lunes, 29 de marzo de 2010

La hipótesis del cuadro robado

No soy especial fan del cine de Jean Luc Godard más allá de un par de películas y algunos detalles sueltos del resto de su larga carrera, pero en su aspecto como crítico y teórico cinematográfico no puedo profesar otra cosa que el más absoluto respeto, y considero sus opiniones "por encima de la media". Una de las frases que más curiosidad han despertad oen mí desde que tengo uso de conciencia cinematográfica (por llamarla de algún modo) es ésa de "la fotografía es verdad, y el cine son 24 verdades por segundo", porque irónicamente el cine se ha creado para mostrar mundos imposibles, historias ficticias. Pero entrando en su juego, y aceptando que dicha frase es un axioma innegable, puesto que quieras que no, lo que ves es lo que ves, y en definitiva en éso consiste el cine, me pregunto: ¿Qué pasaría si lo que se nos cuenta es mentira? La hipótesis del cuadro robado, cinta del cineasta franco-chileno Raoul Ruiz, parece querer discutirle a Jean Luc Godard esa afirmación y dinamitarla por completo estableciendo un complejísimo juego de espejos casi calidoscópicos basándose en una premisa absolutamente irreal. De hecho, iré más allá, directamente una premisa inexistente.

¿Por qué inexistente? Puestos a teorizar sobre una teoría, la película no deja de ser una simple hipótesis, algo sujeto al mero pensamiento, a la categoría de posibilidad, a la idea de subjetividad. ¿Tendrá razón el coleccionista de arte? ¿Realmente puede ser posible dicha idea de la división de una obra de arte en otras tantas? ¿O directamente Ruiz pretende ponerse filosófico de forma banal, jugar con el espectador partiendo de la nada y soltarnos un rollazo que, al menos es justo reconocérselo, únicamente nos quita una hora de nuestra vida? A mí, como "expectador" virgen, desconocedor de la obra del cineasta, y sin saber realmente a qué me exponía, me ha costado incluso discernir el momento en el que arrancaba la cinta. No el momento justo en el que comienza el metraje, el comienzo físico de la película, si no donde todo arranca, en qué momento justo todo echa a andar. Al comienzo se nos muestra a un narrador intradiegético y a otro extradiegético que parecen entablar de vez en cuando un diálogo, como si el primero le explicase al segundo sus pesquisas (de forma curiosa, cuando él primero da una cabezadita, el segundo habla más bajo). Pero no logro averiguar qué les hace ponerse a debatir, quién es quién y qué es qué dentro del complejo relato que propone Ruiz. Es compleja antes incluso de comenzar a ser, puesto que podemos afirmar que la cinta no empieza, si no que hemos pillado infraganti al coleccionista divagando.

Inevitablemente, me he acordado horrores de Fraude, sobresaliente película del (este sí) maestro Orson Welles. En ella, tan juguetón y burlesco como siempre, el genio de Wisconsin quería quedarse con el espectador, llevarle a un sitio y luego dejarle con cara de tonto, mediante trucos y mentiras que el espectador tomaba como real a pesar de que el propio director insistía en su no verdad. Ruiz lo hace, no de forma brillante, pero sí sutil. Planteándonos esa historia inexistente de ese pintor inexistente, al cual no sabemos si tachar de inexistente genio o inexistente mal pintor, pasamos de un cuadro a otro siguiendo una teoría que termina en la cabeza del acongojado espectador, que tiene que hilvanar trozos de un puzzle a marchas forzadas, así como el pintor ubicó un cuadro suyo dentro de otro cuadro (o no) uniendo cabos. Porque la narración (si es que podemos hablar de ella en esta película) parece romperse en dos diégesis diferentes, así como parece haber dos (o más) cuadros diferentes dentro de uno solo, de ahí la importancia de los espejos y los dos mundos que parecen contener, sin vínculo aparente. Una puesta en abismo caótica que parece romper todos los esquemas cuando al final vemos al coleccionista y a un ¿policía? caminar entre todos los personajes del relato/cuadro.

