jueves, 17 de diciembre de 2009

Cine seriado: Caperucita rojo sangre




Decir que la televisión le saca varias cabezas hoy en día al cine sería comentar una obviedad y, a pesar de que me encantan las obviedades, no la cometeré. Hoy he terminado de enfrentarme a esa hercúlea y épica saga que es Red Riding. Y no es que sea especialmente larga, ni que cuente una historia medieval ni nada por el estilo. Son sólo tres capítulos de hora y media de duración cada uno, pero cada minuto esta cargado de una densidad para cuyo comparativo utilizaré una canción de Jethro Tull: Thick as a brick. Y es que Red Riding juega la baza del film noire más puro, ese de "te llevo por aquí... ¡Pero no!" que se sabe grande. Pero empecemos por el principio. ¿Qué es Red Riding? Adaptación de las novelas de David Peace por parte del Channel4 (ojo, no es de la BBC, si no del canal que emite la grandiosa The IT Crowd y que ya decepcionó mucho el año pasado con Dead Set) que conforman la tetralogía Red Riding, es decir, que se han conmido una de las cuatro que la conforman, 1977. Dirigida por tres diferentes realizadorez: 1974, por Julian Jarrold; 1980, por James Marsh (cuyo documental Man on wire ganó el Oscar el año pasado); y 1983, por Anand Tucker. Es deudora del gran cine americano e inglés del género policíaco y negro por su trama, pero totalmente alejado de este por su tratamiento a nivel visual y su tratamiento literario. No estamos ante el brillante (y vibrante) Dennis Lehane, si no más bien ante el Fincher más oscuro y tenebroso, ese que era grande antes de ponerse a dirigir epopeyas románticas. Y es que si hubiera que utilizar una película para compararla con esta ambiciosa producción no habría solución posible, por lo que habría que mezclar dos: Zodiac, el Fincher más denso, obsesivo y estudioso de la psicología de los personajes, y Seven, el Fincher más críptico, truculento y pesimista que sacudió al cine en los 90. Buenos referentes, pero, ¿Cumple con las expectativas?




Para empezar, hay que decir que Red Riding cumple con lo que se propone: el espectador tiene que ver las tres partes enganchado cual colegiala a Física o Química. Es imposible no estar atento a la pantalla durante esa hora y media simplemente magnética que dura cada episodio. El hipnotismo con el que los directores ilustran la historia (especialmente Marsh en la segunda parte) hace que todo se nos muestre ante nosotros de una forma puramente psicológica, casi freudiana. Red Riding se clava en tu subconsciente por la inteligente utilización de la fotografía y del sonido, es una película llevada de forma meticulosa en su vertiente más técnica. Nunca antes se había mostrado una Inglaterra más deprimente (ni si quiera en The Black Adder), nunca antes Yorkshire se había mostrado como un lugar tan poco humano, tan enfermizo, donde vivir es morir cada día un poco. Como dijo Paul Schrader, el cine negro es una cuestión de estilo, casi una forma de vida, y desde la producción se le ha dejado claro a los tres directores. En los sitios que visitamos, ya sean ciudades como Manchester o pueblecitos comandados por un cacique chuloputas, nos topamos con días más negros que grises, donde el sol está más solicitado que un trabajo, y donde las oportunidades de prosperar pasan por ser policía, y no honrado precisamente. Los tres directores ahondan en la personalidad de sus tres sucesivos protagonistas (el gran descubrimiento Andrew Garfield, Paddy Considine, y David Morrisey) creando ambientes opresivos y deprimentes, espacios pequeños donde los protagonistas están casi encuadrados y esto les hace permanecer inmóviles. Y aquí nos encontramos con una de las virtudes de esta notable trilogía: su reparto. Es inglesa, hay dinero detrás y los niños no tienen papeles preponderantes, ergo tenía que tener actuaciones impecables, pero todas ellas con un punto en común: hieratismo casi enfermizo. Todos los actores están a un nivel sobresaliente, sin necesidad de diarrea gestual para expresar emociones. Ver a los actores moverse es todo un gustazo: desde el orondo Mark Addy bebiendo mientras escucha música en su cochambroso apartamento a un joven Andrew Garfield fumando en un pub cargado de un humo tan denso como un buen tazón de chocolate. Y todo ello sin olvidar un auténtico regalo para actores y espectadores, un cojunto de personajes secundarios muy bien definidos aunque apenas aparezcan en la obra, especialmente Bob Craven o John Daws. Estamos pues, ante un absoluto ejercicio de estilo a todos los niveles.



