jueves, 11 de junio de 2009

Río Rojo: Tiomkin y Hawks, cambiando los scores del western

Cuando hablamos de música en el western, lo primero que se nos viene a la cabeza es la pegadiza melodía de El bueno, el feo y el malo, que creó Ennio Morricone para la soberbia obra maestra ideada por Sergio Leone. Es inevitable haberla tarareado y habernos sentido fascinados por la vibrante composición del maestro italiano, que ya fue precedida por los chasquidos y las trompetas de Por un puñado de dólares y el silbido de La muerte tenía un precio, además de utilizar en la trilogía un tema asociado indiferentemente al imaginario musical del western: el degüello. Jugando a las muñecas rusas, y abriendo la caja de este tema musical que se hizo famoso por ser el tema de la batalla de El Álamo, hay un nombre unido a él para la eternidad: Dimitri Tiomkin. El compositor ucraniano pertenece a esa generación de compositores del sinfonismo cinematográfico norteamericano junto a los Young, Steiner, Waxman, Rozsa o Newman que comenzaron a desprenderse del ideal sonoro hollywoodiense para comenzar a crear una autoría en las bandas sonoras, y a alejarse de los cánones compositivos formulaicos. Artesanos, como los grandes directores de la época al servicio de un estilo marcado por el gran productor de la compañía, a sueldo de una gran empresa que solía contar con diferentes músicos para cada género, y el western estaba cercano a la aventura, que se guiaba por la fanfarría diseñada por Korngold para el Robin Hood de Curtiz. Todos ellos empezaron siendo parte de ese engranaje que marcaban las majors, diseñando un sonido complementario para la acción, pero que no lograba diferenciar a un compositor de otro, hasta que apareció, de la mano del enfant terrible por excelencia, Herrmann. Obviamente, es imposible entender la banda sonora en el cine sin el maravilloso trabajo del cascarrabias en la obra novel y cumbre de Welles, Ciudadano Kane, la primera que se atrevió con piezas cortas alejadas de un simple leitmotiv que se repetía durante todo el metraje.

A pesar de esta irrupción tan bestial, Tiomkin trabajó a un ritmo frenético de modo impersonal durante años, hasta que comienza a intuirse un cambio estilístico a raíz de un encargo megalómano de, quién si no, Selznick. Duelo al sol era la ambición desmedida hecha cine, lo exagerado llevado a la pantalla. En este melodramón camuflado de western se atisban cambios en la forma de encarar la musicalización del género por excelencia. Todo tiene un tono más épico, se aleja de las composiciones sencillas del género hasta ese momento, que el propio Timonkin ya había tocado con El forastero y del toque folclórico de John Ford, para diseñar las pautas de las posteriores grandes bandas sonoras del oeste. La pasión desbordada por el irregular título del maestro Vidor iba acompasada con un nuevo estilo en el sonido. Más oscura y cargada de matices, más abierta al juego psicológico de los personajes y más capaz de mostrar una visión instrospectiva de estos, la partitura del compositor parecía abrir un nuevo camino, mucho más maduro y abierto, iniciando la creación musical del mito del western y los cánones que le acompañarían durante años con la denominación de "clásico", antes de la aparición del western sombrío de los años 60.

Cuenta la leyenda que Howard Hawks buscaba hacer un western como los de John Ford. Profundo, de calado moral más que meramente aventurero, con la condición del hombre como fondo y con un drama completamente épico. En su afán de ser fordiano hasta la médula, el realizador de Scarface comenzó una fructífera relación con el actor fordiano por excelencia, El Duque, e incluso contrató a una actriz que tendría una presencia importante en el cine del realizador de Maine, Joanne Dru (la chica de la cinta amarilla), además del maravilloso Walter Brennan, quien un par de años antes había interpretado al terrorífico Pa Clanton en ese canto romántico que era Pasión de los fuertes, además de copiar el inicio de esta, con la muerte de alguien querido para el protagonista. Hawks, alguien que llevaba haciendo obras maestras desde que el cine era cine, pretendía darle una renovación a un género que no había avanzado prácticamente nada desde su resurgimiento allá por el 39 con La Diligencia, y con el impecable guión de Chase y Schnee, construyó una tragedia griega de proporciones épicas, y para ilustrar musicalmente la homérica travesía de John Wayne y Montgomery Clift eligió al tipo que hizo ese score tan novedoso en Duelo al sol. Probablemente, Tiomkin no tenía ni idea de lo que iba a crear, pero desde el mismo momento en que arrancan los títulos de crédito de este magno western, asistimos a un cisma en la historia de la música para este género:




