lunes, 14 de junio de 2010

Kagemusha: el traje nuevo de emperador



TÍTULO ORIGINAL Kagemusha
AÑO 1980
DURACIÓN 159 min. Trailers/Vídeos
PAÍS Japón
DIRECTOR Akira Kurosawa
GUIÓN Akira Kurosawa & Masato Ide
MÚSICA Shinichiro Ikebe
FOTOGRAFÍA Takao Saito & Masaharu Ueda
REPARTO Tatsuya Nakadai, Tsutomu Yamazaki, Kenichi Hagiwara, Daisuke Ryu, Masayuki Yui, Toshihiko Shimizu

Es realmente deprimente tener que hablar acerca de la dificultad que tuvieron los grandes genios de la historia del cine para realizar nuevos trabajos a edades avanzados, lo que para muchos supuso la muerte en vida. Es algo que comentaba Billy Wilder en su entrevista con Cameron Crowe, y decía que no se confiaba en unas manos experimentadas, si no que se prefería dejar un proyecto de muchos millones en manos de directores noveles que beneficiasen a la taquilla, y muchos lo sufrieron. Gente como Ford, Hawks, Hitchcock o el propio Wilder acabaron sus vidas mendigando una última película que siempre les negaron, y especialmente sangrante fue el caso del maestro austriaco, quien vivió 20 años sin que tuviera la oportunidad de ponerse tras las cámaras y demostrar que, a la hora de la verdad, los peces gordos son los que manejan el tema de la mejor forma, y no sólo eso, si no que vio como auténticos mediocres remakeaban una de sus cintas, Sabrina, sin el menor pudor. Ante esto no es de extrañar la profunda depresión en la que se sumió Akira Kurosawa, quizás, uno de los cinco o seis directores más monstruosos y talentosos y cuya importancia en la historia del cine es como la del científico que describe una nueva cura, al ver que, apenas unos años después de ganar el Oscar con la sombría Dersu Uzala, no conseguía encontrar quien le pagase una nueva película. Por suerte (o por desgracia, vete tú a saber), Lucas y Coppola aparecieron y le financiaron Kagemusha, la cinta que, definitivamente, provoca una escisión en su filmografía y lleva su ferviente occidentalismo hasta un punto que nunca antes había alcanzado, tratando de convertir una idea tan japonesa en algo al alcance del mundo entero, lo que provoca que, a pesar de ser una obra de gran calado estético, cuya belleza plástica es innegable, sea irregular y no se la pueda colocar a la altura de sus grandes cintas, pero, sin embargo, sí pueda ser vista como un adelanto de su última gran obra maestra, el impresionante fresco shakespiriano que era Ran, donde lograba hilvanar mejor que aquí estética e historia para no hacerla descompensaba, como es el caso de La sombra del guerrero, algo deslucida por la densidad de la puesta en escena de Kurosawa y bastante incomprensible en bastantes partes, amén de las concesiones al gran público occidental, especialmente en los temas musicales, alejados de sus obras en la Toho.



Y es que ese espíritu del primer Kurosawa es difícil de ver aquí. Nos encontramos ante un realizador más pesimista, con un mensaje, en ocasiones, de un excesivo malditismo, y que se regodea en la crueldad de la vida, borrando la imagen capriana que dejaba en la monumental genialidad Ikiru, canto a la vida con el gran Takashi Shimura. Aquí esa luz al final del túnel ya no existe, la vuelta atrás no se contempla como una opción y el destino nos marca desde la misma cuna, bien visto el ejemplo del nieto de Shingen, y la épica esta ligada a un sendero tenebroso, puesto que ya no hay aventura, las batallas son una muestra de fuerza mental e icónica, como la representada por el espíritu del líder Takeda y su imagen encarnada en el semblante de su doble Kagemusha. Kurosawa, como en el célebre caso de Spielberg, Lucas y El templo maldito, parece querer transmitir toda la maldad que el mundo le ha dado a él, toda la hipocresía, y convierte esta elegíaca tragedia en una película que va muriendo poco a poco, aunque no en un sentido peyorativo, si no que, como en Hasta que llegó su hora, vemos un absoluto réquiem, el resumen de toda aquella espiritualidad que siempre ha habitado el cine del maestro japonés, desde Rashomon hasta Barbarroja, hasta llegar a un epílogo sombrío, lleno de rabia, con una profundidad digna de alabar, puesto que, a pesar de que sus personajes no tienen profundidad psicológica alguna, si no que son un mero recuento de virtudes o defectos que casi no evolucionan a lo largo del metraje, todo ello a la máxima potencia, abriendo un abanico intimista y psicologista en la línea de David Lean que ya se intuía con Dersu Uzala, aunque, no obstante, esta sí tenía el regusto del viejo realizador de Yojimbo, Sanjuro o Los siete samuráis, maravillosos alegatos en favor del cine comercial y de evasión. Por contra, esta línea narrativa provoca el hastío en algún que otro momento, siendo su densidad su mayor desventaja, ya que Kurosawa con el paso del tiempo fue perdiendo ese estilo cargado de vitalidad y esa claridad narrativa para detener su cine y convertirlo en algo pausado, incluso farragoso, lo que puede hacer que, al potenciar las virtudes intimistas, ahogue la narración y haga que el espectador no sólo se pierda dentro de la historia, si no pierda el interés en la película, como con la secuencia de batalla en la que el poder del líder del clan Takeda es puesta a prueba en el asalto al castillo y se gana la pelea por su sola presencia, planificada de manera que nunca sabemos a ciencia cierta qué ocurre, y que termine destacando el aspecto visual por encima de la historia (como el espectacular uso de la secuencia onírica en que Kagemusha, copia, temía represalias del original, Shingen, una vez que este fue detenido robando) cuando el director se había caracterizado por la transparencia narrativa de su cine, llevándole a ser comparado con el más grande entre los grandes, John Ford, permitiendo al espectador vislumbrar el desencanto con que el gigante del cine japonés contemplaba ahora la vida.