Pero Red Riding no es perfecta, si no hablaríamos de algo así como la obra cumbre del noire en televisión, y aunque estamos ante una serie arriesgada y valiente, hace aguas por diversos problemas, todos relacionados por la pretensión de ser grande como las confusas obras maestras que escribieron los genios del género literario, especialmente Hammett. David Peace y el guionista de la serie buscan rizar el rizo con saltos especialmente complejos y que impiden al espectador imbuirse por completo de la poderosa historia que está contemplando. Y es que, como dije antes, resulta complicado apartar la mirada ante la exuberante puesta en escena que estamos viendo, pero ello no significa que se esté entendiendo lo que pasa. De forma inteligente, la serie va planteando en cada uno de sus episodios un crimen, un aparente mcguffin. Conocemos personajes, intuimos o adivinamos sus intenciones, y nos adentramos en tramas y subtramas que, a su vez, se van ramificando en más, y cada nuevo personaje que aparece trae algo de información que abre una nueva vía. En el primer episodio pasamos de un asesinato a una historia de amor a tres bandas (no diría trío romántico porque en Yorkshire no hay sitio para ello) entre el antiheroico protagonista, la madre de una niña asesinada y el presunto asesino, además de intuir que algo pasa con el joven con ese joven chapero llamado JB. Pero eso aumenta en el segundo. Protagonizado por Paddy Considine y ubicado en 1980, parece que vamos a ver algo relacionado con este pseudo Jack el destripador norteño para, posteriormente, terminar dando un giro completamente diferente y dejando al espectador con una sensción extrañísima, puesto que, sin habernos enterado de lo que sucede, el corazón nos va a velocidad de vértigo por el brutal giro de guión que se produce en el, literalmente, último minuto del episodio. Y cuando el tercero empieza, uno honestamente no sabe por dónde saldrá la historia. Aparentemente todas las conexiones son con 1974, la historia del periodista Eddie Dunford, la trama vuelve a estar estructurada en torno al asesino de niñas, y sin embargo arranca con la mayor parte de los personajes de 1980, especialmente el desagradable Bob Craven (Sean Harris, visto en la primera temporada de Ashes to ashes), y, aunque realmente todo parece estar hilado y cerrado, nos viene a la mente algunas preguntas inevitables: ¿Por qué el personaje de BJ, aparente secundario en todos lo episodios, tiene al final una importancia extrema y no sabemos nada de él? ¿Por qué no sabemos NADA del asesino? ¿Por qué tiene tan poco peso en la trama principal, aunque se insinúe a lo largo de los casi 300 minutos de televisión? y, más importante aún, ¿Por qué es imposible tomarte en serio algo donde salga Pepón Nieto?



No obstante, a pesar de sus fallos perdonables, Red Riding es toda una experiencia, para lo bueno y para lo malo. Siento no poder adjuntar el tráiler poderoso, pero tiene desactivada la inserción.