Desde aquí, la música de western deja de ser generalizada como música de cine y se convierte única y exclusivamente en música de western, nace un estilo marcado a fuego. Con unos coros poderosos, el tema principal de Río Rojo se convertía en el leitmotiv que perseguía a los personajes durante su aventura, y servía para penetrar en las emociones que dibujaba Hawks en pantalla. Si el director rompe aquí con su transparencia en la narración para mostrarnos la que es quizás su película más personal, Tiomkin le sigue el juego y logra crear un complejo entramado de tonalidades que va del toque juguetón de las baladas del oeste, algo típicamente americano y verdaderamente fordiano, hasta adentrarnos en pasajes más sinuosos que presiden escenas como el entierro o el abandono del personaje de Wayne por parte de la compañía, hasta estruendosos coros que acompañan los impresionantes planos generales que llenan las espectaculares secuencias de transporte del ganado. La película se balancea entre el blanco y el negro y así es su música, capaz de moverse sinuosa y suavemente entre lo terrorífico y lo hermoso. Refleja con agudeza la acción mediante omnipotentes trompetas, grandes tubas para el peligro, la tristeza con sutiles violines, melodías turbadoras casi imperceptibles para los momentos de tensión psicológica, todo ello pasado por un nuevo barniz genérico. La partitura está trufada de melodías llenas de fuerza y parece irrumpir para decir Aquí está el western, delimita física y temporalmente el lugar de la narración, permitiendo al espectador ubicarse a través del oído, algo simple y reconocible, como haría Ford con su puerta abriéndose al inicio de Centauros del Desierto. Quedaba codificado el sonido western de una vez por todas, adherido ya a la propia mitología e iconografía audiovisual genérica. La música era, por fin, un referente psicológico de los personajes que se adentraba en sus dramas internos más allá de un acompañamiento que realzase la descripción del guión. Y por fin un compositor del sistema de estudios era capaz de dejar su sello personal en su trabajo, y de adelantarse a la generación de los North, Berstein, Goldsmith y cía, probablemente los primeros compositores norteamericanos autoreferenciales de la historia del cine sin influencias de los jefazos, más minimalistas y más cercanos a los Barry, Jarre, Rota o Delerue que a los grandes maestros del sistema de las majors. Posteriomente vino la célebre balada Do not forsake me, de Sólo ante el peligro, Río Bravo de nuevo junto a Hawks, que utilizaría el degüello en una bella escena crepuscular para presagiar la tormenta y el encierro, canción que derivaba de El Álamo, compuesta también por el propio Tiomkin, y toda la música para el western mamó de la rupturista obra del compositor, e incluso alguien con un sello tan propio como Steiner discutió con Ford por elaborar una banda sonora del mismo corte, tan poderosa como la de Río Rojo, para la cima del género, Centauros del desierto.

sábado, 6 de junio de 2009

Cine seriado: State of play; todos los hombres del editor




Hace unos años, esa obra maestra del cine moderno que es Buenas noches y buena suerte, rodada en pulcro blanco y negro, nos narraba las vicisitudes de un tótem de la libertad de expresión, los riesgos que corrió por la verdad y la presión política que tuvo para que cerrarse la boca. Era, en definitiva, una oda al periodismo de calidad, al de investigación, el de aferrarse a una idea que se cree justa, aunque no por ello dejaba de ser crítica con ciertos aspectos informativos, o normas de la cadena o grupo empresarial tras el periodista. Clooney evidenció un profundo respeto hacia la profesión, pero eso no le impidió lanzar alguna puyita que dolió a más de uno, siendo coherente y retratando un mundo que no es feliz, y que hace del claroscuro su forma de ser y existir. El periodismo como tal es el tema central de State of play, magnífica miniserie de la BBC que cuenta una intrincada trama de corrupción política y personal en la se radiografía la tarea del reportero, del redactor, del editor, y, por qué no decirlo, la mentira como forma de relacionarnos. Como lo fue la citada película sobre el duelo entre Morrow y McCarthy, la miniserie de Yates busca ofrecernos el retrato más fiel posible del idealismo periodístico, la deuda recíproca entre estos hombres y la sociedad, pero no es un idealismo dulzón, feliz, si no que tiene dos caras. No hay triunfadores, sólo profesionales que saben perfectamente a lo que se acogen. El trabajo tiene riesgos, y aquí se exponen de forma cruda y evidente. Como los policíacos, el periodista puede descender a los infiernos en pos de publicar la verdad, pues junto a su buena intención van añadidas una gran cantidad de responsabilidades y problemas morales inapelables. La imposibilidad de conjugar vide personal y profesional, el peso de las decisiones. Es el poso final de la miniserie, el verdadero valor de la verdad, el precio de desenmascarar la mentira, las dudas que suponen hacer lo correcto, y parece decirnos que no hay victoria sin bajas ni triunfo sin derrota.

