martes, 4 de mayo de 2010

La trampa de la muerte: El escritor, la vidente, su mujer y el amante



TÍTULO ORIGINAL Deathtrap
AÑO 1982
DURACIÓN 116 min.
PAÍS Estados Unidos
DIRECTOR Sidney Lumet
GUIÓN Jay Presson Allen (Novela: Ira Levin)
MÚSICA Johnny Mandel
FOTOGRAFÍA Andrzej Bartkowiak
REPARTO Michael Caine, Christopher Reeve, Dyan Cannon, Irene Worth, Joe Silver, Henry Jones
PRODUCTORA Warner Bros. Pictures

En La trampa de la muerte, Lumet adapta a Ira Levin, quien ya fue llevado al cine con bastante éxito por Roman Polanski con la muy interesante La semilla del diablo, o por Franklin J. Schaffner en Los niños del Brasil. Fue una obra de teatro representada mundialmente con un éxito anrumador que mezclaba inteligentemente la comedia y el teatro policíaco. En el texto que nos incumbe se nos cuenta la historia de Sidney, un reputado autor teatral en horas bajas al que las críticas de su última obra lo han colocado en el disparadero. Su mujer, Myra, intenta consolarle, hasta que Sidney tiene la idea de robarle una gran obra a un antiguo alumno suyo, Clifford y luego asesinarle para venderla él. Pero los problemas empiezan con la aparición de una vidente.

Un cineasta entre dos orillas

Sidney Lumet dirigió La trampa de la muerte en el que probablemente sea el cénit de su carrera, después de haber dirigido un buen puñado de obras maestras, que incluían cintas como Doce hombres sin piedad, El Prestamista o la notabilísima (y generalmente desconocida) La colina, y un par de películas claves para entender el cine (y la sociedad) de los 70, Network, un mundo implacable y Tarde de perros. Surgido en una generación intermedia entre el gran Hollywood clásico de los Hawks, Ford, Wilder o Hitchcock y los chicos de Corman encabezados por Scorsese, Coppola, Spielberg y Lucas que renovaron la narrativa cinematográfica desde la cinefilia, Lumet siempre navegó entre dos aguas, la de un cine intimista y pequeño, casi cine de cámara; y otro más de género, especialmente el policíaco, donde encontró en Sean Connery a su habitual compañero de fatigas. Y eso sin contar su horrible versión afroamericana de El mago de Oz con Michael Jackson. Pero ambos estilos, que podrían parecer el día y la noche, vistos siempre desde un prisma político y social comprometido y necesario. Como hacían sus compañeros generacionales surgidos de la televisión, Frankenheimer o Peckinpah, mostrar las miseries del ser humano a través de películas codificadas de manera bastante explícita en sus respectivos géneros como El mensajero del miedo o La cruz de hierro respectivamente. Su cine, algo decadente desde los años 90, donde realizó películas de infausto recuero coronadas con el innecesario y pobrísimo remake de la brillante Gloria, de John Cassavetes, se ha visto revitalizado en los últimos años con los estrenos de la irregular aunque interesante Find me guilty, en la que satirizaba el proceso judicial contra un capo mafioso, y la abrumadora Antes que el diablo sepa que has muerto, donde mostraba el lado oscuro de una familia aparentemente feliz, que, como en todo su cine, estaba repleto de personajes de doble cara. Podemos afirmar, por tanto, que Lumet es el cineasta de la mentira, de la destrucción de las convenciones sociales. Parece haber nacido para enseñarnos el desagradable rostro de la verdad, como hacía ese profeta iracundo llamado Howard Beal (un brillante Peter Finch) al que tachaban de loco en Network, un mundo implacable, película que en su día fue calificada de apocalíptica (Lumet nunca ha sido un integrado) pero que, a dia de hoy, parece incluso haberse quedado corta viendo el nivel de bajeza moral que impera en televisión.