Porque, ¿Qué estructura tenemos? ¿Avanzamos por cuadro? ¿Por historia? ¿Hay una verdadera puesta en serie más allá de la edición como técnica? El laberinto intrincado en el que nos encontramos se va haciendo más y más confuso por momentos, y las preguntas y (medias) respuestas que se hacen coleccionista y narrador se dirigen realmene al espectador, que es quien le importa al autor. No hay intención alguna de contar algo, no parece que Ruiz tenga el deseo de buscar debajo de las piedras una respuesta o esperar que del cielo salga una voz que resuelva los enigmas o que convierta en respuesta científica las elucubraciones planteadas. Es más, siendo una cinta totalmente experimental y de un corte bastante arriesgado, en la que la trama avanza básicamente por su montaje y su fotografía (recordando por momentos a las arriesgadas propuestas de los primeros trabajos de Delvaux), la película se apoya en la más absoluta nada. Y fruto de esta radicalidad en su propuesta, que la convierten en una especie de mosaico y manifiesto de defensa del arte vanguardista, termina erigiéndose en un vasto juego metaliterario y metacinematográfico que cuestiona una premisa básica puramente hermenéutica, apuntando directamente al espectador y sus convenciones: ¿Realmente podemos (o debemos) interpretar el arte?

jueves, 4 de marzo de 2010

Ana y los lobos

Nunca me ha gustado Carlos Saura, con la excepción de La Caza, intensa como pocas. Considero su cine poco más que ejercicios solipsistas continuos donde abusa de la simbología más barata anulando cualquier atisbo de narratividad cinematográfica. Ana y los lobos no es diferente, una película muy pretenciosa que pretende ir más allá, ser bigger than life, pero que se queda a medio camino por lo evidente de su propuesta, que no es otra que analizar la España decadente del ya de por si decadente franquismo. Personajes prototípicos en exceso con tal de que nos quedemos con un sector de la población española, un surrealismo excesivamente forzado y un desaprovechamiento absoluto de un tema tan interesante como es el de las máscaras y las identidades construidas de cara a la sociedad. El hermano al que vestían de niña, un fracasado wannabe realmente patético que se disfraza como algo que no es; el otro hermano, con un matrimonio que no quiere (¿Quién sabe si se casó de penalti?) y el interpretado por Fernán Gómez como el clásico que quiere hacer ver que es diferente y luchar contra sus raíces cuando no deja de ser otro perdedor insatisfecho con su vida. Creo que se le podía haber sacado más jugo de haber tenido una idea menos pretenciosa y sí más, por llamarla de algún modo, convencional. Saura debería ver algo del cine de Cronenberg y aprender lo que es mostrar las dos caras de una persona. Tampoco me he creído en ningún momento esa ruptura que provoca en sus vidas el personaje de Ana, no me he tragado nunca ese soplo de aire fresco que es, ni el que todos confíen tanto en ella, ni la fascinación que provoca. No hay motivos para ello más allá de querer simbolizar el pseudoaperturismo del franquismo en sus últimos años y el choque que hubo ante la entrada de la "modernidad". Yo soy muy clásico y me gusta que los personajes estén bien perfilados, y que después de A vaya B, y todo responda a un orden. Me ponen malo esta clase de películas donde, con la excusa de la postmodernidad o qué se yo, se abusa injustificadamente de acciones irracionales o de un guión sin pies ni cabeza más allá del que tenga en mente su creador. Eso sí, la película me ha transmitido constantemente la sensación de asco que siente la protagonista, es quizás el único aspecto que puedo decir que me ha convencido.

Por lo demás, una puesta en escena corrientita, salvada por la fotografía (como casi siempre en su cine) y por el montaje, y unas buenas interpretaciones, aunque esto último, teniendo a Geraldine Chaplin y a Fernán Gómez es lo mínimo exigible. A destacar: pedazo de travelling hacia el rostro de Fernando Fernán Gómez cuando ve por primera vez a Ana. Brutal lección de cine setentero. Eso sí, como es Saura, ya es cine de autor.