide personal y profesional, el peso de las decisiones. Es el poso final de la miniserie, el verdadero valor de la verdad, el precio de desenmascarar la mentira, las dudas que suponen hacer lo correcto, y parece decirnos que no hay victoria sin bajas ni triunfo sin derrota.

Yates asume, de manera indiscutible, un referente claro: el thriller político y periodístico de los años 70, ese que tan de moda se ha puesto ahora. Los Lumet, Pakula o Frankenheimer, tan irregulares como brillantes, son grandes referentes del género actualmente, e incluso la televisión lo de muestra. El uso de la imagen granulada en determinados momentos, los teleobjetivos abundantes en algunas escenas, el perfecto desmenuzamiento de la historia en el guión, State of play es en sí misma un sincero homenaje al thriller político, mezclada con algunas de las taras televisivas que nunca se lograron quitar algunos realizadores de dicho medio, como el excesivo uso de primeros planos. ¿Por qué supone eso un problema (muy menor, dicho sea de paso) para un producto televisivo? Porque es lo más cercano a cine que se ha realizado en la pequeña pantalla. Antes del boom de las series actual, antes de la llegada del maná televisivo, Paul Abbot tomó los ingredientes del séptimo arte y construyó un férreo castillo de naipes para la televisión al que casi no se le notan las costuras para crear un producto adulto y bien realizado en el que pesase más la historia que cualquier otro elemento, sabiendo que no había prisa alguna, puesto que se contaban con seis capítulos para ello, lo que permite que casi ninguna subtrama quede descolgada y se cierre todo de una forma excepcional, por no decir perfecta. Es el gran acierto, ya que en ningún momento hay sensación de aceleramiento por terminar, todo transcurre con el tempo necesario, sin caer en histerismos narrativos baratos y trucos que hagan saltar todo el engranaje. La información fluye de forma natural como un riachuelo, sin llegar nunca a convertirse en catarata, por lo que es imposible anticiparse como espectador a lo que se nos va a contar en los minutos siguientes. Todo ello permite llegar a un episodio final con la información justa y necesaria para afrontar el clímax final con todo lo justo y necesario, preparados para asistir a un broche de oro. Por contra podemos decir que hay en algunos momentos cierto toque de sabelotodismo naif por parte del guión, y algún momento en el que cae la tensión, fruto quizás de la mano del director que por verdadera culpa del libreto, aunque Yates raya a un nivel brillante con su puesta en escena casi documental, amén de contar con unas actuaciones brillantes por parte de un reparto en estado de gracia. Sí se le puede achacar alguna secuencia poco conseguida (un momento en el que necesitamos saber la reacción del congresista Collins ante la confesión del testigo es resuelta durante toda la secuencia con un montaje acelerado de primeros planos del confesor, siendo ignorado hasta el final el momento del derrumbe de Collins) y algunos personajes desaprovechados, como el policía interpretado por Philip Glenister o los malvados políticos.

Densa y arriesgada. Son quizás las dos palabras que mejor definen esta obra magna de la televisión. Es densa porque es compleja hasta el extremo, porque cada hecho se ha pensado y escrito a conciencia, y porque no resulta complicado perderse entre el maremágnum de nombres, datos y hechos. Desde que todo arranca con dos muertes aparentemente inconexas (un pandillero negro adolescente y una joven blanca de unos treinta años) la trama comienza a agrandarse a modo de bola de nieve hasta terminar siendo casi inabarcable. Pasito a pasito, presentando personajes y situaciones, hasta que llegamos a un clímax en el que necesitamos tomar aire, hemos visto una historia de un profundo trasfondo pesimista donde la victoria supone la derrota, y donde algunos personajes lamentables no pueden ser tocados, todo ello unido con un único pegamento: la mentira como forma de llegar a la verdad. Abbot parece diseccionar las relaciones entre las personas a raíz de la falsedad. La premisa básica parece ser Nada es lo que parece. Todos los personajes tienen algo que ocultar: desde el editor que quiere que su hijo no escriba con su apellido al político joven y entusiasta que, ante la muerte de su joven amante, debe asumir la realidad ante su mujer y la sociedad; pasando también por el testigo que va agrandando más y más su información ante el miedo que le produce el acoso de su empresa, aunque realmente sea un conductor a sueldo de los periodistas, que nuevamente utilizan la mentira para conseguir su fin. Y es arriesgada por plantearnos una estructura tan sesuda y milimétrica, que manipula (para bien) al espectador, llevándole de un extremo al otro en un baile de datos impresionante, y que finalmente termina en un ejercicio funambulista con un giro de guión peligroso del que sale más que airosa, y que lleva la serie de lo notable a lo excelente. Todo ello viene por colocar como protagonista a un personaje impotente que realmente va viendo la historia sin poder hacer nada hasta dicho giro de guión final. El congresista Collins es el gran antihéroe por encima incluso de Cal McCafrey, el periodista estrella brillantemente interpretado por John Simm. El joven político brillante y triunfador enfrentado al buscador de la verdad. State of play es, a modo de resumen, el duelo entre dos amigos (política y periodismo) que casi siempre juegan papeles antagónicos y cuya relación, absolutamente necesaria, está basada nuevamente en la mentira.

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