Es inevitable compararla con La huella, adaptación del magnífico libreto de Anthony Schaffer. El clásico de Mankiewicz es casi un referente moral cuando se habla de películas de crímenes de impronta teatral, cargados de giros y muy referencial, una estrategica partida metaliteraria donde, conociendo muy bien las reglas del género (en aquel caso la novela policíaca, aquí el mismo género pero en su vertiente escénica). Además de contar, todo sea dicho, con la magnética presencia del siempre soberbio Michael Caine, quien interpreta aquí a Sidney, el dramaturgo en horas bajas. Podemos afirmar que es un film de dos caras analizándolo desde su base teatral en relación a la vasta obra del director de Antes que el diablo sepas que has muerto. La trampa de la muerte supone un retorno al cine de claro corte escénico que el relizador llevó a cabo al inicio de su carrera, pero también un punto de inflexión (no sabemos si para bien o para mal visto el posterior nivel de sus trabajos) ya que es un estilo que difícilmente volverá a recuperar en filmes tardíos, eligiendo un tono con una puesta en escena más trabajada donde el trabajo de los actores va siempre en función de la cámara, y no al revés, como se verá en la siguiente película del autor, Veredicto final, nos encontramos en un terreno más cinematográfico. Podemos afirmar que con la traslación de la obra de Levin realizó un pequeño descanso en un cine habitualmente intenso, un paréntesis para divertirse sin mayores consecuencias.

La mentira como forma de comunicación

La trampa de la muerte tiene dos mitades bien diferenciadas, dos actos, por utilizar el lenguaje profesional, de acabado realmente distinto, pero con una palabra en común: ambición. En la primera parte nos encontramos con una intriga muy bien trabajada, con unos giros de guiones que, por esperados, no dejan de sorprender. Nuevamente tenemos la clásica historia de falsa realidad, de confusión y destrucción de identidades. Como buen dramaturgo que es (quien sabe si, como pedía John Ford a sus guionistas, el personaje tiene una biografía anterior, y en ella fue actor), Sidney ha montado una historia, una ficción absolutísima para su vida. Y Lumet es especialista en tratar la mentira. Durante todo su cine, el maestro ha analizado a grandes mentirosos, hipócritas de todo tipo, desde policías a políticos pasando por simples ciudadanos de a pie. Y Sidney Bruhl es uno más, uno de los peores. Presentado como un ambicioso sediento de éxito, Lumet va deslizando píldoras que desgranan la verdadera personalidad del dramaturgo, rematado por ese larguísimo travelling mientras él llama para quedar con Clifford en el que su mujer, Myra, parece intuir que hay algo raro en esa llamada. Sidney miente por deformación profesional, Sidney ficcionaliza su realidad, parece un personaje que necesita la mentira como el oxígeno. Miente a Clifford, al que lleva al cadalso prometiéndole corregir su obra, miente a su mujer, miente a su abogado y, por supuesto, miente a la vidente. Incluso ensaya esa mentira con Clifford para dotarla de verosimilitud, la verosimilitud que, según Aristóteles, convierte lo falso en creíble, sabedor de la importancia de la exactitud de ese entramado gracias a su trabajo como escritor policíaco, como hacía Laurence Olivier creando las mentiras para Milo Tindle en La huella (en la buena, no en la de Brannagh).

Y la segunda mitad, más imprecisa, más inexacta, más forzada dramáticamente, afianza el gusto de Lumet por las historias de perdedores. Si en Tarde de perros veíamos a una pareja de ladrones que iban a robar un banco y donde cada cosa que podría salir mal salía mal, esa situación se vuelve a repetir en La trampa de la muerte. Una vez que conocemos la verdadera cara de Sidney, su relación con Clifford y el plan que habían tramado para conseguir la herencia de Myra, empezamos a ver a dos grandes mentirosos frente a frente. Clifford escribe una obra de teatro basada en la primera parte de la cinta, pero le dice a Sidney que está haciendo algo de carácter social, pues busca el prestigio crítico, pero lo esconde bajo llave en un cajón y no deja que el personaje de Caine la lea. En este punto nos damos cuenta de que lo único real que sabemos de Sidney más allá de su máscara es que de verdad está en barbecho creativo (Hay que destacar el travelling hacia el rostro de Sidney impotente ante la máquina de escribir mientras las teclas de la máquina de su amante, exultante de creatividad, resuenan como truenos). Por ello, sabiendo que Clifford oculta algo, ha de mentirle: le obliga a dejar la mesa que ambos comparten en su escritura haciéndole ir a diferentes estancias para, al final, decirle "no te he visto". Sabedores ambos de lo que es capaz el otro, se van desnudando y comprobamos cómo son realmente los personajes, y para este arranque de velada sinceridad, ha sido necesario introducir un poco de verdad, esa obra que escribe Clifford en la que se narraría el asesinato de Myra y que podría destaparlo todo. Lumet, con su habitual maestría, comienza a crear un ambiente de tensión insoportable, ayudado (de forma bastante irónica, todo sea dicho) por la codificación del clima como elemento dramático, con esa tormenta constante durante la última media hora de película. Pero el buen trabajo de Lumet no consigue evitar la sensación de forzado que producen muchos momentos ahora. Los continuos giros de guión, la dilatación de la resolución del conflicto, la entrada en juego de la vidente. La intención de burlar y atacar a los elementos claves del género hacen que, irónicamente, caiga en esas mismas reglas a las que pretende parodiar, haciendo que el tour de force del realizador de Fail-Safe sea vacuo y el final de la película algo pesado, a pesar de ese brillante juego de sombras con el que se encadena el momento final.