viernes, 4 de diciembre de 2009

Celda 211: la grandeza del género



Cuando uno termina de ver Celda 211 y aparece Dirigido por Daniel Monzón, lo primero que pasa por su cabeza no es la calidad de la película, ni la monstruosa creación de Luis Tosar, ni si quiera esa agradable sensación de haber invertido de una manera excelente 5 euros y 2 horas de tu vida. La primera cosa que surca nuestra mente es qué falta en España para hacer más cine como este, de género, arriesgado, valiente, capaz de enfrentarse a cualquier película extranjera y ganar. ¿Falta de talento? ¿Guionistas incapaces? ¿Productores que prefieren no arriesgarse y seguir viviendo de las subvenciones del gobierno para cubrir presupuesto en lugar de crear un producto atractivo para el público? Servidor, por desgracia, no tiene la respuesta, aunque se inclina por esto último. Pero me centro en la película y me olvido de caraduras. Podríamos considerar Celda 211 como la catarsis de esta nueva ola de directores salidos del audiovisual, herederos de la tradición de Amenábar, de realizar un cine de género capaz de trasladar la concepción norteamericana del espectáculo a un estilo más patrio (falta de dinero, vamos). Con más (La noche de los girasoles) o menos suerte (Bosque de sombras, El rey de la montaña, 3 días, Alatriste), en los últimos años se ha intentado hacer algo diferente, y ha sido alguien que ya intentó acercarnos al cine mainstream patrio hace años con la irregular aunque curiosa El corazón del guerrero, y que luego con La caja Kovak intentó acercarse a una mixtura del cine hitchcockiano y del fatídico demiurgo que controla el destino del protagonista languiano (de Lang), aunque sin demasiada suerte. Consciente de sus limitaciones como director, buen artesano aunque excesivamente inconsistente para considerarle un gran director, Monzón crea aquí, con la colaboración del habitual guionista de Álex de la Iglesia, un guión férreo en sus aspectos principales, que únicamente languidece en detalles menores, pequeñas trampas y resortes que no lastran el resultado final de la película, amén de un reparto bastante irregular, por no decir malo, pero que si se hubiesen pulido podrían haber hecho de Celda 211 una de las mejores obras maestras que el cine a nivel mundial ha contemplado en muchos años. Y es que, sin abandonar el código del cine carcelario, siendo una película que contiene todas las claves (buenas) del género, esta estimulante propuesta sabe ser película y no remiendo de homenajes, con un universo propio, tanto a nivel argumental como a nivel puramente visual, donde el trabajo de Monzón, salvo en algunos momentos, es brillante, y donde esa conjunción literaria y técnica dan como resultado un agobiante thriller que bordea entre el psicológico y el suspense más puro y duro sin abandonar nunca la que parece ser principal idea de la cinta: cargar contra el estamento público y la doble moral de la sociedad del bienestar.


El primer plano de la película ya nos muestra el infierno donde nos vamos a adentrar. El dueño de la celda que da nombre a la cinta se corta las venas y, sin evitar la violencia en primer plano, Monzón nos muestra el lento suicido de un hombre que no podía aguantar más la muerte aún más lenta a la que estaba siendo sometido en ese infierno terrenal que es la cárcel de Zamora. Comienza a jugar sus cartas y a someter al espectador a un pulso mental que le llevará a adentrarse en el juego del ratón y el gato que lleva la película constantemente en un ejercicio de funambulismo kafkiano que recuerda, no obstante, a la también interesantísima Distrito 9, que nos narraba la pérdida de identidad de un hombre corriente. Y si antes hacíamos referencia al destino que jugaba con el protagonista en La caja Kovak, es necesario volver a la influencia de Fritz Lang en esta cinta. ¿Qué obliga al protagonista, un irregular Alberto Ammann, a ir un día antes de comenzar su trabajo, en lugar de quedarse con su mujer embarazada en casa? ¿Qué le obliga a ir para, casualidades de la vida, golpearse por puro azar con una piedra caída del techo y terminar metido en la chabolo 211, un lugar casi maldito, en lugar de haber sido llevado a la enfermería? La apariencia. El guión plantea, durante toda la película, la transformación del personaje a través de su apariencia, recurso que podría ser obvio pero que está usado de manera excelente. Cuando su mujer le pregunta por qué tiene que ir un día antes, él responde que quiere dar buena impresión, quizá la del buen policía, honesto y sin miedo. Ella le responde “No lleves nada”, aludiendo a que se comporte como es con ella cuando están desnudos en la cama después de hacer el amor, donde él se muestra abiertamente tal y como es, le confiesa todos sus miedos, y que no entiende que ella esté con él, un simple funcionario, pudiendo escoger al hombre que quiera. Esa importancia de la apariencia se vuelve a demostrar cuando estalla el motín, y se quita todo aquello que le une al mundo civilizado (móvil, anillo de compromiso, etc...) tras lo que es llevado directamente la zona más baja, al comedor, a encontrarse con el mismo diablo en la boca del infierno: Malamadre le pide que se desnude, que se muestre como es, le quita sus atuendos de chico bueno, y, una vez visto, le pide que se vuelva a vestir, pero Juan nunca llega a ponerse la ropa por completo. Comienza así su descenso a los infiernos mediante una transformación terrorífica marcada por la violencia. Como si de un antihéroe eastwoodiano se tratase, “Calzones”, como llaman a Juan los reclusos, ve marcada su vida por actos violentos hasta que todo estalla y termina convertido en uno más del recinto. Juan es miedoso cuando está desnudo, y el hombre con miedo actúa mediante la violencia. La cinta mantiene constantemente la tesis de que el hombre es malo por naturaleza, sólo hay que despojarle de sus accesorios: los objetos que le humanizan y le dan aspecto políticamente correcto. Una vez que se ha despojado de ellos, actuará mediante instintos (algo que le recrimina Malamadre: “La próxima vez que actúes por ti mismo, te rajo”, como si él fuese el cerebro de esa cárcel y únicamente de su cabeza pudieran salir planes) y dejará fluir su lado anárquico y bestial. La celda 211 y el dios de esa cárcel, Malamadre, un Tosar que ha creado al Joker español, parece haber cumplido su cometido: enloquecer al dueño y llevarle hasta el fin.



