martes, 5 de abril de 2011

The Way Back: El eterno retorno


Resulta bastante complicado encontrarle un lugar en la cartelera actual a una película como The Way Back. Como ese oasis que los protagonistas encuentran en mitad de la nada, "un milagro" en boca de uno de ellos, la nueva película de Peter Weir es uno de esos trabajos a los que, fácilmente, se les coloca el cartelito de rara avis por encontrarse en el lugar erróneo en la etapa equivocada. Y es que, en los tiempos actuales, lo entendido como cine de aventuras está en las antípodas de lo que siempre se ha contado, especialmente en el cine de los estudios norteamericano. Uno de los géneros supremos, ya fuese en sus vertientes de espadas, de aventuras coloniales, de piratas o tirando más al bildungsroman, la temática aventurera siempre se utilizaba para contar algo. Huston hacía El tesoro de Sierra Madre para hablarnos sobre la ambición desmedida; William Wellman nos contaba en Beau Geste el destino de tres hermanos que deciden permanecer juntos por el honor familiar y Victor Fleming adaptaba a Kipling en Capitanes intrépidos para hablarnos de un niño que lo tenía todo menos un padre.

Es decir, como el gran género que es, junto al western o el noire, su estética, sus clichés, sus reglas, han estado siempre al servicio de un fondo, de un subtexto presente en la historia, ya fuese sobre piratas o sobre dos aventureros que se dirigen al lugar más recóndito de la tierra para ser reyes de Kafiristán. Y ahí es donde radica la anacronía de este magnífico producto con sabor añejo. Por aventura entendemos hoy ver a un pirata amanerado, gracioso en un principio pero cargante al final, hacer todo tipo de niñerías; o la variante de ver a actores florero como Penélope Cruz, Matthew Maconagiu (o cómo coño se escriba) o Kate Hudson recorrer el mundo sin más motivo que sacarles en un par de escenas mojados por el mar o quitándose la camiseta, acompañados de un par de explosiones y tiroteos, para que el público sienta que le ha cundido pagar por la entrada. Pero Weir, como el sabio y veterano cineasta que es, vuelve a arriesgar y a hacer un producto alejado de complacencias, de un ritmo farragoso y una historia nada amable.

Y es que, como ya hizo hace 7 años con su última obra maestra, Master & Commander, el cineasta australiano elige abordar una historia clásica desde un punto de vista convencional, si por convencional entendemos una narración sobria, donde la historia se relata con honestidad, y se insufla grandeza vía anamórfico. Weir no trata en ningún momento de innovar ni de sentar las nuevas bases de una rama del cine bastante sobada y usada. Al contrario, reafirmándose como uno de los últimos clásicos vivos, parece querer dinamitar la concepción moderna de este tipo de cine volviendo al estilo que murió allá por los 80, cuando David Lean realizó su ultimo trabajo. Alejándolo del videoclip palomitero y los montajes vertiginosos, e introduciendo vida en unos personajes que, aun pudiendo considerarse arquetípicos por su construcción casi simbólica y su temática algo anticomunista, se elevan por encima de los muñecos sin vida que estamos acostumbrados a ver en los últimos tiempos. Porque, y volviendo a usar al director de Breve encuentro como referente, Weir se zambulle de lleno en la psique de sus personajes, abordando, de forma sutil, diferentes puntos de vista sobre una época del mundo ya extinta, y utilizando el montaje para dilatar el tiempo y provocar el tedio a la vez en espectadores y personajes.

Porque, como el genio Fincher en Zodiac, que utilizaba la ausencia de destino en la segunda parte de su magistral fresco sobre los 70 para llevar deambulando a los personajes de un lado a otro durante hora y cuarto de metraje en el que la cosa no avanzaba, el realizador de Gallipoli parece querer seguir sus pasos. Decisión que puede causar revuelo, y más teniendo en cuenta que en una película de aventuras debe primar, casi siempre, el ritmo de la narración. Pero, como él mismo dice en una entrevista, para llevar a cabo una película como The Way back hay que tener mucha experiencia, y donde cualquier novato contratado por los estudios hubiera tropezado, Weir triunfa haciendo clara su propuesta: los espectadores han de sentirse tan desolados y faltos de rumbo como los protagonistas que recorren medio mundo buscando la libertad. Porque sí, estos tienen un destino, todos y cada uno de ellos pretenden huir de ese gulag y volver a casa (si es que, parias todos ellos, aún la conservan), pero el camino consiste en andar y andar y andar sin más descanso que las paradas obligatorias para buscar comida, en la mayor parte de los casos inexistentes. Elige la épica de la antiépica, mostrando lo que cualquier otra película eliminaría por la elipsis, recordando a la notabilísima y hoy olvidada película de Andre de Toth Play Dirty, en el que narraba cada pequeño paso de unos mercenarios por los desiertos del norte de África en la Segunda Guerra Mundial, jugando con el tiempo y el espacio como elementos primordiales en el retraro de las protagonistas, todo ello de forma ascética y minuciosa. Por tanto, la total ausencia de espectacularidad elimina cualquier atisbo de acción, y resolviendo las escenas más "comerciales" (entiéndase por comercial una escena de "acción") a la manera en que Lean resolvía la batalla de Akaba con una panorámica hacia el cañón inútil: una tormenta de arena es resuelta con apenas tres planos.