Porque si hay algo que destacar de esta cinta es el intenso trabajo de Lumet, quien pone toda la carne en el asador en un trabajo que no es todo lo visible que muchos necesitan para valorar una dirección como sobresaliente. Es evidente que su puesta en escena bebe del teatro, y hay fragmentos de la película que son puro plano secuencia interpretativo, donde la cámara se limita a seguir a los actores por el escenario mientras sueltan sus líneas. Pero es que realmente es la funcionalidad lo que motiva a actuar a Lumet. Su estilo, adquirido durante sus años en la televisión realizando obras de teatro y telefilmes estaba marcado por la sencillez y la importancia del actor como elemento simbólico, el centro del drama. Acusado de academicista y simple en muchas ocasiones, Lumet no necesita recargar la acción de primeros planos de forma pueril, si no que se reserva esos detalles para los momentos en que realmente es necesario, como la sensacional escena donde Sidney le hace creer a Myra que va a matar a Clifford y se ve el miedo en el rostro de ella, enfrentado con varios primeros planos del rostro enfatizado de Caine. A destacar también en este aspecto el uso morfológico de la casa, la ubicación del lugar del crimen y el desarrollo de la acción. Probablemente, esto ya esté remarcado en la obra teatral de Levin, que no he tenido el placer de leer ni ver representada, pero no por ello hay que desdeñar la función del realizador cinematográfico, quien muestra una casa perfecta para el crimen con su chimenea para quemar documentos (otro punto clave de esa mirada irónica al género). El propio edificio en sí parece obligar a sus personajes a contar mentiras, a tratar de estar siempre un paso por delante del otro. También hay que nombrar como uno de los referentes morales lo tenemos en La soga, de Alfred Hitchcock. En la casa de aquellos dos asesinos homosexuales interpretados por Farley Granger y John Dall (uy, qué casualidad, como en La trampa de la muerte) había un centro neuralgico al que se dirigían todas las miradas: el baúl. Pues aquí se adopta una estrategia parecida, todas nuestras miradas se dirigen desde los títulos de crédito hacia esa habitación llena de armas utilizadas en la ficción que aparentemente Sidney utiliza como despacho y lugar para la inspiración. La importancia de este sitio se nos indica en dos momentos claves: la "muerte" de Clifford, como buena mentirijilla literaria, sucede aquí, en el lugar donde Sidney trama sus historias y donde, quién sabe, lo mismo planificó esta; y en la visita de la vidente al matrimonio, donde ella anticipa que va a ocurrir una tragedia con esas armas sacadas de las obras del escritor. Por ello, durante toda la obra, especialmente en el último tramo, cuando los personajes hablan de asesinato, de muerte y demás cosas truculentas, parece haber una fuerza superior que los guía hacia ese rincón de la casa. Y para muestra, un botón: mientras Sidney y Clifford ensayan la resolución de la ficcional obra que ambos escriben, el segundo estrangula al primero de forma bastante real, justo en ese punto.

Para concluir brevemente, hay que decir que, dentro de su irregularidad, La trampa de la muerte es una pequeña joya altamente disfrutable, una inteligente comedia de enredos a la que se le perdona el intento de estirar hasta el límite la parodia del género policíaco. Unas interpretaciones de altura, con un Christopher Reeve que aguanta bien el tipo ante todo un Michael Caine, y un soberbio trabajo tras la cámara de un dinosaurio del cine en una de sus películas más nostálgicas y ligeras. Una película a la que no se le puede dar un segundo, porque probablemente perderemos más de un detalle.

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