El otro pilar sobre el que se sustenta el gran libreto es el poder público, y la forma en que este se maneja con la sociedad gracias a los políticos: la mentira. En un momento en el que la crisis agudiza más que nunca, y tras estar nuestro gran presidente negando dicha crisis hasta que le estalló en la cara, la ministra de economía sale diciendo que ve mejoras, cuando en breve llegaremos a los 4 millones de parados. Esa sensación de vulnerabilidad de la sociedad española ante la mentira ejercida por los políticos es plasmada de forma magistral en la cinta: las negociaciones están en sus manos, y juegan y manipulan a los hombres como quieren. Cuando Elena llama a la cárcel para ver cómo está Juan, su compañero le dice que está estupendamente pero que no puede hablar; y a la inversa cuando Juan quiere hablar con su mujer; del mismo modo, Almansa, el enviado del ministerio, le dice a Malamadre que únicamente hay cuatro heridos, cuando el número total asciende a 25. La mentira también se extiende a ese juego de identidades y apariencias que aparentan tener todos los personajes, a excepción de los presos y de los dos caracteres más cercanos a Juan: Malamadre y Elena. Si todos los funcionarios son etiquetados como mentirosos y manipuladores, no lo son menos los hombres que trabajan para ellos “dentro”: Apache, tal y como se desvela al principio, es un confidente, y Juan se inventa ese disfraz de asesino para pasar desapercibido entre verdaderos criminales. Todo ello es una estratagema para tratar de ganar el juego, una red de mentiras (sin intención de aludir al trabajo de Ridley Scott) que, irónicamente, deja a los presos como los únicos hombres honestos, animales que no se revisten de nada y se muestran tal y como son, y así los tratan desde arriba: su única petición aceptada es la de las gambas, carnaza para tener distraidos a las presas. También tenemos a unos funcionarios pusilánimes, como el alcaide de la cárcel, incapaz de dar la orden de ataque porque supone mucha presión para él, o Bernardo, un hombre incapaz de enfrentarse a los problemas, como cuando tiene que detener a Utrilla (un flojo Resines) mientras golpea a un prisionero enfermo, o capaz de huir dejando a un novato en medio de un motín. Estos, refugiados en su posición física superior (la torre desde donde controlan todo movimiento y miran a los animales como al animal casi como el malvado Zaroff que se sabe superior), juegan su particular partida de ajedrez con el único hombre de la cárcel que realmente actúa con cabeza y no como un animal: Malamadre. Y dentro de esa partida aparece una ficha con la que no contaba nadie: los presos de ETA, y que derrama una conclusión bastante chocante: asesinos en masa, tienen más privilegios que nadie. En la cárcel también hay clases, y la vida de estos asesinos es más válida que la de otros asesinos (quizás porque, como dice Tosar, “has demostrado que eres más asesino que todos los de aquí… eso sí, en la distancia, con bombas…”). Cuando aparece alguien muerto y todos piensan que es un etarra, los policías se vuelven locos, pero cuando se descubre que no es uno de ellos, los policías parecen decir: tranquilos, es sólo otro muerto más. Esta escalofriante revelación política eleva la tensión de manera abrumadora y significa el último paso de Juan hasta la transformación total en ese animal, ese monstruo que llevaba escondido, y que lleva a un final que, como la cinta, carece de toda épica, porque en ningún momento hemos visto una película donde se hable de la grandeza de sus personajes. Todo lo contrario, Celda 211 está llena de mentiras, violencia y una dura y aplastante realidad.