Aquí, a pesar de estar basado en un hecho real ocurrido en las eternas guerras civiles entre los clanes japoneses que siempre ha retratado el cine nipón, y que guarda muchísima semejanza con la célebre victoria de las tropas del Cid en Valencia con el cadáver de este a lomos del caballo, el director de El perro rabioso reúne toda la fuerza de la literatura shakespiriana y construye un drama en donde, al igual que el genio inglés, ataca la megalomanía, representada en Katsuyori, hijo del señor, quien busca usurpar, a modo de Ricardo III, el trono, impidiéndoselo a su propio hijo, verdadero heredero designado por Shingen. Dentro de este personaje, magistralmente descrito por la pluma del guión y mejor aún retratado por la pericia del director en apenas un par de secuencias, nos encontramos con todo aquello que siempre ha provocado las mayores caídas: la ambición. Siguiendo esa regla, que casi siempre se cumple, de que todo aquello que sube tiene que bajar, Kurosawa ejemplifica un perfecto retrato de la irracionalidad, en contraposición con las ideas que había transmitido el sabio Shingen. Es especialmente aclaratoria la escena en la que el hijo habla con su consejero y este le cuenta que su difunto padre le impide usar su emblema de la montaña, y en la mágica y terrorífica secuencia de la batalla final todo queda explicado por qué. La inmadurez es algo difícil de curar, y aquí está el ejemplo de ello. A raíz de ello, nos encontramos con otro de los puntos fuertes de la cinta, la reflexión y el análisis acerca del poder y todo lo que ello conlleva, la devastación que provoca y la inutilidad, en ocasiones, de todo ello, y los peligros que conlleva la incapacidad de un gobernante. Siguiendo esos designios de Maquiavelo que hablaban acerca del buen líder, Shingen se presenta como un astuto y poderoso señor de la guerra, quizás cruel pero inteligente y sabio, y bien aconsejado. Es importante el grupo que rodea a la cabeza visible, ya que los consejeros pueden mover más que un verdadero rey (y eso lo sabemos los españoles mejor que nadie, que la que nos liaron los validos en el Barroco fue tremenda), y es lo que ignora el irreflexivo Katsuyori, que actúa encolerizado por el orgullo y la prepotencia de tener al mayor ejército a su favor, sin contar con que el lema de los cuatro elementos es lo que había hecho grande a su padre, pudiendo interpretarse como un alegato democrático del realizador, si bien es cierto que Kurosawa pocas o ninguna vez hablaba acerca de hechos que no fueran concernientes a la condición y forma del ser humano. Por contra, el desarrollo de Kagemusha es algo débil, y se desaprovecha muchísimo el retrato que se podía hacer de su búsqueda de la identidad y la pérdida de su vida para vivir una mentira, ya que la historia se centra más en las esferas de poder y la codicia que en el verdadero protagonista de ella, el cual termina consumido con su propia leyenda en la batalla final, una vez que, muerto el alma, el recipiente importa más bien poco, y se va a la deriva en el neblinoso y fantasmagórico lago Suwa, cumpliéndose así el dictado del destino, que únicamente fue pospuesto cuando el leal y bondadoso Nobukado, cicerone de un enmascarado que nunca se sintió a gusto con su nuevo traje, le salvó de ser crucificado por robar.