Para ello, el autor no teme, con la clara inspiración de David Lean, en pasar de ampulosos y bellos planos generales mostrando los paisajes naturales más bellos que se han visto en el cine en años, a angostos y violentos primeros planos donde se muestran las marcas del camino en forma de heridas y costras. Suaves panorámicas y travellings sirven para describirnos las localizaciones, ubicándonos en la monstruosidad del espacio y jugando con los escenarios narrativamente con un lenguaje portentoso. Como Lawrence de Arabia, como Doctor Zhivago, como El puente sobre el río Kwai. El paisaje, el lugar en el que transcurre la acción, es un personaje más, y así lo muestra el director. Por contra, y haciendo una especie de división dentro de la cinta, en el gulag el estilo de la realización se vuelve casi más psicológico, cerrando el ambiente de forma opresiva y jugando constantemente con primeros planos, y describiendo a todos y cada uno de sus personajes con un par de pinceladas, siempre visuales: el bondadoso Janusz, el pragmático "Mister", el criminal Valka asesinando por un chaleco, el gracioso Zoran. Así nos muestra, perfectamente, lo que les dice el alguacil al llegar a todos los prisioneros: el que quiera huir encontrará la muerte, pero la cárcel no son los barrotes, ni los alambres de espinos, nisiquiera los guardias. Es la naturaleza, los diminutos barracones donde se encuentran hacinados decenas de presos, la mina de estrechos pasillos... el gulag de Siberia es peor que la muerte. A destacar, por tanto, una maravillosa fotografía de Russell Boyd, ajeno a las modas actuales del azul y el naranja, y optando por colores ocres y crudos para ilustrar el eterno retorno de los protagonistas.

El otro gran aspecto, además de la granciosidad de la puesta en escena, es el estudio psicológico llevado a cabo a través de los personajes. Y aquí es donde la radicalidad de la aventura vuelve a mostrarse a tumba abierta. Cada uno de ellos representan a una nación diferente, y cada uno de ellos tiene una ideología y un ideario diferente. Pero ojo, no nos enfrentamos a la clásica película donde se recogen todos los tópicos de la población (el religioso fanático, el negro gracioso, el rico sin corazón, la puta bondadosa...) porque a Weir no le interesan los blancos y los negros, no quiere mostrar la visión básica. En su idea de mostrar toda la gama de grises posibles, cada personaje tiene dos caras: Janusz fue traicionado injustamente por su mujer, pero su bondad le hace querer volver a casa y perdonarla; "Mister", interpretado por un sobresaliente Ed Harris, es un americano que jamás se perdona la muerte de su hijo, de la que se culpa por haberlo traido a Rusia; Irena quiere ocultar su origen humilde y finge ser una aristócrata para que sus compañeros de viaje crean que es de fiar, presuponiendo que los nobles son buenos y honrados; y luego está Valka, la contradicción en sí misma, un ladrón y asesino que no duda en llevar Stalin y Lenin tatuados en el pecho y decir que son grandes hombres. La incultura es el caldo de cultivo de las dictaduras, y Peter Weir da un brochazo sobre esta cuestión con el personaje del criminal, incapaz de abandonar la URSS porque no sabe estar en libertad, ama la represión. Es el único de los protagonistas que ya está en casa, porque el resto sigue su odisea a través del infierno convertido en desierto, una especie de purgatorio donde han de pagar injustamente sus pecados.

Y, por continuar con la reflexión política de la película, hay que hablar sobre cierto toque anticomunista del cineasta. Pero que no se me malinterprete. Weir no busca realizar un panfleto ultraderechista ni nada por el estilo. Su película es un canto a la libertad y, como tal, sería estúpido caer en tal maniqueísmo. Como en El Show de Truman, el realizador australiano muestra a un personaje a mercer de un mundo que no entiende, y que ni mucho menos puede controlar, presa de un demiurgo que mueve los hilos. Seres desubicados en un sitio que parece rechazarlos. Porque, cuando llegan a Mongolia confiando en que están a salvo, se dan cuenta de que el comunismo soviético ha llegado también a Asia mientras ellos estaban en una cárcel en el culo del mundo. Son personas casi de otra época, perdidas en un maremágnum. Y el comunismo que muestra Weir es un partido corrupto, sucio, desconfiado, violento, que hizo y deshizo en varios países a su antojo, ya fuese Letonia, Polonia o Yugoslavia. Como muestra de ello, la escalofriante escena en que Voss e Irene entran en un monasterio budista e éste, al ver los cráneos agujereados por las balas de los monjes, le cuenta su oscuro secreto fruto de la entrada de los soviéticos en su país. Es decir, Weir ataca directamente al comunismo no por sus ideas políticas, sino por sus atrocidades y brutalidades cometidas durante décadas, tanto matar como encarcelar a alguien por algo tan inofensivo como sacar una foto de la Plaza Roja.