Yates asume, de manera indiscutible, un referente claro: el thriller político y periodístico de los años 70, ese que tan de moda se ha puesto ahora. Los Lumet, Pakula o Frankenheimer, tan irregulares como brillantes, son grandes referentes del género actualmente, e incluso la televisión lo de muestra. El uso de la imagen granulada en determinados momentos, los teleobjetivos abundantes en algunas escenas, el perfecto desmenuzamiento de la historia en el guión, State of play es en sí misma un sincero homenaje al thriller político, mezclada con algunas de las taras televisivas que nunca se lograron quitar algunos realizadores de dicho medio, como el excesivo uso de primeros planos. ¿Por qué supone eso un problema (muy menor, dicho sea de paso) para un producto televisivo? Porque es lo más cercano a cine que se ha realizado en la pequeña pantalla. Antes del boom de las series actual, antes de la llegada del maná televisivo, Paul Abbot tomó los ingredientes del séptimo arte y construyó un férreo castillo de naipes para la televisión al que casi no se le notan las costuras para crear un producto adulto y bien realizado en el que pesase más la historia que cualquier otro elemento, sabiendo que no había prisa alguna, puesto que se contaban con seis capítulos para ello, lo que permite que casi ninguna subtrama quede descolgada y se cierre todo de una forma excepcional, por no decir perfecta. Es el gran acierto, ya que en ningún momento hay sensación de aceleramiento por terminar, todo transcurre con el tempo necesario, sin caer en histerismos narrativos baratos y trucos que hagan saltar todo el engranaje. La información fluye de forma natural como un riachuelo, sin llegar nunca a convertirse en catarata, por lo que es imposible anticiparse como espectador a lo que se nos va a contar en los minutos siguientes. Todo ello permite llegar a un episodio final con la información justa y necesaria para afrontar el clímax final con todo lo justo y necesario, preparados para asistir a un broche de oro. Por contra podemos decir que hay en algunos momentos cierto toque de sabelotodismo naif por parte del guión, y algún momento en el que cae la tensión, fruto quizás de la mano del director que por verdadera culpa del libreto, aunque Yates raya a un nivel brillante con su puesta en escena casi documental, amén de contar con unas actuaciones brillantes por parte de un reparto en estado de gracia. Sí se le puede achacar alguna secuencia poco conseguida (un momento en el que necesitamos saber la reacción del congresista Collins ante la confesión del testigo es resuelta durante toda la secuencia con un montaje acelerado de primeros planos del confesor, siendo ignorado hasta el final el momento del derrumbe de Collins) y algunos personajes desaprovechados, como el policía interpretado por Philip Glenister o los malvados políticos.

Densa y arriesgada. Son quizás las dos palabras que mejor definen esta obra magna de la televisión. Es densa porque es compleja hasta el extremo, porque cada hecho se ha pensado y escrito a conciencia, y porque no resulta complicado perderse entre el maremágnum de nombres, datos y hechos. Desde que todo arranca con dos muertes aparentemente inconexas (un pandillero negro adolescente y una joven blanca de unos treinta años) la trama comienza a agrandarse a modo de bola de nieve hasta terminar siendo casi inabarcable. Pasito a pasito, presentando personajes y situaciones, hasta que llegamos a un clímax en el que necesitamos tomar aire, hemos visto una historia de un profundo trasfondo pesimista donde la victoria supone la derrota, y donde algunos personajes lamentables no pueden ser tocados, todo ello unido con un único pegamento: la mentira como forma de llegar a la verdad. Abbot parece diseccionar las relaciones entre las personas a raíz de la falsedad. La premisa básica parece ser Nada es lo que parece. Todos los personajes tienen algo que ocultar: desde el editor que quiere que su hijo no escriba con su apellido al político joven y entusiasta que, ante la muerte de su joven amante, debe asumir la realidad ante su mujer y la sociedad; pasando también por el testigo que va agrandando más y más su información ante el miedo que le produce el acoso de su empresa, aunque realmente sea un conductor a sueldo de los periodistas, que nuevamente utilizan la mentira para conseguir su fin. Y es arriesgada por plantearnos una estructura tan sesuda y milimétrica, que manipula (para bien) al espectador, llevándole de un extremo al otro en un baile de datos impresionante, y que finalmente termina en un ejercicio funambulista con un giro de guión peligroso del que sale más que airosa, y que lleva la serie de lo notable a lo excelente. Todo ello viene por colocar como protagonista a un personaje impotente que realmente va viendo la historia sin poder hacer nada hasta dicho giro de guión final. El congresista Collins es el gran antihéroe por encima incluso de Cal McCafrey, el periodista estrella brillantemente interpretado por John Simm. El joven político brillante y triunfador enfrentado al buscador de la verdad. State of play es, a modo de resumen, el duelo entre dos amigos (política y periodismo) que casi siempre juegan papeles antagónicos y cuya relación, absolutamente necesaria, está basada nuevamente en la mentira.