lunes, 27 de julio de 2009

Red de mentiras: La policía del mundo



El principal problema que puede presentar al espectador Red de mentiras es esperar de ella algo más de lo que verdaderamente es y puede llegar a dar bajo cualquier interpretación posible. Por su confuso tráiler podíamos esperar un intrincado thriller psicológico y político con el actual conflicto palestino de fondo, casi el reverso tenebroso de la bufonesca Quemar después de leer de los Coen, puesto que, como decía J.K. Simmons en el film de los hermanos, "que alguien me llame cuando algo de esto tenga sentido", que era más o menos lo que nos anunciaba. Funciona del modo que hace un par de años cuando algunos se llevaron un chasco tremendo al ver Diamantes de sangre, del siempre pirotécnico Edward Zwick, y comprobar que únicamente se trataba de una película de acción bien realizada a la manera del modelo del sistema de estudios: historia de amor y secuencias de acción para un thriller camuflado de pretendida denuncia social servido con una gran realización a manos de un artesano bastante más que competente (cuando el guión se lo permite). Y es que no hay más, ni trucos de magia ni dobles lecturas, ni la complejidad intelectualoide y el sabelotodismo naif de Syriana ni la vacuidad de La sombra del reino ni la virulenta tragedia de Jarhead, una trama sencilla que el guión pretende llevar al límite mediante un juego de espejos literario y un subtexto tan evidente que es la perfecta muestra de cómo funciona el sistema actual: Hollywood da la oportunidad al espectador de pensar que hay una posible crítica a Occidente desde dentro del propio enjambre con una superproducción con un ex ídolo teen y uno de los mejores actores del mundo cuyo pasatiempo es armar gresca allá por donde pasa y que termina siendo una versión muy light de Lawrence de Arabia, y que si funciona, más allá de por la idealizada presencia del personaje de Di Caprio, atrapado entre dos mundos, es por la cruda imagen que se muestra de la mayor potencia de este mundo convertida aquí en una especie de Partido orwelliano que todo lo ve y controla.

Y es que es más que obvio que la obra maestra de David Lean, esta sí rica en su retrato de una cultura diferente y de un personaje cargado de matices, es un referente marcadísimo a fuego en la novela de Ignatius, o al menos eso parece según el guión de William Monahan. No deja de ser una versión cibernética y modernizada del clásico de aventuras de los años 60: un tipo que trabaja para una potencia de occidente trabaja en mitad de un conflicto en Oriente Medio y comienza a sentirse incómodo con su país por sus mentiras al tiempo que se hace a la cultura autóctona y decide ser un musulmán más. Le incluimos un romance con calzador y ahí tenemos Red de mentiras. Los personajes son planos a la vez que la trama lo es, aunque busque engañar al espectador, y el protagonista, interpretado por Di Caprio, llega a cansar de lo romántico de su construcción. Es un T.E. Lawrence de diseño cuyos remordimientos están sujetos a la subtrama romántica que afea el conjunto y a un compañero muerto al principio, un lugareño utilizado por los Estados Unidos y desechado cuando llega el momento. Tenemos un buen reguero de tópicos, vistos últimamente en las cintas ya nombradas de Gaghan, Berg, Mendes o en Munich, de Spielberg, esta última muy superior, sobre la culpabilidad de Occidente, la crueldad y el alienamiento que provoca nuestro sistema capitalista y la prescindibilidad del individuo por parte de los políticos y burócratas. Es demasiado científica y rigurosa cuando se trata de explicar cada pequeño detalle de las operaciones pero sin embargo utiliza brochazos para describir la psique de sus personajes. Porque como la cinta del bueno de los Scott funciona es como un James Bond menos glamouroso, a pesar del barnizado multicultural que se le pretende dar. Hay escenas de acción brillantemente rodadas, muy buenas interpretaciones, especialmente Crowe y un magnífico Mark Strong, y una estupenda fotografía, amén del intenso trabajo del director en escenarios naturales, que recuerda a la minusvalorada Black Hawk derribado, que contenía algunas de las mejores secuencias de acción del género bélico moderno, que casualmente comparte con esta su tratamiento romántico del héroe protagonista, aunque disiente de la vísión que se da de Norteamérica, puesto que el accidente en Mogadiscio era más bien panfletaria.

Pero lo realmente interesante de la cinta es comprobar cómo se muestra a Estados Unidos. Bien es cierto que hay un antiamericanismo algo pop para acercárselo a la gente, quizás consciente de su proximidad con la cercanía de su estreno a las elecciones que proclamaron a Obama como presidente, pero no por ello es menos interesante y real. El Hoffman interpretado de forma soberbia por Crowe es una extensión del Allenby del clásico de David Lean, manipulador y mentiroso. Caracterizado como un gordo cuarentón que vive en una gran casa, con barco y bebe cerveza a raudales, se sienta en su despacho y, como si se tratase del Cristo de El Show de Truman, controla la vida de Ferris y, por extensión, del mundo entero a través de una pantalla enorme llena de botoncitos, a la vez que, de manera nada disimulada, cuida de su país, representado en eso tan americano que es la familia: lleva a su hijo a orinar y le indica cómo hacerlo bie, y se permite ser un amigable y entrañable padre en los partidos de fútbol de su hija. La tan conocida doble moral norteamericana en su mayor exponente. Del mismo modo que puede celebrar acción de gracias y transmitir la imagen de la moral capriana y familiar de foto, esa que destruyó Mendes en American Beauty, puede empezar a matar gente, comenzar una nueva guerra, y utilizar de manera reiterativa a diferentes personas para deshacerse de ellas a la mínima con suma facilidad. También atiza a los políticos que mandan y que ordenan sin saber realmente qué hacen, esos que siguen viendo como salvajes a los pueblos orientales, y cuyos culos son salvados por los hombres de campo. Y por volver a hacer comparaciones con Lawrence de Arabia, el personaje, consciente de la forma de trabajar de su país, la autonombrada policía del mundo, decide abandonarles (volvemos también a Munich) y dejar en manos de los propios países musulmanes que resuelvan sus conflictos, quizás la solución, puesto que estos se bastan y se sobran para engañar a los multimillonarios satélites de Hoffman con apenas una ventisca en medio del desierto. Este último punto pone el dedo en la llaga del sistema americano: la tecnología es débil y es el punto débil, y los enemigos saben cómo hacerla caer, atacando también a la dependencia occidental de la vida tecnológica (el personaje de Crowe está ciego por la ventisca antes citada). Por este mensaje tan aparentemente incendiario, es una auténtica pena que todo acabe como lo hace, con un clímax tan descafeinado y alargado como típico, ya que, si pregonas pesimismo, se valiente y actúa en consecuencia. La aparición final, muy séptimo de caballería por cierto, del servicio secreto jordano, es una absoluta incoherencia, a pesar de que se pretenda unir a la ya mencionada bofetada tecnológica a los EEUU mediante el estilo diferente de negociar y actuar que tienen por allí. Por esto último, yo me tomo Red de mentiras como una brillante película de acción, no sé si la mejor, pero sí la menos decepcionante.